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#CosasQuePasanEnLaGuardia #101. Once de la mañana. Llamo a una paciente con dolor abdominal. Avanza lento, encorvada hacia adelante, apuntando hacia mí con su pelo oscuro y lacio. Apenas le veo las cejas despatarradas. Parece de catorce y viene sola. En cuanto llega a la (+)
(-) puerta le pregunto la edad por si corresponde que la vean los pediatras.
–Dieciocho –contesta con la voz parecida a la de los pacientes taponados con la panza a punto de explotar que desde el baño informan que “están tratando de hacer”.
(+)
(-)
Por las dudas le pido el DNI. Responde que no lo trajo. Le indico que pase y decido hablar después con la trabajadora social. Estira el brazo para apoyarse en mi hombro; se lo presto. De a poco llegamos junto a la camilla. Recién ahí noto su nariz corta con la punta hacia (+)
(-) arriba: es sumamente parecida a la de mi abuela. Me invade un cariño inesperado.
–Vamos a sentarte –le indico.
Hace que sí con la cabeza, se apoya con la mano libre e intenta enderezarse sin éxito.
(+)
(-) Le pido que espere y llamo al celular del camillero más copado que sé que está hoy. Me contesta que está con la camilla en quirófano esperando a un paciente para llevarlo a la habitación. Me asomo al pasillo: nadie. El hombre diabético de la camilla de enfrente –que estaba(+)
(-)acostado mirando a la pared y cada tanto emitía un ronquido– gira hacia nosotras. Bosteza, se sienta, cierra la chapita del suero –que le estamos pasando a chorro para bajarle el azúcar–, lo descuelga y se levanta.
–A ver, nena –le dice a la paciente mientras (+)
(-) avanza hacia ella.
–Teneme –me entrega el suero.
Sin esperar respuesta, alza a la chica y la acuesta en la camilla. Me dan ganas de abrazarlo, pero recuerdo cómo le miraba el culo a mi compañera hace una hora y se me pasan. Le agradezco y le devuelvo su suero. (+)
(-) Él lo cuelga, abre la chapa, se acuesta nuevamente, nos da la espalda y se sumerge en unas cuantas respiraciones profundas seguidas de sacudones y un par de ronquidos.
Le pido a la paciente sus datos filiatorios y los anoto. (+)
(-) Me dice un nombre casi tan común como “María” y lo pronuncia sufrido. Refiere que desconoce su número de documento, que “no es de acá” y que todavía no se lo aprendió. Cuando le pregunto de dónde es, parece pensar unos segundos, y luego pronuncia “Paraguay”. (+)
(-) Le sale bajo, con una mezcla de duda y miedo. Tonada no tiene. Al preguntarle por sus padres, habla de que están muertos. Lo pronuncia rápido, seco y sin gran congoja. Me hace acordar a un amigo que los perdió hace tanto que, cuando le preguntan, dice eso mismo, (+)
(-) “están muertos”, así, ya sin que se le borre la sonrisa, y sigue hablando de temas varios –que pueden incluir comida, sexo, trabajo, mujeres a las que se quiere fifar, parejas frustras o fútbol– como si nada. Indago acerca de con quién vive. Se me queda mirando (+)
(-) en silencio hasta que larga que con una amiga. Agrega que su amiga está trabajando y que no la podía molestar para que viniera con ella.
No le creo nada, o casi nada, pero veo que se retuerce de nuevo y me enfoco en su dolor. Refiere que arrancó ayer a la noche. (+)
(-) Dice que entonces fue a un hospital y “la echaron”. Usa esas palabras y, cuando intento profundizar en el tema, habla de “inhumanidad”. Suena raro el término salido de su boca adolescente y la felicitaría si no fuera por lo complejo de la situación. (+)
(-) Habla de que se negaron a atenderla y que cuando les habló de sus derechos, la hicieron sacar por seguridad. Afirma que “cuando esto pase” los va a demandar, y no sé si habla de su dolor o de la pandemia. Espero que no quiera hacerme juicio a mí también cuando (+)
(-) se entere de que pienso hablar con trabajo social.
–¿Vómitos tuviste? –cambio de tema.
–Desde ayer que me querían dar, hasta que a la madrugada y hoy temprano ya largué todo –responde.
–¿Y cómo eran? ¿De qué color?
(+)
(-) –Así como la comida y después el líquido del estómago porque no pude comer más. Ni el desayuno me entró.
Vibra mi celular en el bolsillo. Es una vibración corta, de mensaje. Lo ignoro y sigo.
–¿Diarrea?
–Eso no.
–¿Fiebre?
–No tengo termómetro, pero seguro. Estoy que hiervo.+
(-)
Le pongo el mío, el saturómetro y sigo interrogándola.
–¿Hiciste pis oscuro o con mal olor?
Gira la cabeza para un lado y para el otro.
–Y tampoco me arde –agrega.
–¿Flujo? –pregunto.
Se me queda mirando.
(+)
(-)
–¿Manchás la bombacha de algún color? –vuelvo la pregunta lo más accesible que puedo mientras pienso en que definitivamente no tiene dieciocho años.
–Lo normal –larga mientras se abraza la panza.
–No es normal tener flujo –remarco.
(+)
(-)
Ella me mira otra vez en silencio.
–¿De qué color manchás?
–No sé, no me fijé. ¿No me vas a dar algo para el dolor? Me está asesinando.
La miro. Tal vez sí tenga dieciocho, pienso ahora tras la descripción tan peculiar de su dolor.
(+)
(-)
–Primero tengo que averiguar qué tenés para poder medicarte –le explico.
–Bueno, pero rápido –larga entre su suplicio y algo de enojo.
Bajo la cabeza.
–¿Estás operada de algo? –sigo.
Niega.
–¿Tuviste algún dolor como este antes?
–Así nunca, no. Este es el más fuerte.
(+)
(-)
–¿Cuando fue tu última menstruación?
Sus ojos se posan en los míos, mudos por tercera o cuarta vez desde que entró.
–¿No anotás? –insisto.
Sigue en silencio y siento que si tuviera un chicle en la boca lo mascaría con velocidad en ascenso.
(+)
(-)
–¿Más o menos? –la empujo a ver si se acuerda.
–Ehhh…
Ni intenta. No tiene idea y lo peor es que no le preocupa tenerla.
–¿Relaciones sexuales mantenés? –pregunto bajo por la presencia del señor diabético. No puedo no preguntárselo.
(+)
(-)
Se muerde el labio de abajo. No dice nada. Mi teléfono vibra de nuevo. Esta vez son por lo menos tres los mensajes que decido mirar más tarde.
Abro grande los ojos a la espera de una respuesta.
–Esta semana no –larga al fin en un murmuro.
(+)
(-)
Me resulta rara la aclaración, como si eso las borrara.
Le saco el termómetro que sonó hace un ratito. Efectivamente tiene fiebre. El saturómetro me muestra la esperable taquicardia (la fiebre aumenta la velocidad a la que late el corazón) y que satura bien. (+)
(-) Le tomo la presión. Resulta baja, aunque desconozco cómo la tiene habitualmente (las adolescentes suelen tener presión baja). Le pido, así sentada, que me dé la espalda. Se saca el buzo y no se mueve. Me mira con las cejas juntas, parece que no entiende. (+)
(-) La giro con mis manos enguantadas y le golpeo con la mano hecha puño –apoyando del lado del meñique– sin demasiada fuerza, bajando por ambos lados de la columna. Parece molestarle cuando llego abajo. Demasiado abajo. “Ahí no están los riñones”, pienso. (+)
(-) Le indico que se acueste. Se levanta la remera ella sola y desliza sus dedos sobre la parte baja de su vientre y apenas hacia ambos lados con un “es acá”. Su abdomen es generoso, pero, igual, parece algo distendido, hinchado. Le pongo el estetoscopio y (+)
(-) lo que encuentro es ausencia: es como si no tuviera ni un gas transitando su intestino. Sigo por la palpación y arranco suave. Empiezo por donde sé que no le va a doler y me remarca que ahí no es. Sonrío y sigo de a poco. Cuando llego unos centímetros por arriba del pubis,(+)
(-) tensa los músculos como piedra. Le indico que se relaje, pero no le sale. Apoyo mi mano derecha lejos y aprieto más fuerte. Con la izquierda, ahora sí, logro palpar el área en cuestión y mis luces de alarma se prenden como si fueran las de un arbolito de navidad. (+)
(-)Su dolor no es del que se pasa con dieta, es de los feos, de los que asustan. Le duele más cuando suelto que cuando aprieto y se le deslizan unas cuantas lágrimas junto con sus quejidos.
–Por favor, no más, no más –implora–. Dame algo. No puedo más –agrega.
(+)
(-)
Las lágrimas no dejan de bajar por sus mejillas, las inundan. Me acerco y la abrazo con mis guantes y camisolín que ahora uso a diario. Mi máscara choca con su hombro y dejo que se aplaste.
–Por favor, dame algo –insiste.
Le explico que le voy a poner un suero, a hacer un (+)
(-) laboratorio y una ecografía. Que le voy a pasar algo de medicación y que pronto va a estar mejor. Le miento, al menos en parte, ya que la medicación no se la puedo pasar hasta que la evalúen los chicos de cirugía y sé que va a llevar un rato.
(+)
(-)
–Te voy a pedir un test de embarazo, ¿sabés? –le informo como siempre que lo solicito.
–¿Pero por qué? Mirá que yo no estoy embarazada –ya no llora y lo dice cortante.
–Es por las dudas, vos no te preocupes. Mejor pedir de más que de menos –trato de calmarla.
(+)
(-)
–Pero no, no quiero eso. Yo no puedo estar embarazada –sentencia.
–¿Por qué no? ¿Me explicás? –le pido mientras pienso en las veces en que escuché eso y que dio positiva la subunidad beta.
(La subunidad Beta de la hormona Gonadotrofina Coriónica Humana, o Sub Beta GCH, es (+)
(-)lo que medimos en sangre para diagnosticar embarazo).
–Porque yo sé que no puedo estar embarazada. Punto –lo dice como cuando yo le discutía a mi mamá a los quince y agradezco por no tener más esa edad.
(+)
(-)
–Entiendo, el tema es que muchas veces las mujeres creen que no pueden estarlo, y al final sí lo están, y es una prueba que yo necesito… –insisto.
–Pero que yo no quiero…
–¿Por qué? ¿Te asusta? –indago.
Se queda callada, con lágrimas en los ojos.
–Mirá, si estás (+)
(-)embarazada, lo estás con o sin la prueba que lo diga. Es mejor saber para ver cómo seguir.
Me mira con desconfianza.
–Bueno, pero prometeme que vos no me vas a echar de acá.
Mis neuronas se prenden esta vez de la preocupación mientras mi celular arranca a vibrar de (+)
(-) corrido. Quiero tirarlo por la ventana.
–Claro que no. Ni yo ni nadie. Te lo prometo –vuelvo a abrazarla.
Ella llora unos minutos y yo le acaricio la espalda hasta que baja unos decibeles la angustia.
(+)
(-)
–Está bien, hacela. Total, si no te dejo, la vas a hacer igual –me larga mientras se suelta.
Le sonrío desde atrás del barbijo. Caigo en que no le llega y le acaricio el brazo cerca del hombro.
Salgo. Pido los laboratorios, el suero y un análisis de orina. La enfermera (+)
(-) rubia que nunca tiene mala cara me saca las órdenes apenas termino de escribirlas y prepara el suero, los tubos y demás. La abrazaría si no fuera porque no sé qué bichos tendrá pegados mi camisolín.
(+)
(-)
Me descambio y lo cuelgo de la percha correspondiente (tiene que durar todo el día, o casi). Tiro los guantes, me lavo las manos, lavo la máscara, las antiparras y me dejo puesto el barbijo hasta que consiga uno de los quirúrgicos para cambiármelo. Voy para ecografía. (+)
(-)
Cuento el caso y me dicen que la lleve YA. Vuelvo. El camillero copado está tomando un café en el pasillo.
–¿Lo resolvió, mi doqui? –pregunta mientras me ofrece tutucas.
Saco un par, me bajo el barbijo, las meto en mi boca y lo devuelvo a su lugar. Hago que sí con la cabeza+
(-)
–Menos mal, mi doqui. No quiero que crea que la dejé plantada. Era cuestión de fuerza mayor –se ríe.
Le hago que espere con la mano, mastico, y finalmente le comento que necesito llevar a la paciente a eco en silla. En seguida sale a buscarla y yo agradezco (+)
(-) al techo que hoy esté él.
Para cuando vuelve, la vía está puesta, el laboratorio está en proceso al igual que la orina y yo ya estoy cambiada para acompañarlos. Si no fuera por el cuadro de la paciente, este sería un día mágico.
(+)
(-)
Vamos. La chica se retuerce de dolor cada vez que la rueda izquierda, que está bastante mocha, traquetea. Llegamos. El camillero espera afuera y uno de los médicos de imágenes se enlista para evaluarla.
(+)
(-)
–¿No puede ser una mujer? –la voz de ella refleja terror y su mano agarra la mía nuevamente enguantada.
–Hoy no hay –se disculpa él.
–No te preocupes que yo me quedo –intento calmarla.
(+)
(-)
Hace que sí de forma reiterada con la cabeza y no me suelta la mano hasta que el médico le indica que lleve los brazos hacia atrás.
Arranca por una ecografía abdominal. Me siento una tarada por haberle hecho hacer pis para el análisis de orina (+)
(-) (la orina en la vejiga ayuda a que se vea mejor todo a nivel de la pelvis). Mi colega revisa un buen rato la zona en cuestión, con cierta dificultad por el dolor de la paciente. Se toma su tiempo y le pone toda la paciencia de la que es capaz. Finalmente informa que (+)
(-) necesita completar el estudio por vía transvaginal y la chica abre grande los ojos.
–¿Te hicieron alguna vez una ecografía transvaginal? –le pregunta él.
Ella hace que no con la cabeza con énfasis y él me mira.
(+)
(-)
–¿Inició? –me pregunta bajo. Se refiere a si ya mantuvo relaciones sexuales.
Le hago que sí con la cabeza y pasa a explicarle a la paciente cómo es el transductor que va a usar, que lo que entra es mucho más chico que un pene, y que se cubre con un (+)
(-) preservativo para que no se contagie nada. Aclara que va a ser suave y a tratar de que le moleste lo menos posible y yo quiero pedirle que se case conmigo e incluso que no sea tan, tan suave.
Empieza. La paciente se queja y le sostengo la mano en una posición (+)
(-) algo incómoda, como se puede. Mi compañero mueve el transductor y ella emite quejidos varios a la vez que me aprieta los dedos y me incrusta las uñas.
–Es de acá el problema –sintetiza él mientras me muestra algo en la pantalla.
Es el útero agrandado de tamaño, raro.
(+)
(-) Me quedo mirando. No entiendo mucho.
–Latido no hay, pero… –prolonga la “e”.
Bajo la cabeza. Él saca el transductor y el preservativo sale manchado de sangre. La paciente llora en silencio mirando la pared.
(+)
(-)
–Ahora sí me van a echar, ¿no?
Pronuncia en medio de las lágrimas. Mi compañero me mira con cara de que no entiende y le hago señas para que salga. Le aprieto la mano mientras la tranquilizo.
–Nadie te va a echar, te lo prometo. Nadie.
(+)
(-)
Esta vez es ella la que me abraza.
La ayudo a vestirse y le pido al camillero que la lleve al consultorio. Yo espero el informe y busco a la trabajadora social. Le cuento el caso, que es algo ginecológico y que me parece que es menor.(+)
(-) Contesta que termina con una derivación y viene.
Voy para el consultorio. La chica llora ovillada en la camilla, de cara a la pared. El señor de la diabetes la mira sentado enfrente y me hace montoncito con las manos preguntando qué le pasa. (+)
(-)Le hago un rulo con el índice, resopla y gira hasta darnos la espalda.
–¿Charlamos? –me dirijo a ella.
Aspira los mocos y no se mueve.
–Es el útero –arranco–, pero creo que vos sabés más que yo…
Sigue callada y llora bajito.
(+)
(-)
–No me tenés que contar a mí si no querés, podés hablarlo con la gente de ginecología, que es la que se ocupa de esto –le ofrezco.
Ahí sí que se mueve, se da vuelta y me agarra la mano con más fuerza que antes.
–No, por favor, ellos no. Que me vean los cirujanos, pero (+)
(-)ellos no –ruega.
–Es que los cirujanos no ven estas cosas, no operan úteros.
–Pero los ginecólogos tampoco. Me echaron. Me dijeron que me haga cargo de lo que hice, que me pasaba por abortera –ahí sí que las palabras le salen llenas de rabia, (+)
(-) mezcladas con llanto, con mocos y con muchísimo dolor–. Me van a echar, yo lo sé…
–Te prometo que nadie te va a echar, y si a alguien se le ocurre hacerlo me venís a buscar y hablo con el jefe de guardia, pero vos de acá no te vas –le aseguro.
(+)
(-)
En eso estamos entre lágrimas y promesas cuando llega la trabajadora social enfundada en un camisolín igual al mío.
–¿Puedo ayudar? –entra con voz dulce y alegre.
La chica la mira, me aprieta la mano y cierra fuerte los ojos.
(+)
(-)
–Te cuento –me dirijo a la paciente–, ella es una colega que viene a darnos una mano, por el tema de que no tenés DNI y porque necesitaríamos avisar a algún adulto porque va a haber que operarte seguramente.
Mido mis palabras lo más que puedo.
(+)
(-) No quiero asustarla y que salga corriendo, porque sé que se va a terminar muriendo, pero realmente creo que hay algo en su relato que hace ruido y no quiero tener problemas legales con padres que se alcen de sus supuestas tumbas.
(+)
(-)
–No –dice seco y hace una pausa–. Por favor, no quiero nada de eso. Arréglenme esto y yo me voy y no molesto.
–Es que sí, los médicos te van a tratar, por eso no te preocupes –se mete la trabajadora social y le agradezco enormemente–. El tema es que hay normas en (+)
(-)el hospital, y no puede operarse y tratarse nadie sin estar debidamente identificado, o sea que ahora o después, si no conseguimos un documento válido, va a haber que hacer unas cositas para que quede registrado bien quién sos.
(+)
(-)
–Pero yo sé quién soy –insiste la chica–. Ya le dije quién soy.
–Claro, pero nosotros necesitamos algo que nos demuestre que eso es verdad, porque vos podés estar agrandándote un poquito los años por miedo a que tu papá te rete, por ejemplo, y meter a los doctores en (+)
(-) un problema.
–Pero no. Yo les juro que no. No es eso…
–¿Y si nos contás bien? Porque yo creo que vos sí tenés documento –sigue la trabajadora social con una habilidad que envidio.
–Pero yo no quiero que llamen a nadie –dice la chica firme, casi gritando.
(+)
(-)
–Es que si sos menor, no nos queda otra, porque esto no es una pavada, estamos hablando de una operación, ¿entendés, cielo? –continúa mi compañera.
–Pero no soy menor. Ya le dije que no soy menor. ¿Tan difícil es creerme?
(+)
(-)
La paciente lleva la mano que no tiene el suero al bolsillo derecho del pantalón, saca algo y se lo entrega con furia. Mi compañera lo revisa y yo me sumo. Es un DNI argentino que indica que nació acá y que, efectivamente, tiene dieciocho como afirma. El documento (+)
(-) también muestra que no se llama como dijo.
–No entiendo –se me escapa–. Si sos mayor, ¿por qué no me lo diste cuando te lo pedí? ¿Y por qué no me dijiste tu nombre de verdad?
(+)
(-)
–Porque no. Yo no quiero que le avisen a nadie. Quiero que me arreglen y listo. Yo no quería esto, no quería. Le dije que no quería un bebé, ni uno ni cinco como quiere él, que espere un poco, pero él seguía con la familia grande, con los hijos para que nos cuiden de (-)
(-) viejos y yo no quería igual, pero no entendió –se le caen los mocos y le paso una gasa. Se los suena y retoma la palabra que sale ahora por lo bajo, como si le diera miedo hasta pronunciarla–. Yo no quiero que se entere. No quiero hacerlo enojar…
(+)
(-)
La trabajadora social la abraza antes que yo y le promete que no se le va a informar a nadie lo que ella no quiera. La chica me suelta la mano y se hunde en el abrazo. Yo las miro y siento que están bien así. Las dejo, me descambio, y voy a llamar a gineco que (+)
(-) enseguida la “compra” como paciente sin la más mínima protesta. Resulta tan fácil que, nuevamente, pienso que este día tiene algo de mágico.
Salgo a la entrada de ambulancias a tomar aire. Recién ahí me acuerdo del celular. Lo saco del bolsillo y reviso los mensajes. (+)
(-) Son todos del petiso. “Necesito contarte algo”. “¿Ocupada?”. “Es importante”. “Llamame apenas puedas”. “En serio, es urgente”. Tengo también una llamada perdida suya. Lo llamo.
(+)
(-)
–Al fin –atiende enseguida y me hace acordar a mi papá–. Dio positivo –agrega de inmediato. Habla de su compañero de la clínica al que hisoparon anteayer –. Sos la última en enterarte.
Me quedo muda unos segundos.
(+)
(-)
–¿Te sentís bien? –le pregunto apenas mis neuronas se alinean.
–Psiquiátrico, nomás –contesta.
Me imagino que yo en su lugar estaría caminando por el techo.
Me cuenta que en la clínica lo aislaron y que lo hisopan en tres días para que se cumpla una semana del contacto,(+)
(-)que apenas sepa nos avisa. Le digo que tranqui, que mire series y descanse, que aproveche estos días para hacer lo que nunca le da el tiempo.
–Es que por la cuarentena no puedo ir al gym –se burla desde su pánico.
Agradezco esa ironía y trato de no pensar en nada más.
(+)
(-)–Perdón –agrega.
Quiero abrazarlo a través de la línea.
–Perdón, nada. Vos hiciste todo bien. Esto es algo que en algún momento iba a empezar a pasar. Relajate –lo reto.
–Pero es una bosta ser el que lo arranque.
–Y bueno. A alguien le tenía que tocar, ¿qué le vas a hacer?
(+
(-)
Estoy por preguntarle si de infecto le dijeron algo de nosotros, pero me lo trago. Decido llamar yo y no sumarle ese peso, aunque él me gana de mano.
–Les pregunté a los de infecto por mis contactos. Dicen que como todavía no soy positivo, (+)
(-) no se aísla nadie… quieren que crezca bien grande la bola de mierda –resopla.
–No me extraña –le contesto mientras agradezco para adentro que vivo sola y que no estoy viendo a nadie de mi familia.
(+)
(-)
Siento una punzada en la garganta y por un segundo mi lado más paranoico del cerebro se pregunta si no será covid. Me acuerdo del tiempo de incubación y espanto mis miedos.
–Perdón –repite tras mi breve silencio.
(+)
(-)
–Basta –lo callo–. Nada de perdón, ya te dije. Esto no es nada. Vas a dar negativo, vas a ver.
–Espero –murmura.
–Seguro. Vas a ver. Vas a estar bien. Todos vamos a estar bien –le digo y es más para mí que para él.
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