–Mientras se recupere… –contesta la hermana y el acaricia la frente con una sonrisa que (+)
Bajo y subo la cabeza apenas un poco. Estiro mis comisuras en un intento de tranquilizarlas. Le pongo el termómetro a la paciente y, mientras mide, le tomo la presión. Noventa/sesenta. Podría ser peor. Suena el termómetro: treinta y siete dos. (+)
–Vas a estar bien –le digo y me lo prometo a también a mí misma.
El día viene tan mal parido que necesito hacerlo.
(+)
Ella cierra y abre los ojos mientras la hermana le aprieta la mano y me agradece.
Bajo la cabeza y voy para el office de enfermería. El supervisor ya no está. La enfermera carga medicación en diversos sueros. Los va rotulando con su marcador indeleble que escribe (+)
–Sabés que a la chica de la lipotimia se le infiltró la vía –la interrumpo.
–Mirá vos –me contesta sin despegar la vista de lo que está haciendo.
Noto que sus comisuras forman una ligera sonrisa.
(+)
–Y de verdad la necesita… –sigo.
–Me imagino –dice mientras intenta que su marcador haga su trabajo.
Lo humedece con su aliento y prueba de nuevo. Apenas una línea celeste lavado y luego, nada. Maldice por lo bajo y revuelve el protacosméticos que emplea para (+)
–Voy a necesitar que se la recoloques –sentencio finalmente.
(+)
–Sí, claro. Pero hablale al rey porque yo no doy más, ¿sabés? –me larga mientras guarda todo de vuelta.
Me río por lo de “el rey” y voy hasta el teléfono para llamarlo. No atiende nadie. Marco otra vez. Nada. Hago un nuevo intento.
(+)
–¿Qué? –ladra el que por la voz creo que es “su alteza”.
–Hola, llamo de la guardia, soy la médica que habló varias veces ya. Pasa que la vía de una paciente hipotensa con diarrea que le pusieron hace unos minutos se infiltró.
(+)
–¿Quiénes le pusieron? Le puse. Se la puse yo, no hay “le pusieron”. Se la puse yo que estoy solo acá –gruñe.
–Bueno, el tema es que está infiltrada y necesito que alguien se la cambie –lo interrumpo.
–Eso es porque se movió, seguro.
(+)
–Lo dudo porque está tan hipotensa que si se levanta se cae… –remarco.
–Igual. Algo hizo.
–Bueno, no importa. Lo que importa ahora es que se la cambien –insisto.
–Que se la cambie. Que se la cambie YO, no “cambien”, “cambie”, porque llamás para que se la cambie yo.
(+)
–Está bien, sí –respondo con resignación.
–Y yo ahora no puedo bajar, así que vas a tener que decirle a la enfermera.
–Está con mil cosas, no puede, y la paciente necesita una vía urgente.
(+)
–Y vos no sabés poner una, ¿no? –me dice de mal modo.
–Yo puedo tratar de ponerle la vía a un paciente con venas que se ven infladas a un kilómetro. Ahí sí. En ella, que está hipotensa, puedo terminar rompiéndoselas y dificultando el trabajo de ustedes.
(+)
–Bueno, vas a tener que tratar, porque yo no puedo ir ahora –me gruñe.
–Perfecto. Entonces hablo con el jefe para que consiga a alguien para que atienda la lista enorme de pacientes que tengo para ver y trato –le cuelgo.
Voy a donde está la enfermera.
(+)
–El rey no va a venir –le informo.
–Claro, pretende que yo haga el trabajo de todos los que no vinieron, como siempre. Pero yo soy una. Una sola soy. Y no, no puedo –se sienta y se agarra la cabeza.
–Bueno, tranquila, démosle un rato a ver si aparece y si no vamos las dos (+)
Larga aire. Mucho. Aspira el moco que se le cae por la nariz. Le ofrezco una gasa. No la agarra. saca un pañuelo de papel usado de su bolsillo y se suena con él, lo vuelve a guardar y se lava las manos.
(+)
–Es que acá todos son vivos, ¿sabés? Y a mí me gusta mi trabajo, me gusta que sirva, y sé que se necesita, por eso vengo. Pero así no se puede, no –sigue.
–Ya sé. Estamos todos al borde del colapso, no sos la única –le digo para que no se sienta tan sola en esto.
(+)
–Sí, pero a mí me pega lo mismo. Hay compañeros que no tienen nada y no vienen, se inventan algo para no venir y si no les creés se enojan. Claro. Todos vivos.
–Es que vivos hay en todos lados.
–Sí. Ya sé, ya sé.
(+)
Saca aire fuerte, esta vez haciendo ruido con la boca. Es ruido de que está podrida, de que quiere llorar y gritar, pero no se lo permite, un ruido que conozco a la perfección.
Me pongo un guante y le aprieto el hombro hasta que lo afloja.
(+)
–Cuelgo estos y vamos –me dice señalando los sueros con medicación.
Le sonrío y bajo la cabeza en señal de asentimiento.
Vuelvo al consultorio y le informo a la chica de la gastroenteritis y a la hermana que en un rato le recolocamos la vía. (+)
–Disculpe, doctora –me llama una voz femenina dentro del consultorio.
(+)
Giro hacia ella.
–¿Cuándo me voy a poder ir? –me pregunta y la voz le sale como si estuviera borracha.
Es la mujer de la reacción alérgica que el ruludo hizo pasar antes de que yo llegara. Seguro que tiene bastante Ben@dryl encima. (+)
–Déjeme ver una cosa –le pido.
(+)
Apoyo el estetoscopio en su cuello y le indico que respire hondo y largue. Lo hace y, por suerte, no escucho nada preocupante. Repito el procedimiento, esta vez apoyando el aparato en la espalda de la mujer. Ahí sí que sopla; chifla diría.
(+)
–Todavía tiene para un buen rato acá, casi que hasta mañana seguro –le informo.
–¿Cómo que hasta mañana? Tengo que irme a cocinar… –se le patina bastante la lengua al decirlo.
–El almuerzo ya pasó, y para la cena falta –le retruco–. Ahora descanse que yo (+)
Ella apoya la cabeza contra la pared, cierra los ojos y se queda así, con la boca abierta que evidencia que su lengua también comenzó a hincharse.
(+)
Me apuro al office de enfermería. Busco una ampolla de corticoide y otra de adrenalina para pasarle mientras llamo al ruludo para preguntarle qué le administró hasta ahora.
–Hola –me atiende–. ¿Qué hacés? ¿Muy ocupada? –se ríe.
(+)
–Cargo medicación para tu paciente de la alergia que se está inflando otra vez –pronuncio seria mientras procuro no cortarme con la ampolla de adrenalina que me quedó con un borde filoso cuando la abrí.
–Gracias –escucho por el teléfono y también desde la puerta.
(+)
Volteo hacia ahí. No lo veo, pero no tengo dudas de que está cerca.
–¿Hace cuánto que estás ahí? –le pregunto con las cejas para arriba mientras termino de cargar la medicación.
Sus rulos, frente y ojos se asoman en sentido transversal y lo escucho matarse de risa.
(+)
–Estaba acá al lado, en realidad, pero me parece que estás más sorda que mi nonna –se burla mientras entra al office.
Estiro la mano y le entrego las jeringas cargadas.
–Estoy tan sorda que mejor te ocupás de tu paciente, a ver si se queja de que le duele y no me entero –le +
Se queda unos segundos quieto, mirando las jeringas.
–Una dexa en la de cinco y la adrenalina en la finita –le aclaro refiriéndome al tamaño de las mismas.
–¿Tan mal está?
–En cualquier momento levanta vuelo.
(+)
(+)
Respiro hondo y me alejo hacia el consultorio del señor de la neumonía en los dos pulmones que creía tener dengue. Empujo la puerta con el codo. El clínico más joven lo está revisando.
–Casi para pipa –me dice en un intento de que el paciente no se dé cuenta de la (+)
(Se refiere a que en cualquier momento va a ser necesario intubarlo y conectarlo a un respirador).
–Ya sé, pero no hay emergentólogo –le contesto.
–Ahora lo hablo con el jefe –replica.
(+)
–Yo ya hablé y ni bola. Creo que de a ratos ni escuchaba lo que le decía. Llamó a un terapista para que baje supuestamente, aunque no sé si le tengo fe al asunto.
–Tranqui, negri. A mí sí me escucha. Vos porque sos suplente.
–Y mujer… –agrego convencida.
(+)
–Puede ser, sí, ya me dijeron cosas así.
–¿Que es un misógino detestable? –me río.
–No sé si tanto, pero… –prolonga la “e”.
–¿Lo dejo en tus manos entonces?
–Sí, relajá.
Miro al paciente. Sus ojos van de mi compañero a mí ida y vuelta.
(+)
–Lo dejo con gran médico –le informo con un intento de sonrisa.
El hombre hace que sí con la cabeza desde atrás de la máscara.
Giro hacia la salida del consultorio. Doy unos pasos y miro al clínico joven.
–Gracias –le largo antes de irme de ahí.
(+)
Él sigue en lo suyo.
Avanzo por el pasillo. La de Oncología me intercepta.
–¿No te agarraron al paciente todavía? –le pregunto.
Hace que no con la cabeza.
–Perdón. Estamos a mil –me disculpo con bronca.
(+)
Ya no sé si es bronca contra la clínica empomadora, contra los eternos ausentes, contra el jefe, contra el coronavirus o contra el mundo.
–Ya sé. No importa –dice mientras me entrega un par de papeles.
El supervisor de enfermería pasa apurado por al lado nuestro y casi (+)
–Acá tenés todo: laboratorio, resumen, electro… La placa de tórax la tiene él. Sesenta y ocho años, leucemia y una quimio que le pegó muy mal. Ya le pedí las transfusiones, que le pongan (+)
Me dan unas ganas enormes de abrazarla.
–Gracias. Mil gracias y perdón –le respondo.
–Todo bien. Fuerza –me dice mientras se aleja.
(+)
Es la primera persona del hospital que pronuncia la palabra justa que necesito escuchar: “fuerza”. Meto aire hondo, lo largo y camino hasta donde suele estar la lista de pacientes. No está. Sigo hasta el sucucho del orientador y me asomo.
–¿Algo que pele? –pregunto.
(+)
–Mandé infecto tres “posibles”, no sé si vendrán para acá.
Se me paran los pelos de los brazos. Se refiere a casos posibles de este virus de mierda que tan mal tiene a otros países y que a nosotros nos está empezando a pegar. Ese virus cuyo nombre no pronuncia (+)
–Ojalá que no –respondo.
Me entrega un papel. Lo miro.
–La lista “reloaded”. ¿La pegás cuando vas para allá? –pide con cara de buenito.
Leo los pacientes. Otra vez hay dos “E”.
(+)
–Escuchame una cosa –arranco–, la idea es que nosotros entendamos lo que escribís y lo que nos querés decir. Ya te lo dijimos mil veces: dejá de abreviar como se te ocurre. No aprendimos tu diccionario.
Se ríe. Me saca la lista y agrega una M y una B después de la “E”.
(+)
–¿Mejor? –pregunta mientras sacude la cabeza y chasquea la boca.
–Algo –le contesto–. Pero ponete las pilas, no quiero ver una “A” en vez de asma en tres horas.
Estalla en una carcajada. Me dan ganas de estrangularlo.
(+)
Vuelvo para los consultorios. Pego la lista y veo quién se puede ver en el pasillo. No quiero poner nadie junto a la de la reacción alérgica por si vuelve la embarazada que se interna. Enfrente de ella veo a la chica de la gastroenteritis hipotensa que ya tiene la vía (+)
–¿No sabe si ya están los resultados de mi hija? –consulta.
–No sé, no tengo resultados acá. Tendría que ir a fijarme. ¿Cómo se llama ella?
(+)
–Soy yo –responde una voz desde atrás de la mujer. Es la chica de diecinueve años que se autodiagnosticó dengue y que sigue mascando chicle.
Miro el reloj. Calculo que ya tienen que estar.
(+)
–No puede ser que todavía no me llamen –se queja alguien a lo lejos. Estoy casi segura de que es la híper-lacia.
Me hago la que no la escuché y hago pasar a la chica del chicle –que sigue mascándolo con la boca abierta y un ruido exasperante– y a su mamá. (+)
–Haceme un favor un segundo –le digo mientras le acerco el tacho–, escupí ese chicle por favor que quiero revisarte la garganta.
(+)
–¿Y eso qué tiene que ver con el dengue? –pregunta sin preguntar y resopla.
–Es para ver si tenés puntos rojos en el paladar y más atrás –le respondo y omito que el ruido me está enloqueciendo.
(+)
Chista y se lo saca, pero, en vez de tirarlo, lo sostiene en la mano. Resignada, apoyo el tacho. Busco en mis bolsillos un barbijo para ponerme. No encuentro. Maldigo el momento en que se me ocurrió que revisarle la garganta era buena idea. Voy para el office (+)
–¿Conseguiste los barbijos? –le consulto.
Saca la orden sin firmar del bolsillo y me la muestra con su sonrisa de siempre algo apretada y las cejas arrimadas hacia el medio,+
–Qué tema, necesito uno –le largo sin energías para putearlo.
–¿Ya?
–Y… Tengo que revisar una garganta…
Mete la mano en el otro bolsillo y saca uno enrollado. Me lo extiende.
(+)
–El último que me queda. Lo traje del otro laburo –confiesa otra vez sonriente.
Estiro las comisuras y me olvido de la orden sin firmar; solo quiero abrazarlo o, por lo menos, revolverle los rulos.
(+)
Vuelvo al consultorio con el barbijo puesto. La paciente se volvió a poner el chicle en la boca y lo masca con demasiado énfasis. Le acerco el tacho y esta vez no logro contenerme.
–Tirá eso, por favor, que es un asco –le ordeno.
(+)
La madre me mira y se ríe. Acto seguido me aplaude.
–Yo se lo vivo diciendo, pero no me hace caso. ¿No cierto que queda tan feo? –busca mi complicidad.
Lo pronuncia así “Nocierto”. (+)
La chica le pone cara de asquerosa, con el labio levantado de un extremo y la nariz hacia arriba, aunque, finalmente, lo tira.
Prendo la linterna y abre la boca. (+)
–Entiendo tu preocupación sobre un posible dengue, pero (+)
–¿Qué viaje a Paraguay? –me interrumpe la madre.
La hija chista en un intento de hacerla callar.
–Su hija me dijo que viajó a Paraguay hace poco… –pronuncio en busca de confirmación.
(+)
–¿A Paraguay? Habrá ido su mente, porque ella vive conmigo y no se movió de casa –sentencia la mujer.
Miro a la chica. Mis ojos demandan que me explique qué está pasando. Ella, con los cachetes rojos, baja la cabeza y fija la vista en sus zapatillas.
(+)
–Me dijiste que viajaste a Paraguay y que, por eso, por tu dolor de cabeza fuerte y por la fiebre que decís que tuviste, estabas segura de que tenías dengue –la increpo.
–¿Fiebre? –se mete otra vez la mamá–. ¿Cuándo tuviste fiebre vos?
(+)
La chica no levanta la cabeza.
–Mirame cuando te hablo –agrega la mujer con tono demasiado tranquilo.
Yo no tendría tanta paciencia.
La chica hace caso. Ahora está bordó.
–¿Cuándo tuviste fiebre vos? ¿Cómo no me dijiste? –la reta la madre.
(+)
–Es que tuve calor –contesta ella bajito.
–¿Calor? –agrego leña al fuego. Quiero que arda con todo–. ¿Calor o fiebre? Porque no son lo mismo.
La chica no responde. La madre se la queda mirando, hasta que frunce la frente y le pregunta a la hija:
(+)
–¿El Cutu no tenía dolor de cabeza ayer?
Ella no le contesta. La mujer sigue;
–Él estuvo en Paraguay hace poco –dice mientras se tapa la boca en señal de horror.
(+)
–Es que llegó anteayer, y después le explotaba la cabeza y transpiraba… –se excusa la hija solo ante su mamá–. Me asusté –larga finalmente con la voz entrecortada.
La madre la abraza. Yo –que todavía no sé si el Cutu es un pariente, un amigo, un novio o (+)
El abrazo dura lo que a mí me parecen varios minutos, aunque seguro solo fueron segundos. Finalmente se sueltan y la chica baja de la camilla.
(+)
–Disculpe, doctora. Se asustó al ver al novio enfermo –la excusa la madre.
Yo la odio por justificarla.
–Entiendo el susto. Pero estamos con un caos por el coronavirus, no hay dónde atender, y en la camilla que ocupó su hija, durante el tiempo que le dediqué, podría (+)
–Ya sé, disculpe. Es que usted vio, son cosas de chicos –sigue la mujer.
–En este momento no estamos para cosas de chicos –le ladro mientras le abro la puerta.
Quiero agregar que su hija no tiene diez años y que (+)
La chica se pega a la madre, no me mira. Juntas salen del consultorio.
–Mi chiquita. Te asustaste, mi nena –escucho que le dice la mujer.
Respiro hondo y cuento hasta cinco.
La híper-lacia se me acerca.
(+)
–Ahora sí me toca, ¿no? Porque no puede ser lo que esperé.
–Me fijo en la lista quién sigue y vengo –le largo y cierro la puerta antes de que pueda protestar.
Voy hacia la lista. (+)
–Espero que pueda ayudarme, porque ya no sé qué tomar –arranca.
–Empecemos por el principio –la freno–. ¿Nombre y apellido?
Ella sonríe como no hizo (+)
–¿Edad? –sigo.
(+)
–Hace años que ya no la cuento –bromea.
–Necesito anotarla en el libro –insisto sin reírme en lo más mínimo.
Estoy cansada y no va ni un tercio de la guardia. Hace un cuatro con la mano derecha primero, y luego forma un siete con las dos, (+)
mientras pronuncia “treinta y cinco” con tono jocoso. No le concedo ni media sonrisa.
–¿DNI? –pregunto.
Me dicta un número, se corrige, se vuelve a corregir y recién a la cuarta vez asegura que es el correcto.
(+)
–Es que ya casi no lo uso –se excusa.
No indago respecto a eso.
–¿Capital o provincia? –sigo seria.
–Madrid –contesta con el mismo orgullo que cuando pronunció su apellido.
Me informa, aunque yo no pensara preguntarle al respecto, por qué está acá:
(+)
–Es que vine a visitar a mi hermano que trabaja en un banco internacional muy importante, y de paso a vacacionar un poco. Y entenderás que allá el cóvid nos está azotando duro, así que opté por quedarme.
No dice coronavirus. Tampoco (+)
–¿Seguro del viajero tiene? –prosigo.
Ella hace que sí y me muestra en el celular la foto de una tarjeta. (+)
Para variar, el número al que hay que llamar es de España y desde el Hospital no están habilitadas las llamadas internacionales.
–Es excelente –aclara–. Yo presento factura y ellos me reintegran todo. El hospital les va a poder cobrar un dineral y usarlo contra el cóvid.
(+)
Ahora sí, sonrío. No tengo ni ganas de explicarle que no, que ante empresas del estilo el hospital jamás logra facturar un centavo y que, si se hubiera presentado en una clínica o sanatorio, probablemente la habrían atendido más rápido, con paquetería acorde a su persona, (+)
–¿En qué la puedo ayudar? –indago en lugar de eso.
–Ay, sí, sí, por favor. Ayúdeme.
–Si me dice con qué…
Ella baja la cabeza, lleva las manos hacia la misma y se separa el pelo.
(+)
–No puedo más –sentencia.
Yo me acerco y trato de entender qué es lo que me muestra. Me pongo un par de guantes y llevo mis manos a su cuero cabelludo.
–No toque que duele –me previene.
–Necesito revisarla –le contesto.
(+)
Apenas la rozo y pega un grito.
–Le dije que no toque –se queja.
Todavía no logré hacerme una idea del origen de las lesiones que me muestra. Solo noto que algunas tienen costra y que otras son algo sobreelevadas, pero nada más.
(+)
–Necesito evaluarlas, es un segundo –le pido.
Toco suavemente una de ellas e inmediatamente me pega en la mano. Sí, me pega. Me pega como hacía mi abuela cuando robaba papas de la fuente del horno. Trata de darle a mis dos manos en realidad, (+)
Quiero decirle que está loca, que cómo me va a pegar, pero ni eso me sale. Solo la miro. Revolea la cabeza hacia atrás y se acomoda el pelo.
(+)
–Son fUruúnculos –dice y lo pronuncia así, con “u” en vez de la primera “o”–. Me salen hace añares y me los han tratado eminencias, así que sé lo que son.
Me quedo con la vista fija en su cabeza, como si desde donde estoy pudiera llegar a examinarlos.
(+)
–Y en casa me aplicaba un preparado magistral fabuloso, pero acá se me acabó, y no sé qué lleva. Probé con lociones que me alabaron en la farmacia, cremas, hasta con "amoxildina"… pero van peor.
(+)
Tengo ganas de ladrarle que lo de ella no es urgente, que no es patología de guardia y mandarla por consultorio, pero temo que se ponga a gritar que la discrimino por “casi española” y que me queme las pocas neuronas que me quedan vivas.
(+)
–Es que la AMOXICILINA no sirve para eso –le digo en cambio, remarcando el nombre correcto de la droga que se auto-prescribió–, y tampoco sé si le vaya a servir el antibiótico que le vaya a dar, aunque seguro que es más acorde.
(+)
Pone cara rara, parece que hubiera olido una flatulencia que la paciente de enfrente no emitió, y creo que yo tampoco.
–¿Cómo que no sabe si me va a servir? ¿Y para qué me lo va a dar entonces? –se queja.
(+)
–Es que no soy dermatóloga –le aclaro–. Ni hay dermatólogos por guardia. Yo puedo recetarle lo que creo que puede servirle, pero, de no mejorar, va a tener que ir a uno.
–¿Pero cómo que no tienen? No puede ser. Mi hermano me dijo que ustedes eran un hospital (+)
–Justamente. Los hospitales serios no suelen tener dermatólogo de guardia. Es una especialidad que no tiene urgencias… –pronuncio, aunque se me ocurren dos o tres, pero todas pueden ser tratadas por un buen clínico.
(+)
–¿Y esto qué le parece que es? Porque no entiende usted lo que me duele –afirma en tono de víctima.
–Esto es una patología que, como usted misma me explicó, viene desde hace años. No entra en la definición de “urgencia” y, mucho menos, en (+)
–Ah, sí. Claro. ¿Cómo no? Así me ven en tres meses, sí. Me parece que usted está descargando su cansancio y (+)
Escucho el sonido de una camilla que avanza. Me dan ganas de rogar para que me acuesten ahí y me lleven a algún lugar lejos de este ser.
(+)
–Es que el sistema de salud está mal, en gran parte, porque la gente viene a la guardia por patología que no lo amerita –le ladro.
–Me parece ya que usted no sabe qué lo amerita y qué no –sonríe como si hubiera ganado la discusión.
(+)
Me callo. Saco un recetario y empiezo a escribir. Copio su nombre, su apellido, su DNI y le receto el antibiótico que le nombré, que es en comprimidos, y agrego otro que es una crema para las fosas nasales. Pongo la hora, firmo y sello. La mujer de la alergia ronca (+)
(+)
–No lo podés meter así –escucho un grito–. Acá viene solo lo que YO digo –se siente el énfasis en el “yo”.
Trato de reconocer la voz, pero no me suena. Me asomo. No veo a nadie gritando. Le entrego a la paciente ambos papeles.
(+)
–¿No piensa conseguirme un dermatólogo entonces? –se queja.
–Es que no tengo, señora. Ya le expliqué que no hay. Esto es lo que puedo hacer por usted –le señalo la hoja.
Ni amaga a leerla.
(+)
–Tome el antibiótico cada doce horas y póngase la crema en cada fosa nasal también cada doce horas. Lo de la crema en la nariz lo tienen que hacer todos los que vivan con usted, y también todos tienen que bañarse con clorhexidina –ya ni sé bien para qué le explico.
Ella (+)
La mujer de la alergia que roncaba se va deslizando hacia el costado y le apoya la cabeza en el hombro. La lacia total se levanta de un salto y se para junto a la camilla. (+)
–Una cosa más –me larga sin mirar los papeles que le entregué–, estuve con una amiga que vio a su hija que vino de Francia donde hay mucho coronavirus. Necesito que me hagan la prueba.
(+)
–Disculpe, pero no es así. La hija de su amiga debe hacer la cuarentena y, ya que estamos, su amiga también. Si la hija, o a lo sumo su amiga, empezaran con fiebre sumada a tos o dolor de garganta, ahí (+)
–¿Cómo que ninguna indicación? Si estuve con ellas.
–Estuvo con ellas que bien podrían estar sanas… Usted de lo que sí tiene indicación es de quedarse en su casa, porque acá sí que (+)
Abre grande los ojos, se lleva las manos a las mejillas y las saca enseguida. Sostiene su cartera de una de las manijas, la apoya sobre la rodilla que eleva en el aire intentando hacer equilibrio y revuelve (+)
–Peor no pueden estar –ladra mientras huye hacia la puerta del consultorio que abre con las manos recién limpias.
Se aleja sacudiendo el pelo igual que como vino y yo me trago el “Denos un par de semanas” que quisiera gruñirle.
(+)
–Todavía no está para mí –otra vez los gritos, otra vez la misma voz desconocida.
–¿Pero qué querés? ¿Que te lo pase cuando esté muerto? –contesta otra voz masculina. Esa sí que me suena y mucho, aunque no logro unirla con una cara.
(+)
–Octavo par –grita la enfermera de voz de pito que sé que está en el shock-room.
(El octavo par craneal son los nervios que se ocupan de la audición; hace referencia a que el paciente está escuchando).
Voy para ahí con pasos enormes. (+)
El clínico más joven pelea con otro médico que asumo que es el terapista. Entre ambos está mi paciente de la neumonía bilateral en una camilla con ruedas. Tiene la máscara de oxígeno conectada a un toma de la pared.
(+)
–¿Y si llega alguien peor? Este hombre es recuperable. Pasa que vos no te querés ocupar –sigue gritando el terapista.
–Ya le hicimos corticoides, nebulizaciones, necesita VNI –insiste el clínico joven.
Llamo al jefe. No atiende. (+)
–¿Qué hacés papá? –le dice el último al terapista.
Ambos abren los brazos y casi se abrazan.
(+)
–Le explico a este maleducado que acá no me mete pacientes como le piace.
–Yo no soy maleducado –arranca a defenderse el clínico joven.
Su compañero de especialidad levanta la mano y lo calla.
(+)
–Yo entiendo tu bronca por la invasión. Sé que sos celoso de las formas y de los espacios. Es que nuestro paciente venía mal y yo le dije a él que es más nuevo que se ocupe de traerlo para acá –miente–. Me entretuve con unas cosas, pero ya te iba a contar el caso.
(+)
–Ah, ¿es tuyo? –pregunta el terapista sin pensarlo demasiado–. Todo bien, entonces. Todo bien.
El clínico más antiguo levanta el pulgar y le aprieta el brazo a su colega para que permanezca callado.
–Gracias papá. Y perdón de nuevo –le chupa las medias un poco más.
(+)
Recién ahí la enfermera baja las manos enguantadas que sostenía en alto. Yo también me aflojo. Miro al ruludo. Sigue con la misma sonrisa de todo el día. Yo trato de buscar algo que me provoque un gesto similar. Revuelvo mi cerebro, pero en este momento no viene nada.
(+)
–¿Vamos? –me dice señalando el camino hacia los consultorios.
–Dame un segundo –le ruego y avanzo hacia la entrada de ambulancias.
Salgo. Respiro aire húmedo y busco el atado de puchos en el bolsillo. Me encuentro con la linterna que no limpié. (+)