Esta historia termina con una foto. Esa es mi promesa y la base de esta historia. Entonces el juego es así: si llegás al final, hay una foto, una foto nada casual, nada común; una foto que llegó de casualidad. #AbroHilo 👇🏻
Hacía rato que no me tomaba vacaciones y la madre de mi hijo no conocía Bariloche. Simple, ¿no? Una semana antes del vuelo, empezamos a planear con garabatos en una libretita de cuero qué íbamos a hacer cada día.
Yo, con más aspiraciones que ella, había plagado mi lado de la hoja con dibujitos de montañas, botes de rafting y kayaks. Pero de nuevo, eran aspiraciones, estaba claro desde el principio que no iba a poder hacer mucho de lo que tenía planeado. Pero Bariloche es Bariloche.
Incluso con un bebé que apenas caminaba y que todavía no tenía un peso considerable como para romperme la espalda, Bariloche da y da mucho a todos. Créanme que da más de lo que uno espera.
Día 1: Cerro Campanario y Cerro Otto. Claro, no fuimos al Cerro Otto, pero el campanario estuvo bien. Decidimos subirlo caminando porque teníamos demasiado tiempo que matar. Mi hijo sobre mi espalda en una especie de mochila que se volvería el elemento más importante del viaje.
Ya saben el resto, subida, transpiración, paisaje, parada, chocolate caliente, torta, un tweet que decía “la superioridad estética y moral del aire montaña y etcétera”; selfie, foto familiar, más paisaje, descenso. A la noche, cerveza en un bar del centro y a dormir al bebé.
Todos los días terminarían igual, así que no esperen mucha data de las noches barilochenses de este humilde servidor.
Día 2: Cerro Catedral. Lo encontramos vacío. Real, eh, entre base y pico, no nos habremos cruzado con más de 20 personas. Y saben todo lo que pasó en el medio:
anteojos de sol porque la resolana bla bla bla, aerosilla, teleférico, que la campera acá, que el bebé tiene frío, que “mirá ese chiquito cómo esquía”, que “mirá, acá hay nieve”, que un tweet que decía “la superioridad estética y moral del aire montaña y etcétera”.
Cerveza, sanguchito montañés o picada, descenso y bar del centro. Hermoso. Dormir al bebé.

Día 3: Colonia Suiza. No me voy a extender demasiado. Digamos que fui una y dos y mil veces en mi vida para siempre corroborar que es el lugar más sobrevalorado de la Tierra. Sigo.
Día cuatro, día cinco, día seis, y así.

Digamos que el día siete teníamos una excursión al Cerro Tronador. Si nunca fueron, les digo que vayan. Si nunca fueron y quieren tomar la camionetita, preparen la billetera y el culo, porque es un viaje largo.
Otro dato, no vayan con bebés. Otro dato que viene a colación con el dato anterior: no vayan con mi hijo cuando es bebé. No viajen en el tiempo, no lo busquen, de verdad les digo. La cosa es que Tony no paró de llorar. Era lógico, la madre y yo queríamos montaña.
Él quería otra cosa, pero que nunca llegamos a saber. La camionetita era una camionetita e iba llena. 50/50 de parejas mayores y parejas entre los 20 y los 30. Bueno y nosotros, los únicos con un bebé. Montaña, paisaje, llanto, repetir.
La madre de mi hijo no hablaba español en ese momento, por lo que hablábamos entre nosotros en inglés. La gente de la camionetita parecía entender todo lo que decíamos y deben haber escuchado mi nombre varias veces porque evidentemente a alguien le hizo ruido.
Corto a cuando frenamos para picar algo.
A mitad de camino había una casucha de montaña, chica, rústica y con comida carísima. No, no me estoy quejando. Lo que se ve desde ese punto del universo es increíble, así que cualquier cosa que haya pagado era poco.
Pero Tony no paraba de llorar, así que decidimos comprar lo más simple que tuvieran en el buffet y comer algo afuera, cerca de la tranquera, sentados en el pasto. Tony parecía querer eso, ver los animales, la montaña, tocar el pasto con los pies y las manos, comer tierra.
Ya saben cómo son los bebés. Y era increíble, ovejas acá, gansos salvajes allá, el Cerro Tronador con la cima coronada con una nube que le hacía de capucha pronosticando que se venía una tormenta de la san puta. Hermoso.
Selfie, paisaje, foto de Tony, un tweet que decía, etcétera, otra selfie. Todo hermoso.
Los que terminaban de comer, salían de la casucha y se prendían un cigarrillo o iban al baño o estiraban las piernas y los brazos de forma exagerada.
Nosotros, todavía en el pasto, hacíamos jugar a Tony y acompañábamos el ritmo eterno de su “meterse comida en el morro”. No sé porqué siempre que cuento esta parte de la historia, me la imagino en cámara lenta:
un pájaro negro volando bajo, una oveja desbocada que chocó con la tranquera y una reacción en cadena: un caballo asustado, otro, otro. Una nube de polvo que se levantó como reacción al galope y tres caballos salvajes corriendo hacia mí. Hacia la madre de mi hijo.
Hacia mi hijo de un año.
Si siempre cuento esto en cámara lenta es porque sucedió en cámara lenta a pesar de que los caballos no respetan la cantidad de cuadros por segundo que uno quiera agregarle a la acción.
Dicen que el cerebro nos da lo que necesitamos para sobrevivir el momento que estamos viviendo. Cuando percibimos peligro, el cerebro reacciona y estimula las glándulas para emitir más de esto, más de aquello, más de eso de más allá.
El resultado es una percepción mayor que aumenta la posibilidad de supervivencia. Veía el mundo como en fotos espaciadas, pero no pude evitar alzar a Tony y correr para donde me salió correr. Estaba seguro de que iba a morir, pero tenía que salvar a mi hijo.
Un grito y una especie de gaucho punk. Los caballos se frenaron. El gaucho punk silbó y los pingos lo siguieron. Pin-pam-pum. Mi cerebro al pedo, pero mi hijo a salvo. La madre de mi hijo también a salvo un poco más lejos.
Eso y una multitud reunida en un semicírculo mirando toda la secuencia. Un tipo grandote aplaudía no sé qué y una pareja se nos acercó para ver cómo estábamos. Mientras dejaba a Tony con la madre y me prendía un cigarrillo contesté lo protocolar:
“qué susto”, “la puta madre”, “no entendí nada”, “estamos bien, estamos bien, gracias”.
El semicírculo había vuelto a sus actividades normales, a sus cigarrillos y celulares y bebidas. Nos llamaron a todos desde la camionetita y seguimos camino al Tronador.
Volvimos a hablar inglés, pero la camionetita comentaba en español. La comida ya no les parecía importante, ni siquiera el paisaje. Los ojos estaban en la familia que estuvo a punto de ser aplastada por tres caballos enloquecidos. Una risa, otra.
Un “ya pasó, pero menos mal que están bien”. El recorrido siguió y la visita al Cerro fue hermosa. Todo perfecto. Tony siguió llorando, pero llorar significaba que estaba vivo y después de lo de los caballos, lo único que quería era que Tony llorara.
“La superioridad estética y moral del Cerro Tronador”. Sí, fue un tweet. No estuve muy creativo ese día, pero el paisaje jugaba a mi favor. Y volvimos, volvimos entre llanto y la camionetita revoleándonos contra los lados y más español e inglés y bar del centro y dormir a Tony.
La mañana del día ocho empezó con lluvia, como había pronosticado la montaña y decidimos que tendríamos un día tranquilo, haríamos un poquito de ciudad y restaurantes. Nada de animales sueltos ni cosa rara.
Queríamos que lo más extraño que nos pasase ese día fuera recibir un mensaje de texto inesperado y “turururu”, mi mamá.

“Uri, ¿están bien? Una exalumna mía estaba en la excursión al Tronador que hicieron ayer y me contó lo que pasó. Mirá”. Y al mensaje le siguió una foto.
Mi cerebro a tope. Sustancias, dopamina, adrenalina, cortisol. Tony a salvo, pero en peligro ante mis ojos. Dicen que la tragedia, o la casi tragedia, con el tiempo, se vuelve comedia.
Quiero contarles que es cierto, porque le respondí, “si vieja, estamos bien. Jajajajaja, la puta madre”.

La foto era esta y así me veo en cámara lenta.

FIN.
Gracias una vez más por ser parte de un #MartesDeHistorias, por leerme hasta el final, compartir y comentar ;)
Gracias por bancarme cuando hago lo que amo ✍🏻♥️
Ya pueden leer la historia en #Medium y encima me ayudan a juntar unos manguitos!
Gracias! urieldesimoni.medium.com/estamos-bien-f…

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11 May
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20 Apr
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