–El boleto –grita este conductor de éste.
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El colectivo sigue parado, aunque ya cerró la puerta. Los que entraron adelante mío se levantan dubitativos y avanzan alejando sus cuerpos unos de los otros. Yo me acerco última.
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–Disculpe, me dijeron que por ser médica no tengo que pagar –le digo mientras le enseño la matrícula.
–Aléjeme eso –ladra.
Le hago caso y giro para volver a mi asiento.
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–El boleto –grita, esta vez, dirigiéndose expresamente hacia mí.
Vuelvo.
–¿Tengo que pagar, entonces? –pregunto sin entender demasiado.
–Claro. Como todos. ¿Que se creen? ¿Héroes? Es su trabajo. Y hasta que no haya nada reglamentado, pagan, como todos.
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Noto la bronca en su voz. Bronca probablemente por tener que estar trabajando sin medidas de seguridad adecuadas, o, simplemente, por no poder quedarse en casa con su familia cumpliendo la cuarentena. Bronca de esa que yo tantas veces tengo y que se (+)
–No sabía que no había nada reglamentado –le contesto mientras saco la sube y pago.
El visor marca saldo negativo. Me pregunto dónde voy a cargar para volver pasado mañana (+)
Me siento. Miro la hora. Son las siete y diez pasadas. Abro el whatsapp y aviso que llego tarde. Ya tengo un nudo en la garganta y todavía no empecé la guardia.