Las elecciones del #10N nos generan inquietud porque suponen el horizonte de sucesos a partir del cual no sabemos en qué se va a convertir nuestro sistema político.
Efectivamente, el sistema está transmutando a partir de las tensiones propias de vectores autoritarios (suspensión de derechos, recorte de libertades) e incluso totalitarios (amenazas y agresiones a colectivos desprotegidos, extensión de medidas punitivas).
Una de las causas de esta transformación reaccionaria de la sociedad se encuentra en la entropía descontrolada que generan los mecanismos capitalistas de la economía (crisis, precariedad, desigualdad) y la anomia generalizada como terreno fértil para el fascismo.
Lo curioso del asunto, la singularidad histórica, es que neoliberalismo y autoritarismo han entablado una relación simbiótica de retroalimentación. La máxima desregulación económica se compensa por una dura codificación legal y política sobre derechos sociales y civiles.
El Estado se convierte en un ente securitario, de vigilancia y mantenimiento del orden público, renunciando al resto de sus funciones y dando vía libre para las operaciones de acumulación por desposesión y devaluación del trabajador y el pequeño propietario, en una doble pinza.
Todo ello genera zonas de bajas presiones y ciclogénesis en las que el estallido social en forma de tormenta se hace mucho más probable. Es lo que estamos viendo en Chile, Ecuador, Líbano, Iraq... y lo que muy probablemente veremos pronto en Europa.
La anterior crisis económica se comió el paraguas social y ahora estamos mucho más desprotegidos. Es ahí cuando la tentación totalitaria se hará más fuerte, impulsada por la abducción neoliberal que propugnan los medios de comunicación. Recordemos, son vasos comunicantes.
Y la válvula entre ambos se ha abierto. Así que toca estar preparados, tejer alianzas y combatir en diversos frentes (institucional, mediático, intelectual y comunitario) para frenar ambas tendencias: la desposesión capitalista y la amenaza totalitaria.
Como me han preguntado, voy a intentar resumir brevemente las críticas que se han lanzado a la nueva reforma laboral:
(1) No se tocan los EREs, se pueden seguir ejecutando despidos colectivos incluso alegando pérdidas previstas y sin necesidad de autorización administrativa.
(2) Se podrán seguir realizando ERTEs, en beneficio ante todo de las empresas, que no tendrán que cubrir salarios, sino que lo hará el estado y con una rebaja económica para el trabajador.
(3) No se toca la indemnización por despido, que sigue estando en 33 días por año trabajado para contratos indefinidos y en 12 para los temporales. Para muchos este punto sería clave para reducir la temporalidad (que salga más caro despedir).
Por desgracia incluso planteando serias objeciones a la nueva reforma laboral seguimos discutiendo en los términos marcados por el adversario.
Al entrar en tanto detalle sobre los tipos de contrato o las indemnizaciones (que por supuesto, importan), nos dejamos fuera todo el asunto de la forma y estructura de la empresa y la producción, la necesidad de reducir la jornada, de repartir mucho mejor el trabajo.
Discutir sobre los términos ya marcados de reforma laboral bajo un sistema de producción ultracapitalista, con paro estructural, con cada vez más gente en riesgo de pobreza, con una crisis energética preocupante... supone omitir demasiados aspectos fundamentales.
Incluye el popurrí clásico de la izquierda multicultural, la izquierda separatista, la izquierda irracional y el concepto de autodeterminación entendido como "libertad negativa" que más valdría desarrollarlo porque no sé si ni el propio autor lo tiene claro.
Y por último lo de la universalidad y la racionalidad, porque se presentan como conceptos abstractos o cajones de sastre (algo muy propio de la ideología burguesa), ajenos a la necesidad de elevarse de nuevo a lo concreto y tangible para no privarlos de contenido.
Los cuatro brazos del estado corporativo capitalista: el brazo parlamentario-constitucional, el brazo mediático, el brazo judicial y el brazo policial. Mediante ellos actúa el poder político y empresarial sobre la población a la que gobierna.
Jueces, ministros y altos funcionarios, senadores y congresistas, aristócratas y terratenientes, grandes burgueses y representantes sindicales, componiendo mapas de poder vinculados a su vez a bancos, multinacionales y fondos de inversión -> estado corporativo capitalista.
De tal modo que no, la soberanía NO reside en el pueblo ni en la clase trabajadora. Lo que se hace es abrir lo suficiente (pero no demasiado) el grifo del consumo, del acceso a la propiedad y al crédito, de los derechos civiles y los servicios públicos, para mantener ese poder.
En última instancia, la enseñanza de la posmodernidad es esta: no hay fundamento esencial, natural o metafísico alguno para la acción y existencia humanas; estas están social y políticamente configuradas; y aún así nos queda la ética, con todos sus problemas, como referencia.
No hay en esto una renuncia a la Razón, sino una crítica de la Razón como fundamento inequívoco (ahí se juega la crítica a Hegel, demasiadas veces confusa). Y sí hay un llamado a los valores, no inmutables sino socialmente fundados (y ahí se juega la influencia de Nietzsche).
En todo caso, es erróneo concebir la posmodernidad como un fin del camino, más bien es un momento de apertura y reflexión del pensamiento, la acción y el afecto respecto a sus propias capacidades. La filosofía no trata aquí de fundamentos sino de problematizaciones.
Hay que estar bastante ciego o ser notablemente zoquete para pensar que España, un país que no depuró sus cuerpos militar, policial y judicial, y en el que ahora VOX cuenta con 52 escaños y el beneplácito de los liberal- conservadores, está libre de influencias filofascistas.
La influencia es tal que no pocos simpatizantes comunistas compran la mercancía falangista del estado omnipotente. Llegan a pensar incluso que VOX al menos combatirá el poder globalista, cuando no hay programa económico más neoliberal que el suyo (hasta Rallo lo alaba).