–Nunca se puede ser lo suficientemente precavido –sentencia ahora con la sonrisa chanfleada. (+)
Parece notar mis ojos fruncidos y mi cara ladeada, ya que se disculpa y se sienta sobre el área que desinfectó. (+)
Sus manos se agarran del borde de la camilla y su cuerpo se inclina hacia adelante. (+)
–Necesitaría algo para… –dice mientras hace una especie de rulo con la mano derecha delante de su cara con la lengua afuera.
(+)
Apenas interpreto el gesto me apuro a alcanzarle el tacho que enseguida llena con un contenido estomacal entre anaranjado y rosa, todavía con restos sólidos. El mismo emana una fragancia ciertamente ácida, con un toque etílico también.
(+)
–¿Mejor? –le pregunto una vez que finalizó.
–Sí. Sí. Sí –hace una corneta con las manos.
Luego sube y baja la cabeza casi con violencia y me hace acordar a mi ahijado cuando le pregunto si quiere que vayamos a tomar un helado. (+)
–Sí. Perdón. Mejor. Mejor –pronuncia el hombre y retoma su sonrisa.
(+)
Me dan ganas de largarle que estamos en emergencia, que ya hay coronavirus en el país por si no se enteró y que no entiendo qué le parece gracioso de venir a la guardia por una borrachera, que al bicho este se lo puede contagiar acá o en el camino y que por qué (+)
–Papu. Me dicen el Papu. Me podés decir así –se ríe.
(+)
Junto las cejas y me quedo mirándolo. Él gira hacia el tacho y vuelve a vomitar.
–Necesito tu nombre y apellido reales para anotarte en la lista –insisto apenas termina.
–No tengo nombre –se ríe–. Soy el Papu o el hombre sin nombre –se ríe más aún.
(+)
Opto por no perder mi tiempo con él. Me coloco un par de guantes, le pongo el saturómetro y, mientras censa, le tomo la presión. Él se deja maniobrar como muñeco de trapo. Satura noventa y ocho y la presión da perfecto.
(+)
–Estoooy bieeen asííí –contesta haciendo como si fuera un megáfono con sus manos.
–Así te podés caer, y no quiero tener que suturarte la cabeza –remarco.
(+)
Se ríe y se acaricia el pelo. Saca otra vez el alcohol en gel y lo desparrama por toda la camilla con dos pañuelos de papel, uno en cada mano. Una vez que terminó, sopla encima y recién ahí me hace caso. Le subo la baranda y salgo. Desde la puerta lo veo acurrucarse (+)
–¿No me dejas tu termómetro? –le pido.
–Si lográs sacarlo –levanta los hombros y se señala el bolsillo del ambo que quedó debajo del casi traje de astronauta.
–Después –contesto y la veo alejarse con la chica que vino de España.
(+)
Respiro hondo y ruego para adentro para que, cuando esto explote –como sabemos que va a explotar, aunque muchos(+)
Hago órdenes para un suero y laboratorio para el borracho pulcro y vuelvo a evaluar cómo sigue. Desde la puerta veo que tose un par de veces y ruego que no se haya broncoaspirado. (+)
Voy para la lista. (+)
–Perdone la hora, doc –arranca–. No me quería exponer a los que vengan después por el virus. Porque esos a esta hora seguro que no vienen…
Me tapa la boca con su razonamiento y casi que lo felicito.
Lo siento en la camilla enfrente del borracho. (+)
–En un rato vamos –me contestan mientras siguen con el mate que todavía no se resignaron a no tomar.
Les robo una galletita y voy a llamar al próximo paciente. Recorro la lista. (+)
–¿Usté sí me va a internar? –me pregunta sin presentarse.
Habla apoyada sobre el borde con los brazos extendidos y las manos abiertas. Su cuerpo está inclinado hacia adelante. Le hago señas para que se siente, pero no lo hace.
(+)
–Fuimos a un médico y a otro y a otro –agrega la hija–. Le dieron remedio y nada. Y ahora la traje para que me la internen. Ya le digo que de acá no me la llevo –pronuncia firme y con cierto enojo.
Por un segundo pienso en contestarle que esa decisión (+)
(+)
Le pido al hombre de la panza para drenar que le cambie de camilla –porque solo la que está ocupando él tiene boca de oxígeno– y voy para el office de enfermería a buscar una cánula nasal. Vuelvo. La mujer tose como si se le fueran a salir los pulmones por la boca. (+)
(+)
–¿Desde cuándo tiene tos? –le pregunto a la hija.
La señora no puede ni hablar.
–Yo no tengo tos –acota el borracho y tose también–. La de la tos es ella, mírela –se ríe.
Lo ignoro y vuelvo a dirigirme a la hija.
(+)
–¿Hace cuánto que está así su madre?
–Desde el martes o miércoles. Pero yo no la abandoné. No. La llevé a un médico y a otro y a otro más. Todos los días la llevé. Me dieron pastillas blancas, redondas, largas, y unas amarillas… y ella, peor y peoro.
(+)
–¿Viajó a algún lado? –indago con miedo.
–¡Culpable! –grita el borracho muerto de risa.
Se sienta y vomita por encima de la baranda hacia el tacho.
Entran los dos enfermeros, cada uno con una bandeja. El canoso me mira.
(+)
–¿El Papu? –pregunta tragándose la risa.
Le señalo al borracho.
–Ahora entiendo todo –baja la cabeza–. Salvo el laboratorio por una borrachera atómica –agrega.
(+)
–Es que no para de vomitar –me justifico mientras le regulo el flujo de oxígeno a la paciente neumónica.
El enfermero levanta ambas manos en señal de que está bien y se acerca a colocarle un guante como lazo. El hombre tose y él me mira.
(+)
–Recién empezó así –le explico– y no puedo ponerle barbijo por el tema del vómito.
Igual, él y su compañero están con barbijo y guantes como yo.
–No vaya a haberse tomado bastantes coronas –se ríe de su propio chiste malo.
(+)
Su compañero le saca sangre al de la punción abdominal y carga los tubos. Yo no festejo el chiste y sigo con la mujer y la hija.
–¿Cuánto tuvo de fiebre? –le pregunto a la última.
–No le medí, pero hervía.
(+)
Me trago el reto y le pido a los enfermeros un termómetro. Apenas termino de pronunciarlo, recuerdo que no tienen. Le pido al que terminó de sacar sangre que prepare un corticoide para pasar endovenoso, una vía y que traiga también para sacarle sangre (+)
–¿Sale moco cuando tose?
–Sí, verde, a veces marrón.
– MEN-TI-RA –exclama el borracho–. No sale nada –agrega y sigue durmiendo.
(+)
Si tuviera una almohada, se la revolearía por la cabeza.
–¿Su madre es diabética, hipertensa, asmática, EPOC? –vuelvo a la hija.
–Nada.
–¿Fuma?
La madre hace que sí con la cabeza.
–Yo ya le dije que deje –se defiende la hija.
(+)
–¿Fuma mucho? –pregunto con miedo.
La señora sacude la cabeza en forma horizontal mientras la hija dice que sí.
–¿Sí o no? –les pregunto.
–Ahora casi un paquete por día. Antes como dos –informa la hija.
(+)
La madre hace con la mano para arriba y atrás.
–Es verdad –insiste la hija.
Veo complicada ya la cosa.
El enfermero aparece con la vía y demás y lo dejo hacer su trabajo. Miro al borracho. (+)
–A falta de camilleros, nos convertimos en delivery –se queja antes de que se lo pida.
(+)
Yo la miro con cara de que no entiendo.
–Y los jefes los avalan… –sigue–. ¿Qué importa si hay pacientes para atender? Que los atiendan los camilleros, porque nosotras tenemos que acompañar a los covid arriba. ¡Somos niñeras ahora, boluda! ¿Vos (+)
–¿Te tuvieron mucho arriba? –le pregunto.
(+)
–No la quería agarrar… Todo listo tenía, pero la habitación no estaba armada, y no quería que la dejara en el pasillo al lado de la puerta esperando, no vaya a ser que toque algo… Subir, dejarlos y bajar, así tendría que ser. O ni siquiera, porque nosotros no (+)
(+
Levanto las manos y le hago que frene un poco.
–Ya está. Respirá. Ya pasó.
–Es que no puede ser, boluda. Cobramos mierda. Mierda. Y nos van a hacer venir más horas seguro. ¿Y más horas para qué? Para hacer de niñeras… ¿Por qué no vienen más (+)
–¿Querés un caramelo? –la interrumpo.
–¿Qué?
–Que necesitás algo rico y solo tengo caramelos.
(+)
–No, gracias. Necesito… Necesito un muffin de arándanos. Eso necesito –afloja.
–De esos no tengo, pero en el estar hay unas galletitas sin sal con pegote de ese de durazno que están para chuparse los dedos –trato de hacerla reír.
Cierra los ojos, mete y saca aire fuerte.(+)
–Me voy a hacer un café –sentencia.
–Dale, pero dejame tu termómetro que tengo una mujer con neumonía –le pido antes de que se vaya.
Mete las manos en sus bolsillos. Las saca, las mira, putea y se apura a la canilla.
(+)
–Me olvidé de lavármelas –aclara.
–Seis de la mañana –contesto mientras pienso que no importa la hora, no nos podemos olvidar nunca más.
Se las seca en el aire, me da el termómetro y desaparece. (+)
Yo vuelvo al consultorio donde la señora tiene puesto un barbijo quirúrgico por encima de la cánula de oxígeno y la vía colocada. Quiero abrazar al enfermero. Le muestro a la mujer el termómetro y se corre la ropa para hacerle lugar en su axila. (+)
–Es una forma de cuidarme nomás. Los uso con todos –le explico.
El borracho se sienta en la camilla. Le pasó medio suero amarillo ya (lo tiene abierto a chorro).
–Tendría que ir volviendo –sentencia y comienza a despegarse la cinta.
(+)
–Ey, ey –le grito para que pare–. ¡No hagas eso!
–Es que ya estoy biennnn –prolonga la “N” del final–, y es MÍ bienvenida –dice estampando el índice derecho sobre su pecho.
Quiero gritarle que el único lugar (+)
–¿Bienvenida de dónde? –pregunto casi con miedo.
–United States! –levanta ambas manos en el aire en señal de victoria y agrega–. ¡Alto viaje!
(+)
–¿Qué pasa, doctora? –se lo nota dormidísimo.
–Tengo un probable corona y no hay barbijos –sentencio y justo el orientador sacude uno frente a mis ojos.
–Le dejé al orientador –contesta desde su ensueño.
(+)
–No sabía, perdón –me disculpo.
Cuelga. Agarro el barbijo y enfilo para el consultorio.
–Mirá que es el último –me previene el orientador.
–Me tendrías que haber avisado mientras hablaba con el jefe… –lo reto–. Ahora llámalo vos.
(+)
Ni amaga a marcar el teléfono.
Yo sigo mi camino. Para cuando llego al consultorio, el borracho está otra vez despegándose la cinta que le sostiene la vía y emitiendo un “Au” ante la depilación. Ya le pasaron tres cuartos (+)
–¿Y esto para qué? –se queja.
Ya no veo si se ríe como antes.
(+)
–Dejátelo puesto y quedate ahí un segundo –lo increpo.
Él vuelve a jugar con la cinta y sus pelos.
–¡Y basta de eso! ¡No tenés quince! –se me escapa.
La hija de la paciente de enfrente se ríe. Le pido que me siga y pregunta por su madre. (+)
–Ya la traigo –le digo mientras le señalo que lleve el bolso.
Viene y la guío al consultorio tres en que queda una camilla libre con oxígeno.
–Cuidale este lugar a tu mamá –le ordeno.
Con ayuda de uno de los enfermeros, (+)
–¿Qué pasa? –pregunta la hija–. Ese hombre tiene algo malo, ¿no?
Levanto los hombros. (+)
Regreso junto al borracho. Tiene el barbijo por debajo de la nariz. Se lo acomodo y lo reto. Él recorre con el dedo el cocodrilo de su chomba en forma de círculos.
–Papu… –arranco y no puedo creer que lo estoy llamando así.
(+)
–Para los amigos –retruca con el índice, que sacó recién del cocodrilo, en alto.
–Bueno, mejor, decime tu nombre y apellido entonces.
Los pronuncia mientras baja y sube el mismo índice, como si fuera una melodía. Ambos son compuestos. Yo anoto.
(+)
–¿Edad?
–Treinta y tres. Treinta y tres. Treinta y tres –contesta con ambas manos en torno a su barbijo. Las palabras las entona cual eco de música de boliche de esos a los que hace siglos que no voy.
(+)
–¿Capital o provincia?
–Coghlan.
–¿Obra social o prepaga?
–Las dos –hace un uno con el índice primero y luego sube el dedo medio. Repite el proceso tres veces.
(+)
Tose y se lleva las manos al barbijo. Claramente lo del codo no lo entendió y lo del barbijo, menos. Manotea alrededor en busca del alcohol en gel y se pone en las manos.
–Nunca se puede ser demasiado precavido –se ríe.
(+)
Le miro las pupilas. Son normales. Le tomo el pulso. Está bien. Igualmente parece drogado o, en su defecto, bastante dolobu.
–¿Y por qué no fuiste a tu prepaga? –indago.
(+)
–Porque la billetera… –se toca los bolsillos–. ¡No está! –levanta ambas manos.
Me hace acordar a mi ahijado cuando pierde algo, solo que mi ahijado dice “No tá” y es tierno. A este quisiera estrangularlo.
–Bueno –sigo–. ¿Cuándo volviste de viaje?
(+)
–Hace diez días –levanta las manos en el aire como si fuera un mimo y hace diez varias veces.
–¿Y lo de quedarte en tu casa dónde quedó? –lo reto.
–Cuando volví no estaba –afirma.
(+)
Ya no sé si miente o no. A esta hora mi cerebro no logra hilar cuándo empezamos con todo esto.
–Pero ahora sí –insisto.
–La fiesta ya estaba planeada –levanta los hombros y baila.
–Ahá –murmuro.
(+)
Me trago el “no podés ser tan egoísta, pedazo de tarado” que le quiero escupir, y sigo con el interrogatorio.
–¿Tuviste fiebre?
–No sé. No sé. No sé –contesta otra vez haciendo eco.
Le pongo la mano enguantada en la frente y la siento algo caliente.
(+)
Me acuerdo del termómetro de mi compañera que le saqué a la mujer de la neumonía, agarro el alcohol en gel del paciente, le tiro un poco encima y se lo pongo a él.
–Sí, hacé como gustes, claro, claro –pronuncia con voz jocosa.
(+)
Levanta los índices para arriba y para abajo de forma intercalada. Con mi mano enguantada le sostengo el brazo contra el cuerpo mientras lo miro con casi todo el odio del que soy capaz. Apenas suena el aparato, se lo saco y me fijo. (+)
Quiero gritarle e incluso pegarle. En vez de eso, respiro hondo, cuento hasta cinco y le informo que se va a tener que quedar internado.
–No, no –contesta–. Yo me tengo que ir, es MÍ bienvenida.
(+)
–Vos no te podés ir a ningún lado, porque puede que tengas coronavirus y vas a contagiar a todo el mundo si es así.
Recién ahí se queda quieto, me mira, se lleva las manos a los costados del barbijo y abre grandes los ojos. (+)
–¿¡Queeeé!? –grita acto seguido.
–Lo que escuchaste. Así que te quedás.
Inclina la cabeza hacia un costado y se acuesta de nuevo con las rodillas al pecho (+)
–¡Qué pedazo de forro! –acota.
(+)
–Gracias, doctora. Y perdón. Perdón. Perdón –me larga.
(+)
Lo quiero asesinar. Llegamos. La habitación no está lista. Le informo al clínico que tengo que bajar para el pase y se lo dejo antes de que pueda protestar. Vuelvo. Mi compañera está viendo un dolor abdominal en el consultorio que dejé libre, (+)
Le hago señas para que salga y le explico.
–La reputísima… –empieza.
–Perdón –me disculpo sintiéndome sumamente culpable.
(+)
–La reputísima él –me aclara.
Miro la hora. Son las ocho menos veinte. Voy al consultorio tres y les pido a la mujer de la neumonía –que ya respira mejor, y a la que le dejo la orden para la placa para cuando aparezcan los camilleros–, (+)
–Solo les pido que me hagan caso –contesto con las pocas fuerzas que me quedan–. Es para cuidar a sus conocidos+
Camino hasta donde está mi compañera antes de que sigan con las preguntas. Ella ya cambió de consultorio y puso un cartel en el otro de que no se puede usar hasta que lo limpien.
–¿Te jode hacer el pase? –le pregunto–. Necesito bañarme y sacarme esto.
(+)
Sube y baja la cabeza. Le cuento los pacientes que dejo y se los anoto por las dudas. Le agradezco y rajo para la habitación.
Entro. Busco la mochila con la ropa con la que vine de casa y me encierro en el baño.
(+)
–Seguro que no es nada –me contesta y sigue en lo suyo.
(+)
Le pido a los de la guardia entrante que le avisen a los de mañana que necesito los resultados del hisopado del borracho. Me dice que sí y que me cuide. Me alejo y murmuran. Escucho un “qué cagada”, un “estamos al horno” y un (+)
Voy para la parada del colectivo. La gente pasea como si nada. Una pareja mayor pasa por al lado mío.
–Quédense en sus casas –les digo–. Esto se va a poner feo.
(+)
Me miran con cara de que estoy loca y se van. Aparece una madre con un nene en bicicleta. Le digo lo mismo y me contesta que estamos lejos de china. Pienso en lo mal que nos va a ir si no prohíben pronto que la gente salga de sus casas. (+)