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#CosasQuePasanEnLaGuardia #103. PRE-COVID. Guardia movida –un poquito menos de lo habitual, aunque casi como siempre–, nueve de la noche.
–Mamá –escucho que grita una voz masculina a la que le calculo unos treinta y tantos años. (+)
(-) Suena al grito de los nenes cuando no encuentran algo y pretenden que la madre se los busque.
Yo estoy atendiendo en el primer consultorio a una chica con una infección urinaria a la que le explico cómo tomar la medicación correspondiente. (+)
(-) Le informo ante qué circunstancias debe volver a la guardia y me agradece.
–Mamá –el grito se repite y esta vez me preocupo un poco.
Pienso, sin embargo, que si la madre estuviera muerta –o casi– el llamado sería un alarido desgarrador. (+)
(-) Acompaño a la chica a la puerta del consultorio. Le extiendo la mano (como a todos hoy, dado que estoy congestionada) y ella, al mismo tiempo, me da un beso en la mejilla y un abrazo ligero. La sumatoria es un saludo raro del que me despego ante el siguiente llamado (+)
(-) a la madre en cuestión. La paciente sale, cierro la puerta y voy a ver qué pasa.
En el pasillo hay un hombre morochón, extremadamente alto y fornido –como decía mi abuela al hablar de los tipos que le gustaban, pero que nunca le daban bolilla– que parece (+)
(-) exceder por quince años la edad que le calculé. Se asoma consultorio por consultorio llamando a su madre.
–Mamá, ¿dónde estás? –larga esta vez.
Viene del fondo hacia mí. Se lo nota furibundo y, a los dos policías que están de custodia (+)
(-) de algún paciente violento, atentos. Medito si acercarme o no. Sus puños macizos me lo hacen pensar dos veces. Me imagino uno en cámara lenta, avanzando hacia mi nariz, y me quedo donde estoy, adherida a las baldosas. Cuando va por el consultorio número (+)
(-) cuatro, sin embargo, ya el grito sale con cierta angustia a la que no puedo resistirme.
–¿Lo puedo ayudar en algo? –le pregunto tras unos pasos hacia él.
–Es que no encuentro a mi mamá –contesta mientras se lleva ambas manos a la cabeza. Parece a punto de largarse a llorar+
(-)
–¿Pero dónde estaba ella? –indago.
–La traje a guardia porque estaba mal del hígado y la perdieron. No está. ¿Cómo puede ser? –lo pronuncia transpirado, ojeroso y algo pálido. Se mueve veloz al consultorio que sigue–. Mamá –grita mientras asoma la cabeza–. No, no está. No (+)
(-)puede ser.
Ya casi no le quedan consultorios por revisar.
–A ver, despacio –me le acerco nuevamente–. Por qué no me dice el nombre y apellido de su madre así averiguo si la llevaron a hacerle algún estudio que es lo más probable –intento tanquilizarlo.
(+)
(-)
–¿Usted dice?
–Sí. Debe estar en rayos. O haciéndose una ecografía.
–¿Ecografía? Eso pedí yo y no le hicieron –chasquea la boca y levanta la cabeza.
–No sé qué decirle, porque yo no la revisé, pero si me da el nombre y el apellido averiguo con mis compañeros.
(+)
(-)
Se me queda mirando con cierta desconfianza. Desciende la vista hacia el piso y luego la desliza hacia mis pelos desorbitados, para finalmente seguir hacia mis ojos. Ahí se queda, hace una pausa. Deben haber transcurrido segundos, pero parecen minutos que casi llegan (+)
(-)a los diez. Me larga entonces el nombre y el apellido como cantito, cabeceando hacia abajo sílaba a sílaba. Yo los anoto casi de la misma manera, como cuando era chica y mamá me enseñaba a separar las sílabas de las palabras aplaudiendo.
(+)
(-) Pienso en el nombre. Es religioso, muy. No sé si católico, cristiano o qué (todavía no conozco demasiado la diferencia). Cinco palabras para un nombre me resultarían excesivas si fuera el mío, pero, en la señora, que al menos debe tener setenta años, suenan casi milagrosas.
+
(-)
Le pido al hijo que me aguarde y voy para el estar médico. Encuentro a una de mis compañeras que come una ensalada con pollo. Niega –con un pedazo de zanahoria pegado a los dientes y la boca llena– haber atendido a nadie con ese nombre y lo reafirma con un (+)
(-) “me acordaría”. Busco a la otra. Está suturando a un paciente que se enganchó la pierna en un alambrado y dice que tampoco atendió a nadie que se llame así. Me fijo en el pase de la noche: no la tengo anotada. Me pregunto si habrá quedado colgada del día y no nos (+)
(-) enteramos y me fijo en el libro; ahí no figura. Escribo en el grupo de whatsapp de la guardia; nadie la conoce. Pienso que tal vez la entraron por la entrada de ambulancia y nadie nos avisó. Voy para ahí y les pregunto a los de seguridad. Aseguran que no dejaron (+)
(-) pasar a ningún hombre grandote con una señora mayor.
Vuelvo para los consultorios a investigar más sobre el asunto. Apenas doy el primer paso por el pasillo, el hombre fornido se me viene encima.
(+)
(-)
–¿La encontró? Dígame que la encontró –se lleva la mano derecha primero a la cabeza, luego a la frente y de ahí a los ojos que se tapa como si llorara. Parece un actor de telenovela barata.
(+)
(-)
–No, pero espere un poco. Déjeme hacerle unas preguntitas más a ver si logro ayudarlo –le contesto con voz suave, a ver si baja un poco él también su tono de voz.
–¿Ayudarme? Usted habla de ayudarme para que no le haga juicio por perder a mi mamá –me escupe con bronca.
(+)
(-)
–Disculpe –lo freno con la mano en posición vertical–, yo no perdí a ningún paciente, ni siquiera atendí a su madre. Igualmente, nosotros somos médicos –me dan ganas de agregar un “no niñeros”, pero me lo trago–, no podemos quedarnos toda la noche al lado (+)
(-) de un paciente solo, porque así no podríamos atender a nadie más. Los familiares son los que se quedan acompañando a los pacientes…
–¿Qué me dice? ¿Qué yo la perdí? ¿Me está diciendo que yo perdí a mi mamá? –grita y parece que va a largar fuego por la boca. Si hay (+)
(-)angustia ahí, está sumamente escondida.
–Le estoy diciendo nada más que no conozco a su mamá, que no puedo responsabilizarme por “perder” –hago las comillas con las manos– a alguien a quien nunca vi en mi vida, pero que me gustaría ayudarlo si me deja.
(+)
(-)
–Encuéntrela. Más le vale que la encuentre. Porque si le revienta el hígado tirada por ahí, usted me la va a pagar –dice “la”, no “lo”. “Me LA va a pagar” como si su madre pudiera ser pagada con billetes.
En realidad, no dice, grita. Grita y muy fuerte. (+)
(-) Yo lo miro y me imagino un hígado grande entre marrón y verdoso como en los dibujos de los libros de fisiología, con una bomba adentro y un reloj que indica que está a punto de explotar. (+)
(-)
Se ve que sus alaridos se escucharon desde el estar porque enseguida aparece mi compañera que llama al de seguridad que estaba más cerca, pero se hacía el sordo. Los dos policías de custodia relojean desde lejos la situación.
(+)
(-)
–Le voy a pedir que se tranquilice, señor –pronuncia el de seguridad.
El hombre fornido, que le saca casi dos cabezas y medio cuerpo, lo mira desde las alturas.
–¿Que me tranquilice? Me perdieron a mi mamá, ¿de qué hablás? –le larga finalmente.
(+)
(-)
–Igual esos no son modos para un hospital –sigue el hombrecito de seguridad que a esta altura me hace acordar a Luigi del Mario Bross.
–En este hospital pierden a los pacientes –le grita el hombre fornido con los hombros y la cabeza hacia adelante.
(+)
(-)
Luigi se limpia algunas gotas de saliva ajena que le aterrizaron en la cara, se pone firme y responde:
–Le voy a pedir que se comporte, o voy a tener que llamar a la policía.
Apenas finaliza la oración, siento que ahora sí que algo va a explotar.
(+)
(-)
–¿Que qué? –el hombre fornido hunde su cabeza entre los hombros y junta las cejas– ¿A quién vas a llamar vos? Llamalos, dale, así les explicás que perdiste a mi mamá –lo incita ahora con voz algo más baja, pero mucho más intimidante.
(+)
(-)
Mi compañera saca el celular. Veo que marca 911 y toca el botón de llamar. Se lleva el aparato a la oreja. Los policías del fondo no se mueven. Los enfermeros miran asomados desde su office, sin participar. Y en eso estamos, esperando a que atiendan, tratando de (+)
(-) que el fornido se calme, preguntándonos dónde estará la madre, cuando aparece el psiquiatra de guardia seguido por la psicóloga.
–¿Qué hacés vos acá? –le dice el primero al fornido. Lo pronuncia como reto.
(+)
(-)
–Sabés que te tenés que quedar en el consultorio –agrega ella. Lo llama de una manera que, sorpresivamente, finaliza en diminutivo.
El hombre los mira y, de repente, mi compañera, Luigi y yo dejamos de existir.
–¿Y mamá? –le pregunta cual nene a la psicóloga.
(+)
(-)
–Se fue a dormir, estaba cansada. Dijo que te portes bien –le responde ella muy dulce y sonriente.
El hombre fornido hecho niño hace un movimiento afirmativo con la cabeza, saluda con la mano, gira y camina hacia uno de los consultorios del fondo, (+)
(-) abandonando por el camino toda la agresividad que previamente desplegó. Ellos lo miran avanzar hasta que entra al consultorio y luego chocan los cinco.
–¿Pasó algo? –me pregunta finalmente el psiquiatra con una sonrisa chanta.
(+)
(-)
–Ah, sí. Difícil. La vieja está re-muerta. Murió hace quince años –se ríe.
Me muerdo el labio de abajo y sacudo la cabeza hacia los costados.
–Moooy fuerrrrte –escucho que escupe mi compañera.
(+)
(-)
Miro la lista. No hay nada urgente anotado. Salgo a la entrada de ambulancias, me sueno los mocos y me prendo un pucho.
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