En la casa de un amigo había una habitación fuera de la casa principal. En la habitación había dos camas, un baño y un televisor. También había una tanga, una tanga limpia. Sí, a veces hay que aclarar. En la casa de mi amigo había una tanga y yo nunca me había probado una tanga.
En la casa de mi amigo también había un espejo demasiado alto colgado de la pared. ¿Ven a dónde voy? ¿Todavía no? Será cuestión empezar por ahí.
No es un problema mío. Todos los hombres lo hacen. Bueno, no todos, pero la mayoría. Empiezan por esconderse el pito y los testículos entre las piernas y caminan. Siguen por meterse el slip o el boxer bien adentro de la raya del culo y caminan. Siempre caminan.
De nuevo, lo hacen todos. Se prueban ropa dos o tres talles menos que su tamaño y caminan. Se afeitan el pecho y las bolas y caminan. Gente. Gente en conserva esperando salir. Esperando ser salvada.
Un amigo, no el de la tanga y el espejo, sino otro sin tanga ni espejo, esperaba a que sus padres salieran para ponerse vestidos estampados con flores y desfilaba en una pasarela que inventaba yendo del baño al living. También supe de otro que practicaba caras en el espejo:
apretaba el morro y sacaba los labios hacia afuera como si fuese a darle un beso a un oso hormiguero. Si eso no alcanzaba, buscaba entre los maquillajes de su madre o su hermana y se pintaba con algún labial con colágeno o color Rojo Afrodita.
El Celeste Cielo de Enero era su preferido, pero le parecía demasiado celeste.
Había escuchado historias. Había escuchado historias y no estábamos solos. No solo eso, mi curiosidad tampoco era tan ridícula.
Después de todo, una tanga no es más que una tanga y un hombre probándose una tanga no es más que un hombre probándose una tanga. Hombre. Para ser un hombre hay que hacer más que eso. Según papá, un hombre no tiene miedo.
Según papá, un hombre no llora, un hombre no muestra debilidad, ni dolor, ni pena. Papá habría confundido un robot con un hombre y un hombre con la mesa del comedor.
Necesitaba una excusa. El sentido de probar algo nuevo es que eso nuevo sea íntimo. Las pruebas deben ser privadas. Así que le pedí a mi amigo, pero estoy harto de decir amigo, así que llamémoslo Nahuel; que fuese a comprar una cerveza. Tal vez dos. Le dije que me sorprendiese.
Eso lo haría tardar un rato, lo suficiente para intentar. Dijo que sí inmediatamente. Era febrero. Era febrero y eran las cuatro de la tarde. Entré al baño vestido, salí del baño solo con la remera y mi nueva ropa interior. Tanga. La palabra me causaba tanta gracia como ahora.
Era una tanga Rosado Exótico, demasiado Rosado Exótico si la comparaba con mis piernas Blancas Culo de Bebé. Se sentía como cuando nos queda algo entre los dientes. Simplemente sabemos que hay algo que no anda bien y necesitamos pasarle la lengua.
Al coso de entre los dientes, digo, no a la tanga. Se sentía extraño, ajustaba en la parte de atrás, era como si me quisiese cortar en dos con un hilo de diamante empezando por el culo. Y las bolas. Una siempre quedaba afuera del triangulito que debía cubrirme la entrepierna.
No era mi talle, pero tampoco era mi tanga. Según papá un hombre debía usar slip y mirar futbol con un porrón de cerveza en una mano y el pito en la otra. Papá tendría que haber sido un objeto de estudio. Disciplina que lo necesitase, ahí debería ir papá.
Un hombre y una tanga. ¿Qué puede salir mal excepto lo que salió mal?
Era perfecto. Todo estaba en orden menos un testículo o el otro, pero a los fines prácticos bastaba. Después de todo, lo que importaba era el culo. ¿Cómo se ve el culo de un hombre en ropa interior femenina?
El espejo estaba demasiado alto y por más que torciese el cogote para alcanzar a verme la espalda, era imposible.
El plano debía ser perfecto. Rosado Exótico con volados sobre la piel peluda de un hombre Blanco Culo de Bebé parado sobre baldosas que imitaban un piso de parquet Marrón Roble. A veces no basta con ser, sino que tenemos que ser otra cosa más.
Los blancos, más blancos; los rosados, exóticos; los celestes, de enero. Los hombres, algo más que hombres. Y el espejo estaba demasiado alto, tan alto que solo podía verme la cara y el pecho sobre un marco de cartón que quería parecer madera. Tenía que apurarme.
Las cervezas estaban en camino y yo en culo, o semiculo, tratando de mirarme la raya en una habitación vacía que no era la mía. Caminé hacia atrás, intentando entrar de cuerpo entero en el reflejo del espejo. Un paso, dos, tres. Nada.
Podría haber descolgado el espejo de la pared, pero en ese momento no era tan creativo. La vida hace sentido luego y nos pone en situaciones que tenemos que resolver. Para un tipo que no descuelga un espejo, solo queda saltar.
Saltar cuesta lo que cuesta ponerse una tanga y mirarse el culo en el espejo. Saltar. Es como leer. Es otro tipo de salto, pero un salto igualmente. Leer y perder noción del tiempo, del espacio y de los otros sentidos.
Sin escuchar, sin parpadear, sin hacer nada que no tenga que ver con leer. La tanga es un libro. El espejo es la secuela. El salto, la obra que termina la trilogía. No importaba nada más que elevarme lo suficiente como para ver mi culo seccionado por el Rosado Exótico.
No importaba nada más, ni que llegara la cerveza, que llegara mi amigo o que el techo de la habitación fuera tan bajo, tan bajo como lo que uno pudiese elevarse de un salto.
Cuando desperté mi amigo todavía no había llegado. No tenía el celular cerca, ni reloj de muñeca y en la habitación no había reloj de pared, solo el espejo. El espejo. Un salto. Perder la percepción del tiempo y el espacio.
Un salto y un charco de sangre en el piso Marrón Roble de imitación. Olía a óxido y a lavandina. Olía a mareo y a masa encefálica. Estaba tirado en el suelo, la cara pegajosa de sangre y tenía una tanga color Rosado Exótico metida en el culo. El espejo seguía en su lugar.
La casa seguía en su lugar, pero yo no sabía quién era, qué hacía, qué me había hecho poner una tanga. Me levanté como pude, haciendo fuerza con las manos sobre el rojo de todo lo que tenía en la cabeza y tratando de ignorar la puntada que se me enterraba en el cerebro y
me hacía sentir un chillido eléctrico. Azul. Azul eléctrico. El espejo. No debía mirarme al espejo. Caminé sin mirar al frente, pero apoyándome en todo lo que tenía en el camino. A cada paso sangre en el suelo, sangre en el televisor, en las paredes en el picaporte del baño,
en los pantalones que tardé diez minutos en calzarme. Me revisé los bolsillos y vi que tenía unos billetes arrugados. Sangre sobre los billetes, sobre el fundillo de los bolsillos del pantalón. La huella de la vida que se me escapaba por la cabeza. “Tanga”, me dije.
No me había sacado la tanga. Y caminé hacia la puerta. Más sangre y un ardor en el culo, bien adentro del culo.
Paré un taxi y me senté en el asiento trasero. Si hay algo peor que tener una tanga puesta y estar muriendo desangrando por un golpe en la cabeza, es todo eso, pero sentado en el asiento trasero de un taxi. Le pedí como pude que apagara el aire acondicionado y que acelerara.
El viento en la cara. El viento en la herida de la cabeza. Sangre sobre el cabezal del asiento trasero de un taxi. Al tiempo que me acercaba al Hospital Fernández, otra puntada en la cabeza y otra sobre el pensamiento.
Cuando uno se está muriendo, pero mira de cerca y en primera persona el proceso, no necesita distracciones. Es como cuando uno lee. Es como cuando uno se prueba una tanga para ver cómo le queda. Necesita la atención y la sangre y la vida en un solo lugar.
Los billetes y las manchas de sangre y la reacción del taxista y la constante presión de saber si los billetes serían suficientes. El taxímetro estaba bloqueado por el asiento delantero como en todos los taxis de la ciudad, así que era cuestión de esperar, no morir y ver.
La verdad es que no morí, sino no estaría contando esta historia. No morí y llegué al hospital. Si tengo que ser sincero, hubiese preferido morir para no ver lo que vi. Si hubiesen deambulado personas, tal vez me hubiese sentido más a gusto, casi como en casa,
pero yo no era una persona, era una especie de muerto vivo buscando entre la agitación y el cansancio sin sangre, que alguien me devolviese la vida. Que alguien me llevase al punto en el tiempo justo antes de la tanga. Si llegaba hasta la fila estaría salvado. La fila. La tanga.
El hospital. El taxista. Los billetes. La fila. La fila de la guardia de un hospital puede ser el único hilo que une la vida y la muerte. Era mi caso, pero también era el caso de todo el resto de la fila. Gente, gente en conserva. Gente en conserva esperando ser salvados.
Si alguien te salva la vida, esa persona es responsable por uno y por el resto de la vida de uno. Si alguien te salva la vida, te recordará por siempre. Gente en conserva a la espera de algo. Un hospital es un gran reservorio de ángeles que tienen permitido olvidar.
No es como cuando un desconocido te aplica la maniobra de Heimlich. Es todo lo contrario. Hay un contrato legal de intentar por todos los medios preservar la vida sin hacerse responsable. De alguna forma es un alivio. Nadie quiere vivir con la responsabilidad de otra vida.
De otra vida en conserva. No es un problema mío. Todos los hombres lo hacen. Y la fila. Ocho personas adelante. Ocho personas visibles con problemas invisibles atrás de heridas visibles. Si me alejaba de la pared, me moría. Si respiraba de más, me moría.
Si hablaba, me moría, así que contaba con que el tipo de los turnos supiese leer mentes. Si es que todavía quedaba algo a lo que llamar mente. No me malinterpretes, sé que los budistas ponen la mente en el corazón y que los hindúes dicen que la mente se vuelve Brahman.
No hablo de eso. Hablo de la vida. No de una visión de la vida, de la vida que se te escapa entre la costra de sangre seca y pelo y el polvo del suelo de la habitación separada de la casa principal de mi amigo.
Si podía pensar en algo, no era en eso en lo que estaba pensando. ¿Serían todos y cada uno de los monstruos de la fila víctima de su propia estupidez? No digo que todos se hubiesen querido probar ropa interior, pero qué si la nena de allá había querido mirar demasiado de
cerca un taladro neumático, o el tipo de adelante de todo, había perdido el brazo por meterlo en donde no debía. Meternos cosas. Una tanga, una mecha radial, un aro, dos, mil. Meternos dentro de cosas.
Había escuchado historias de tipos que ataban una toalla al picaporte de la puerta y se rodeaban el cuello, se dejaban caer y se masturbaban hasta llegar al clímax casi sin aire. Hay distintas formas de ver las estrellas además de la de salir de casa y mirar hacia arriba.
Meterse cosas dentro. Meterse dentro de cosas. Eran solo historias invisibles de personas visibles. Y yo ahí, uno más. Una idea mal ejecutada, un salto y a la morgue. Bueno, no todavía. Si podía pensar en otra cosa, no era en eso en lo que estaba pensando.
Debería haber pensado en mi vida, pero no podía sacarme de la cabeza casi sin sangre a mi amigo abriendo la puerta y viendo el desastre que había dejado. Al menos no encontraría la tanga.
¿Qué es peor después de todo, desangrarse o usar ropa interior del otro sexo para verse en el espejo? En ese momento pensé que no volvería a ver las estrellas. Y la tanga y la fila y los monstruos. Si respiraba de más me moría. Necesitaba otra distracción.
La fila avanzaba a paso de hombre, pero no eran hombres los que hacían la fila. Éramos nosotros, menos que hombres. Hombres con tangas y la cabeza rota y sin ojos y cubiertos de gasas. A los lados pasaban enfermeros y enfermeras, hombres y mujeres que podías haberte encontrado
la noche anterior completamente borrachos prendidos a una canilla de cerveza en un bar del centro. Hay señales. Siempre hay señales. Codos raspados, rodillas chamuscadas. Un taco roto. heridas fuera del hospital tratando de ser heridas de hospital.
Todos lo sabemos, pero nadie dice nada. Es preferible callar. No es un problema mío. Todos los hombres lo hacen. Nadie quiere saber qué guarda el interior de los pantalones de un tipo en la guardia de un hospital.
Nadie quiere saber que la persona que puede salvarte la vida estuvo a una pinta de un coma alcohólico unas horas atrás.
Uno atrás de otro. Media hora, una hora. Uno atrás de otro esperando ser salvados. Podía sentir la costra de mugre y sangre haciendo presión para salírseme de la cabeza. La vida se abre camino. La muerte también. El turno de la nena sin ojo. El turno del de la silla de ruedas.
El turno de uno en muletas con la remera rota y un tajo desde las costillas hasta casi llegar al cuello. Historias invisibles de gente visible. Gente en conserva. Estaba a dos personas. Estaba a dos personas de salvarme y la puerta principal se abrió de par en par.
La fila entera mirando. Nuevos futuros cadáveres mirando al recién llegado. Gente en conserva, esperando su turno y el nuevo favorito entró acostado en una camilla, más muerto que el resto. Sin remera, sin color.
Seguramente sin una tanga puesta en el culo debajo de los jeans cubiertos de Rojo Afrodita. A veces tenemos que ser más de lo que somos. A veces tenemos que ser menos. Entró arrastrado por dos tipos de blanco. Del mismo blanco de la borrachera de hacía unas horas.
Ángeles irresponsables. Entró e inmediatamente estuve salvado. Las heridas se cerraron, las punzadas desaparecieron. La laguna que salió de mi cabeza ya se había secado sobre el suelo de madera de imitación. La tanga ya no era importante.
Había escuchado historias. Historias de personas visibles con problemas invisibles. Historias de hombres que se escondían el pito y los testículos entre las piernas y caminaban. Historias de hombres que se metían el slip o el boxer bien adentro de la raya del culo y caminaban.
Siempre caminaban. Historias de gente en conserva esperando salir. Esperando salir caminando. Esta no es una de esas historias. Tal vez haya sonado así al principio, pero ya nada importa. En aquel momento no importaba nada más porque el recién llegado, el nuevo muerto vivo,
pero más muerto que el resto, era Nahuel, mi amigo, el de la habitación separada de la casa principal; el de la las cervezas, el de la excusa para que yo me probase ropa interior ajena.
Era Nahuel con un balazo en la espalda y un agujero de salida del tamaño de un puño sobre el pecho.
FIN.
Si llegaste hasta acá es porque leíste todo lo anterior y no puedo estar más agradecido, sobre todo cuando un #Hilo de #MartesDeHistorias es tan largo.
Espero que lo hayan disfrutado y sepan que les estoy agradecidísimo! Si pueden compartir, bienvenidísimo ❤️
GRACIAS!
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Me obligué a recopilar todas las publicidades, packagings y anuncios que voy subiendo para no ir repitiendo y que las puedan ver todas en el mismo lugar. Va un hilo infinito 👇
Sí, mis historias son de gente rota. De gente que empieza mal y termina peor. Hoy quiero contarles otra historia y hacerles una promesa: que todo, siempre, está bien.
En octubre de 2019 estaba solo, solo deprimido y con problemas de alcohol.
Eu, cuando digo “problemas”, no estoy hablando de verdaderos problemas. Hablo de que tomaba, tomaba más de la cuenta y, cada cierta cantidad de noches perdía la consciencia.
Sí, claro, hablaba con gente, de hecho, trabajaba.
Muchos saben de qué trabajaba y mi trabajo siempre se basó en escribir para otros. Así que estábamos en contacto. Incluso con muchos de los que están leyendo hoy.
Les prometí una historia de infidelidad. Estos son los recuerdos de cuando era chico y mamá tenía una amiga que pasó a la historia. Pasó a la historia porque nunca más la volvimos a ver, un poco por la vida, un poco por SU vida. #AbroHilo
Vamos a decir que Alejandra se llamaba Alejandra, solo para preservar su nombre. Divina. De verdad. Era de esas personas que jamás pasaba percibida, pero siempre por las razones correctas. Me guío por recuerdos y el sexo no vivía en mi cabeza, pero puedo decir que era atractiva.
Alejandra tenía un novio, Gustavo. Gustavo era de esos tipos que hacen de todo y lo hacen bien. Lo hacen bien y en el momento adecuado. Si Gustavo hubiese querido poner un vidrio templado en el celular, seguro lo hubiese hecho sin burbujas. Así era él. Juntos, eran perfectos.
No solo es un tweet vacío y desalineado, sino que hasta tiene errores de ortografía.
Una vez más (porque a veces es una cuestión de repetición): marcas, no tuiteen por tuitear, no se suban a una tendencia por subirse y, si no suma lo que dicen, quédense callados.
Y arrobaron a la China. O sea, peor en esta no pudieron haber entrado, no? Háganse un favor y dedíquense a dar servicio de telefonía, no a comunicar. Irónicamente, deberían ser buenos en eso.
Y ahora me empezaron a seguir. El criterio es maravilloso.
Hoy es mi última noche en casa. Estábamos mirando una película en casa y, ni bien terminamos, salí al patio porque escuché gritos. Una voz de hombre que gritaba y gritaba. Me subí a la medianera y vi a los vecinos también tratando de ver qué pasaba.
Los gritos venían de atrás, del jardín público que está en la parte del fondo de casa. Me asomé un poco más desde arriba de la pared y vi a un pibe de unos 20 años reputeando a la que calculé era la novia. Ya se estaba pasando unos pueblos con el volumen y las puteadas.
La piña le decía “Gordon, it’s not like that, it’s not like that, calm down”.
Miré a los vecinos y me sonrieron. Le pegué un grito: “Gordon shut the fuck up, we have kids here”.
Silencio. Veo al pibe que encara para la calle. La piba estaba llorando.
Esta historia termina con una foto. Esa es mi promesa y la base de esta historia. Entonces el juego es así: si llegás al final, hay una foto, una foto nada casual, nada común; una foto que llegó de casualidad. #AbroHilo 👇🏻
Hacía rato que no me tomaba vacaciones y la madre de mi hijo no conocía Bariloche. Simple, ¿no? Una semana antes del vuelo, empezamos a planear con garabatos en una libretita de cuero qué íbamos a hacer cada día.
Yo, con más aspiraciones que ella, había plagado mi lado de la hoja con dibujitos de montañas, botes de rafting y kayaks. Pero de nuevo, eran aspiraciones, estaba claro desde el principio que no iba a poder hacer mucho de lo que tenía planeado. Pero Bariloche es Bariloche.