–Me parece que a la guardia vas a venir de paciente nomás –le contesto.
Espero una puteada o respuesta guaranga en su defecto.
–Perdón –larga en vez de eso.
Le digo que tranquila, que ahora toca ocuparse de su salud, que buscamos un reemplazo. (+)
–Es que no hay. Le mandé mensaje hasta a mi ex y ni el pedazo de idiota puede. Muchos aislados.
–Ya vamos a encontrar a alguien, y si no, seremos uno menos, nada grave –intento calmarla mientras me alegro por el comentario sobre su ex. Tan, tan mal no está.
(+)
Me visto y armo la mochila mientras le digo que duerma un rato más y que venga después del pase así la hisopo. Me agradece y se disculpa de nuevo, casi no la reconozco.
Voy en bondi. No está tan lleno y frena cuando lo paro. Me siento por el fondo, mando (+)
Llegamos. Bajo última. Miro el hospital. Me acerco a la fachada y la acaricio. Casi pronuncio un “te extrañé”, (+)
–No –se ríe–. Todos preguntamos lo mismo, pero yerba mala…
(+)
Me muerdo el labio de abajo. Sigue sobre el compañero en cuestión al que no conozco, pero igual me angustia. Le deseo suerte, fuerzas, no sé qué se desea en estos casos, pero es lo que me desearon a mí por el peti. No le cuento de él. No sé si sabe, pero no tengo (+)
Avanzo. Miro el celular: ni respuesta al pedido de reemplazo. Entro al estar médico. Los nocheros hablan de uno que se dio a la fuga y veo que las cosas no cambiaron demasiado. Saludo a algunos con el codo y a otros en forma general.(+)
–Bienvenida de vuelta –el emergentólogo me sonríe con los ojos –. Espero que hayas descansado.
Le miento que sí. No le hablo de mi insomnio, de las pesadillas, de las veces que me apretó el pecho –¿veinte? ¿treinta?– y marqué desesperada el número (+)
–Qué bueno tener te de vuelta –agrega.
Me dan ganas de abrazarlo, pero me contengo, no por medida, sino por el maldito (+)
–Se te extrañó, che –me dice otra vez desde sus ojos sonrientes.
–Yo también los extrañé –me escondo atrás del plural.
(+)
Él gira, se sirve un café y me cuenta que lo tiene que ir a tomar afuera porque ahora está prohibido sacase los barbijos en el estar. Pienso en que lo que traigo puesto es un tapabocas y que ni me puse el ambo todavía y me apuro al baño a cambiarme.
(+)
La rutina de no apoyar nada en el piso y ponerle candado a la mochila es algo que no extrañé y encima le perdí la cancha: mi tensiómetro y mi sello terminan en el suelo. Salgo. Dejo la mochila en el armario y me voy a limpiarlos con alcohol. Debería prenderlos (+)
Miro el teléfono. Ni respuesta. Hago algunos llamados. Enfermos, positivos asintomáticos, aislados por contacto con positivos o de licencia por (+)
Le aviso al jefe a ver si él consigue a alguien.
–¿Pero seguro que corresponde hisopar a tu compañera? –pregunta en lugar de eso.
–Es personal de salud y tiene síntomas. Además, fue contacto estrecho de nuestro compañero positivo– no (+)
–Pero la hisoparon y dio negativa según me informaron –insiste.
–Sí, pero el hisopado depende mucho de la técnica. Tiene falsos negativos… –le explico y no puedo creer que tengo que hacerlo.
(+)
–Claro, claro. Y bueno, tendrán que esforzarse más ustedes. Vacaciones ya tuvieron…
Me quedo callada. Habla de mí, obvio, de mi aislamiento, como si hubiera sido una tremenda joda. Tengo ganas de meterle una piña de esas que no sé dar.
(+)
–Hay un médico que hace reemplazos en otras guardias. No tiene ficha, pero trabaja bien. Le podríamos conseguir una prestada… –propongo con un pie ya afuera de su despacho del que quiero huir.
Lo tiro así, con un dejo de esperanza.
(+)
–¿Ficha prestada? Eso es ilegal –recalca.
Quiero gritarle que estamos en pandemia, que necesitamos médicos, que los nombramientos y puestos extra se los comieron y eso también es ilegal, que nosotros no podemos así, pero me callo; sé que no va a servir de nada.
(+)
Salgo. Necesito café urgente. Entro al estar y me sirvo uno que casi tomo ahí mismo sin reparar en el tema del barbijo. El jefe aparece en ese preciso momento:
–Eso va a tener que esperar –señala el vaso de plástico haciendo un círculo–, llamó el de (+)
–¿Y los de planta? –le pregunto porque a esta hora deberían estar ellos.
–No sé, no me puedo ocupar de todo. Ellos son de planta y no soy su jefe, pero el de ustedes sí, así que (+)
Lo miro llevarse la mano al barbijo. Está a punto de darle un sorbo en pleno estar, sin importarle la prohibición que él mismo puso, ni mucho menos que sea MI café. Ahora sí que(+)
–Para el camino.
Me voy sin mirarlo y, una vez afuera, hago fondo blanco, respiro hondo y cuento primero hasta cinco y luego hasta diez.
La fila está, sí, habrá unas cinco o seis personas, tampoco es para(+)
–¿Qué hacés ahí? –le grito.
(+)
–Me dijo la coordi que espere acá, viste que a ella le re va mandonear… –sus palabras son coronadas por un acceso de tos.
Le hago señas para que se acerque.
–Claro, que pase su pariente primero –me ladra el cuarentón.
(+)
–¿Disculpe? – lo enfrento.
Él infla el pecho, levanta los hombros, junta las cejas y da un paso hacia mí.
–Eso, que todos meten a sus amigos, parientes y yo estoy acá desde la madrugada… todos vivos.
(+)
–Mire, yo entré a las ocho, no puedo hacerme cargo de lo que pasó en el turno anterior –arranco–. Y ella sí, es una amiga, pero también es una compañera que trabaja acá y que puede que se haya contagiado, así que me parece que corresponde que la haga pasar, no (+)
El hombre hace silencio. Se escucha que resopla tras su tapabocas, pero no dice nada. Yo entro a la pelirroja al consultorio y cierro la puerta.
El interrogatorio resulta breve. No tiene factores de riesgo, empezó hoy con los síntomas –que por suerte son (+)
–Después vas al de los pacientes sospechosos –la gasto.
–Pedazo de conchuda –replica y sonríe.
Su puteada me alegra.
Yo saco los hisopos. Trato de hacer las cosas bien, muy bien, de pasar el hisopo el tiempo necesario y de no hacerle doler. Ella putea (+)
(+)
Apenas termino, le pido una placa y yo misma la llevo. Los técnicos la animan desde lejos y ella se saca el corpiño y se pone en posición antes de que se lo indiquen. Repito para adentro un Padre nuestro y un Ave María mientras la irradian y revelan. Ella se va a un (+)
La mando a la casa a esperar el resultado –así de paso no hace pis acá– y agradece que no la haga quedarse en el cuartucho helado que, según ella, diseñó un “flor de pelotudo”. Le digo que no sé si un pelotudo o un inútil entongado y asiente. (+)
–Todo bien, estamos completos –le miento.
La veo alejarse, miro el cielo nublado y repito mis rezos de esos que no largaba hasta que el petiso me tosió los pulmones en el teléfono.
(+)
La Flaca viene a darme una mano en la UFU y el nochero queda en los consultorios. Habla de que la rata, que le encanta, que la nota feliz y que no sabe cómo va a hacer para devolverla. Le recalco que es macho y dice que pito no le vio.
(+)
Hisopamos al hombre que protestó antes y a la que sigue. Después nos tomamos unos minutos para llamar al petiso que resulta que pasó a piso, sigue ronco y con tos, pero ya sin fiebre. Aplaudimos encima del altavoz y le mandamos besos. Pregunta por Tarzán y (+)
(+)
Le metemos ganas, pero la fila parece que no baja nunca. Once y media me manda un mensaje el Ruludo de que estaba durmiendo tras cuarenta y ocho horas de guardia y pregunta cómo vamos. Le lloro que mal, que hay muchísimo trabajo y faltaron varios, (+)
Llega una familia entera en micro desde la villa. Estuvieron con uno que se murió de covid y (+)
–¿Pero lo vieron más de quince minutos a menos de dos metros? –indago.
–Es que eran los quince de mi nieta –contesta un hombre que no llega a los sesenta años–. Nos juntamos(+)
Puedo ver su sonrisa a través del tapabocas azul transparente que enseguida le cambio por un barbijo de verdad. No me gasto en retarlo, quiero terminar de una buena vez.
(+)
Tres quedan internados, y el resto espera la derivación a hoteles que no sale. Esperan en los cuartuchos, con frío y, para las dos de la tarde, se quejan de que tienen hambre; la comida no llegó ni para nosotros.
(+)
Busco al jefe para ver si nos consigue algo –sin demasiada esperanza– y encuentro en su lugar al suplente copado.
–Tuvo una emergencia –me informa.
Yo asiento sin que me importe demasiado y le planteo el asunto. (+)
Pregunta cómo va todo. Le señalo la fila y le informo sobre los ausentes.
–¿Reemplazos no se consiguen? –pregunta con la cabeza apenas inclinada hacia la (+)
–Con ficha propia no.
–Eso no importa ahora. Estamos en pandemia –sentencia.
Enseguida llamo al ruludo y a uno de los de Medicina Familiar y dicen que ya vienen.
Estoy comiendo un sándwich cuando aparecen dos policías que preguntan por la denuncia del que se fugó(+)
Media hora después llegan los que faltaban de la villa. Son unos ocho. Los de antes todavía están a la espera de la derivación. (+)
Un padre entra con su nene –de unos cuatro o cinco años– que, con ojos marrones enormes de pestañas tupidas que suben y bajan ansiosas, le pregunta si de verdad van a ir a un hotel y, por un segundo, me olvido del caos. (+)
–Vamos a hacer todo lo posible –le digo al chico que ahora golpea la camilla cual tambor–, pero, para eso, te tenés que portar bien con lo que viene.
–De una –contesta el nene y sacude los hombros a modo de baile.
Me mato de risa y voy a buscar a los pediatras.
(+)
Un hombre de alrededor de setenta años con el barbijo por debajo de la nariz me frena.
–Volví –informa.
–¿Lo conozco? –indago.
–Debería –se me queda mirando.
Sus ojos se desvían unos segundos hacia un costado y hacia el otro.
–No sé, pero bueno, acá estoy. Volví –insiste.(+)
Recién ahí mis neuronas chispean.
–¿Usted es el que vino por sospecha de covid y se dio a la fuga? –el último término se me escapa del agotamiento.
–Nada de fuga –levanta el índice de la mano derecha–. Fui a darle de comer a Romeo. También lo saqué a pasear y le dije (+)
–¿Su perro? –pregunto segura de que la respuesta es un sí.
–Gato. Un atorrante.
(+)
Me imagino al hombre paseando al gato con correa y me río para adentro. Estoy en eso cuando alguien me choca el codo. No es un saludo, es más bien un empujón. Giro en busca del desubicado y ahí está, atrás de su N95 con los ojos dormidos y los rulos (+)
Le indico al hombre que me espere un momento en uno de los consultorios –no sin antes indicarle que se acomode el barbijo– y le informo a la coordinadora que enseguida me ocupo de él.
–¿Cómo dice que le baila? –me pregunta el Ruludo.
(+)
–Mortal.
–¿Te acompaño a fumarte un pucho?
–No fumo más, ¿no sabías?
Baja la cabeza en señal de aprobación.
–Fumemos un chicle entonces –propone y chasquea la lengua.
Yo me olvido de los pediatras, de los que me quedan por hisopar de la villa y casi que de la pelirroja y (+)
Salimos por la entrada de ambulancias y nos sentamos a un costado. Estiro la mano para el chicle y él imita el gesto.
–Pensé que tendrías, ¿no dejaste de fumar? –se ríe.
Me muerdo el labio de abajo atrás del barbijo y tiro la cabeza para atrás mientras (+)
–Tengo caramelos –le alcanzo el paquete con cuadrados de todos los colores.
–Esa mierda no como –larga en cuanto lo ve.
Lo miro, miro el paquete, me muerdo el labio de abajo por atrás del barbijo y le regalo una levantada de cabeza en diagonal (+)
–Tengo que buscar a los pediatras –emito por respuesta mientras me inclino hacia adelante para levantarme.
(+)
–Igual, te acompaño.
Me siento de nuevo, me paso alcohol en gel por las manos, agarro un caramelo y me lo meto en la boca. Tiro la cabeza para atrás hasta apoyarla contra la pared. Abro los ojos casi tan grandes como el nene, miro el cielo (+)