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Les cuento. Ayer por la mañana, comentando con la encantadora @AhoraRo alguna cosilla de la historia de tío Indalecio y tía Adelita, salieron a relucir teutones y luteranos. Y con ellos, el nombre del ingeniero danés Henrik Latersen, más conocido por Jarrillolata. Va hilo. 👇
El ingeniero Latersen llegó a Córdoba en el sesenta y siete. Lo trajo tío Ramón que conocía a alguien, que conocía a alguien, que conocía a un ingeniero de minas que podría recomendarle a otro para su proyecto de explotar una veta de plomo en una finca familiar de Sierra Morena.
El tipo era bajito, rubio, de piel clara y con los ojos azules. Un danés en toda regla. Y además, luterano y masón. Lo de luterano era público y notorio, lo de masón es cosa que dedujo tía Adelita y que nadie se atrevió a contradecir o contrastar. Y además, triste.
Quitando a mi padre y a mi abuelo, Otilia no había visto en su vida a ningún pelirrojo tan blanquito. Así que el día que tío Ramón lo llevó a casa de mis abuelos, lo miró de arriba abajo y dijo: Don Ramón, ¿para que ha metido usted a su amigo en lejía? Lo ha “descolorío”.
Lo mejor es que tío Ramón se fue a Copenhague a buscarlo y convencerlo. Su descripción de la ciudad, en un telegrama a mis abuelos, merece la pena recordarla: “Mucha humedad y más frío. Poco vino. Ningún tomate. Sin salmorejo. Iglesias: O desvalijadas o decoradas por tacaño”.
Lo de las iglesias era para tía Adelita, que estaba muy interesada. El caso es que en mi visita, años después, a Copenhague tuve que dar la razón a tío Ramón. Si no fuera por el Cristo de Thorvaldsen, la nave de la catedral luterana parecería una sucursal del Banco de España.
A ver, que me disipo. El “descolorío” llegó a Córdoba para Santiago. Y para la Virgen de agosto, el ingeniero Henrik Latersen, -por favor, llámeme Harry- era ya conocido por Jarrillolata. Obra de Otilia, genio y figura. Jarrillo por lo bajito, lata por apellido y pesado.
Que un treintañero soltero, triste y luterano; de morigeradas y frugales costumbres se uniera a tío Ramón, sesentón, divertido, católico; más vivido que las castañuelas de un tablao, gourmet y bon vivant, no parecía posible. El conflicto está servido, sentenció tía Adelita.
Y así pareció los primeros meses. Jarrillolata insistía en madrugar de modo escandaloso, acostarse con la luz del día, beber agua, comer como un jilguero desganado y no salir más que a pasear entre semana y a recorrer la sierra vestido de boy-scout los domingos.
Y así, claro, el proyecto no avanzaba. De coincidir patrón y técnico, lo hacían después de la siesta de tío Ramón y a esa hora, el danés ya casi se estaba poniendo el pijama. Por la mañana, uno almorzaba mientras otro desayunaba. Y nada de hablar en el club. Un lío considerable.
Ni siquiera en Navidad se relajó en sus costumbres. Censuró -con exquisita educación, todo sea dicho- el delicioso Belén napolitano de mis abuelos, al que tildó de “clásica muestra de la idolatría papista”, mientras mi abuela murmuraba “este tío es tonto y en su casa no lo saben”
a la vez que tía Adelita, apretando con fuerza un rosario entre sus manos, le gritaba con los ojos encendidos de ira “blasfemo, hereje, iconoclasta” y mi abuelo y tío Ramón, aprovechaban para fumarse un puro y liquidarse una bandeja de alfajores con una botella de Anís Machaquito
Pero llegó la primavera, mis queridos amigos. Córdoba se inundó de azahar y de incienso. Aquel año, el Domingo de Ramos cayó en 7 de abril y tío Ramón se encontró con Jarrillolata como yo con el Notario. Y entre lo pesado que se ponía y que era el jefe se lo llevó a desayunar
pastel cordobés y acabaron en “El Pisto” donde, ayudado por su pandilla de abueletes consiguieron que el danés probara un medio de fino y una tapita de salmorejo. Y, como dijo tío Ramón a mi padre: “Nene, no te imaginas como se le iluminaron los ojos al angelito”.
Y encima, al salir, se cruzaron con Tati Reviriego. Y eso era mucho cruzarse después de dos medios y cuatro tapas. Una jovencita monísima según mi abuela que mi abuelo elevaba a belleza racial y tía Adelita a minifaldera moderna y yeyé. Mona pero peligrosa.
Tío Ramón, a su aire, la definía en el club como un guayabo de toma pan y moja, en la tertulia como una morenaza de rompe y rasga y glosaba esos ojazos, verdes como el mar de la polinesia tras una tormenta estival, cuando le atacaba la vena poética tan de los Ruiz de Almodóvar.
Y esa misma Semana Santa, Jarrillolata se vio todas las procesiones porque escuchó que salía en alguna. Y le dio un vuelco el corazón cuando la vio de mantilla. Y en mayo se fue a los toros con tío Ramón sólo por verla en el palco y aplaudió a rabiar y no faltó un día a la Feria
hasta que ella, divertida de ver cómo le seguía como un perrillo faldero, lo miró y le dijo: “el día que deje usted de babear, lo mismo podemos hablar de algo”. El pobre, no pudo ni balbucir. Tío Ramón, rápido como una centella, terció, “y si no, aquí estoy yo, querida”.
- Yo a usted lo acompaño al médico cuando le haga falta, don Ramón. Y allí le dejo a que le cuiden
- Si es que tienes gracia hasta para mandarme al infierno, guapísima.
Y Jarrillolata, allí, más quieto y más callado que el Gran Capitán en las Tendillas. Con los ojos fijos en ella
Así que tío Ramón decidió actuar “in loco parentis” y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, le pidió a Tati una cita para el domingo. A las ocho las recoge, querida. Y yo creo que para entonces, hablará. Y si no, haga de él su pelele. Lo está deseando. No hay más que verlo.
Pues cincuenta años que llevan casados. Felices como dos tortolitos. Y él sigue mirándola, caladito, con ojos de vaca danesa pero con pasión de bandolero. Y ya hace decenios que ni madruga, ni bebe agua, ni se dedica a las pamplinas luteranas que diría tía Adelita.
Jarrillolata es más católico que el Papa, más taurino que Guerrita y Corrochano, se bebe los medios como un cordobés nacido en la Judería y hasta hace palmas -eso sí, para matarlo y sin compás, al igual que yo- cada vez que se tercia y hasta si no viene a cuento.
Y, por cierto, de la mina, no hubo nada. Yo creo que ni llegaron a ir por la Sierra a verla.
Muy de tío Ramón.
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