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#CosasQuePasanEnLaGuardia #108. Fin de la guardia, ocho menos cuarto de la mañana. Anoche fuimos tres para todo y estuvimos de día también. No dormimos ni dos horas. Gran parte de nuestros compañeros están covicheados y no alcanzan los (+)
(-) reemplazos. Soy la única de mi guardia; el resto es un rejunte y lo seguirá siendo por un buen tiempo. Recorremos para ver que esté todo en orden. Los consultorios están llenos. Hay internados hasta en el pasillo y una ambulancia esperando afuera que trae (+)
(-) a un inmunosuprimido con sospecha de Covid-19 que requiere oxígeno. No podemos ponerlo con otro sospechoso –si llega a ser negativo, lo estaríamos condenando–, menos con los positivos –por la misma cuestión–, y con los negativos tampoco (podría (+)
(-) contagiarlos si en verdad tiene Covid); lugar para aislarlo no hay. El jefe ya se los dijo, que lo lleven a otro lado, que acá imposible. Los de la ambulancia contestaron que aguardaban, que no hay lugar en ningún lado. Viene el médico que lo trae. Dice que ya (+)
(-) se gastó los dos tubos de oxígeno que tenía y que necesita entrarlo. El jefe hace magia y logra recargarle uno para que aguante un rato más en la ambulancia. Llama a PAMI –la obra social del paciente– y explica la situación. “Tiene que recibirlo, el paciente capita (+)
(-) ahí”, es la respuesta. Capita, le toca. Le toca, aunque no haya camas, camillas ni pasillos disponibles. Le toca aunque se esté por quedar sin oxígeno y darle acá sea un peligro; le toca y punto.
En los consultorios queda una paciente con covid confirmado esperando (+)
(-) cama en piso. Tiene covid, diabetes, toma medicación para la presión –dos pastillas, una blanquita y una rosa– pero no se considera hipertensa, fuma bastante según su hijo –aunque miente que poco– y toma vino al mediodía y a la cena. Sale al pasillo sin barbijo al grito de(+)
(-) que le falte el aire. Me acerco y la saturo. Está en noventa a aire ambiente, que es poco pero no para pasar al shock room, porque venía levantando bien con el oxígeno. Además en el shock hoy no hay covid. Los covid están en terapia y ahí no hay cama. Le indico que (+)
(-) vuelva adentro, que se recoloque la máscara que insiste en sacarse –máscara con reservorio, de esas que mil veces reclamamos ante traídos de incendios y que ahora hay por todos lados– y que se siente. Argumenta que no la deja respirar. Le explico que (+)
(-) sí, le juro que la ayuda y hace caso por unos minutos que sé que no van a ser muchos. El resto de los consultorios están con pacientes sospechosos a la espera de resultados, todos con placas feas, tos, falta de aire o antecedentes que hacen que no podamos (+)
(-) mandarlos a un hotel. Además, hay uno con tuberculosis y otro con las defensas bajas por la quimioterapia –para un cáncer que, por su color amarillo casi fluorescente, debe ser de páncreas– que encima tiene fiebre. Me fijo desde la puerta de cada consultorio –con el (+)
(-) disfraz completo bien puesto– que los pacientes estén en su lugar. El cuatro está vacío y resulta que al señor lo llevaron a hacerse una tomografía que ya ni sé quién le pidió. En el tres, en el que estaba el de la tuberculosis, tampoco hay nadie. Escucho (+)
(-) toser desde el otro lado de la puerta que da a la sala de espera, la abro y me asomo. El hombre está fumando ahí afuera con el N95 de bonete y tose cada dos por tres. En la sala de espera hay dos –un hombre canoso y una mujer castaña de pelo electrificado– que (+)
(-) se alejan con la cabeza propulsada hacia atrás y se refugian junto a la salida, y uno –de no más de cuarenta y cinco, con rasgos arios y un libro entre las manos– que permanece sentado como si nada con la nariz afuera del tapabocas.
Le exijo al paciente (+)
(-) que apague el cigarrillo y que vuelva al consultorio bajo amenaza de llamar a seguridad.
–Esos me tienen más miedo que vos –contesta con la boca ladeada hacia la derecha.
Da otra pitada honda, traga el humo, tose de nuevo, apaga el pucho contra la pared, (+)
(-) entra, cierra la puerta, pone la traba y vuelve a su camilla en la que se acomoda en posición fetal y enciende una radio de bolsillo.
El ruludo revisa mientras –apenas desde la puerta porque no está cambiado del todo– el consultorio dos en el que ronca una mujer (+)
(-) con sospecha de covid que le implora que apague la luz, y luego el uno, desierto.
–¿No había nadie acá? –mira al suplente que ya no sé si se llama Juan, Pedro o Jorge.
No hay respuesta.
–¿No había un sospechoso? –me mira a mí.
Me señalo con los índices enguantados (+)
(-) el camisolín sucio.
–Mi pase está en el bolsillo… –respondo cerrando los ojos e intentando hacer memoria–. No sé. No estoy segura. Creo que sí… –resoplo.
–Sacate eso y te fijás. Ya estamos –me contesta.
Voy para el fondo como si esa fuera el área sucia
(+)
(-) cuando ya todo –o casi– es covid. El suplente de nombre indefinido se va para el estar y el ruludo me sigue. Se saca los guantes sucios, se tira alcohol en el par de abajo y empuña el rociador.
–Dale, yo te tiro alcohol –propone y sé que detrás del barbijo está sonriendo.(+)
(-)
No entiendo por qué; yo solo quiero gritar y patear la pared.
Me dispara a los guantes de arriba que me saco en bloque con el camisolín. Se me sale uno de los de abajo, algo que no tenía que pasar.
–La re putísima… –largo.
(+)
(-)
–No pasa nada. Vamos con el alcohol y te pones un guante nuevo –sigue con su optimismo.
Casi que quiero pegarle más a él que a la pared.
Hacemos eso. Me saco la máscara ya bastante rayada (espero que aguante unas guardias, porque donaciones ya no llegan (+)
(-) y buenas acá no nos dan) y las antiparras. Le tira alcohol a todo y lo dejo en una palangana. Hago una nota mental para no olvidármelo como la guardia pasada que tuve que volver. Alcohol en guantes y se van la cofia de arriba y el barbijo quirúrgico. De nuevo y me saco las(+)
(-) botas. Esta vez sale un chorro prostático acompañado de un pitido que anuncia que no va a alcanzar para lo que falta: el último par de guantes y mis manos.
–Esperame acá–me ordena.
Tengo los pies entumecidos, calambres en las pantorrillas
y el culo hecho piedra, igual(+)
(-) que la espalda, los hombros y hasta el cuero cabelludo. Siento que me voy a ir al piso y casi que le lloro para que no se vaya. Aprieto las muelas primero y después los dientes de adelante. Pienso en la torta de cumpleaños de una de las enfermeras –de chocolate, (+)
(-) con crema con frutillas y merenguitos– que estaba riquísima, en los quince minutos en que le cantamos todos con el N95 puesto y, pese eso, nos olvidamos del covid, en la pelirroja, que ya está en la casa y putea porque no le siente el gusto a la pizza, pero (+)
(-) respira bien, en la Flaca que dio positiva, pero no tiene síntomas, en mi familia que viene safando y en que todavía no me contagié. Trato de no pensar en el Peti que –estando de alta por los hijos de su madre de la ART– cayó de nuevo internado y resulta que su (+)
(-) tomografía está peor, tampoco en la enfermera rubia que sigue pronada ni en el canoso que cayó hace poco. Trato de contar los que volvieron enteros, los que lo pasaron como si nada como el pediatra de anteojos cuadrados –que solo se queja de no poder oler (+)
(-) sus propios gases– y su compañero que está chocho con la comida del hotel.
El ruludo pulverizándome alcohol en sobre el ambo me saca de mi recuento.
–¿Qué hacés? –le largo.
–A falta de agua bendita… –se mata de risa y sigue.
Le tiro una patada y levanto las manos (+)
(-) enguantadas delante del rociador con los brazos extendidos al extremo. Pienso que, así, por lo menos, no se va a animar a acercarse y casi que me pregunto, por un segundo, si en verdad quiero eso. Él retoma la rutina de mi desinfección y, al terminar, se va para el estar de(+
(-) enfermería a devolver el pulverizador que resulta que uno de los enfermeros trajo de su casa. Yo mientras me pongo otro par de guantes, agarro mi máscara, mis antiparras, las lavo, seco y me las cuelgo del codo.
Saco las hojas del bolsillo y chequeo la recorrida de la noche.+
(-) En el consultorio uno, efectivamente, había uno con sospecha de covid. Se lo informo al Ruludo que levanta los hombros y sigue para el estar.
Los recién llegados se cambian y nos juntamos para el pase. Recorremos consultorio por consultorio, puerta por puerta. (+)
(-) Ellos no abren; nosotros tampoco. Les relato lo que hay con lujo de detalles y el Ruludo me hace con la mano justamente un rulo para que le meta. Cuando saco el tema del que estaba en el uno y de que hay que hacer la denuncia el más viejo ladra que(+)
(-) por qué no la hicimos nosotros.
–Nos acabamos de enterar –lo frena el ruludo con el pecho inflado.
El otro médico se calla. Una de las de hoy protesta porque hay tres esperando en la UFU. Yo le juro que hace veinte minutos, antes de nuestra recorrida, no estaban.
(+)
(-)
–Seguro… –larga el más viejo por lo bajo.
Aprieto las muelas para no ladrarle.
–Vienen todo el tiempo. Si nos vamos a pelear por esto, nos amargamos todos –le larga el Ruludo.
–Sí, está bien, solo que pasa seguido –insiste la que se quejó antes.
–A todos –le escupe mi (+)
(-)hartazgo.
–Vayan nomás –interrumpe la tercera que siempre me pareció la más coherente. Se enrosca en el dedo una mecha violeta que me dan ganas de copiarle.
No espero ni un segundo para hacerle caso. Me cambio entre acrobacias en el baño y meto el ambo sucio en la bolsa que,(+
(-) guardia tras guardia, quiero prender fuego.
Salgo sin despedirme. El cielo está celeste y el sol me abraza. Saco el celular y pongo la alarma al mediodía, decidida a que no sea otro domingo desaprovechado. Guardo el teléfono y avanzo hacia la parada de colectivo. (+)
(-) El Ruludo me alcanza y me frena.
–¿Apurada?
–Quiero llegar YA a mi cama.
–¿Tan mal te paga?
Hundo la cabeza entre mis hombros levantados, meto los labios para adentro por detrás del barbijo quirúrgico –que el jefe me regaló para la vuelta– y aprieto brevemente los ojos. (+)
(-)
–Esperá. No te vayas. Un segundo… –grita mientras corre hacia la UFU.
Lo miro hasta que desaparece y me fijo si viene el colectivo. Sé que, si lo dejo pasar, el próximo va a tardar veinte minutos mínimo. A lo lejos se acerca uno. No leo el número.
Los colores me dicen que(+
(-) puede ser. Lo agarra el semáforo. Golpeteo el pie derecho contra la vereda. Giro hacia la UFU. El Ruludo vuelve corriendo y llega cuando se aproxima el que, efectivamente, es el colectivo que espero. Se lo señalo.
–No subas. Te doy para un taxi, en serio.
(+)
(-)
Lo miro dubitativa. No tiene idea de dónde vivo ni de lo caro que es un taxi a mi casa.
–No subas, dale. Te prometo que lo vale –insiste.
La mano que frenaba al colectivo mientras lo señalaba baja, gira y le hace al choffer que se vaya. Yo ni lo pienso, me dejo arrastrar.
(+
(-)
El Ruludo me agarra el brazo envuelto en el sweater verde nuevo que ya empieza a tener bolitas de tanto lavarlo al volver del hospital. Está limpio igual, pero lavo todo lo que pasea por la calle, apenas ingresa a mi casa. Me guía hacia un rincón en la entrada (+)
(-) de ambulancias y me entrega una bolsa. La miro: es un EPP completo.
–No entiendo –le digo con las cejas en alto y los hombros que apenas las acompañan.
–Ponete –me dice.
–Ni en pedo. ¿Quién faltó? Me voy a casa –gruño.
–No va por ahí. Vos ponete.
(+)
(-)
–¿No entendés que estoy harta de estas mierdas? –se me escapa con un par de lágrimas.
–Ya sé. Yo también, pero vamos a cambiarlo.
Me quedo mirándolo sin abrir la bolsa. Él me la saca, la desata, saca el camisolín, sostiene las dos bolsas entre las piernas y (+)
(-) me lo pone como hacía mi mamá con el uniforme cuando me negaba ir al colegio en las mañanas de primer grado. Hace lo mismo con los guantes, la cofia, me pone un barbijo encima del mío y me indica que busque mis antiparras. Lo hago de mala gana, (+)
(-) aunque con un poco menos por el brillo de sus ojos. Parecen los de mi compañerito de colegio con el que bailaba en todos los actos. Decíamos que nos íbamos a casar, pero en segundo grado se casó en un recreo con mi mejor amiga a la que no le hablé por un mes.
(+)
(-)
–Las botas no hacen falta –dice mientras deja mi bolsa con su mochila y abre la suya.
Se viste. Yo lo veo hacerlo, lo espero. La mufa fue reemplazada en parte por intriga.
–Vení –murmura una vez listo.
Yo me quedo mirándolo con la cabeza ladeada.
(+)
(-)
–Vení –repite ahora con ambas manos a ambos lados del cuerpo y hacia adelante, con los dedos extendidos en conjunto que se flexionan y extienden.
Doy un paso hacia él mientras me pregunto si piensa chaparme con el barbijo puesto y me río para adentro (+)
(-) por la ocurrencia. Sus brazos, finalmente, me acercan, me envuelven. Los míos se quedan estirados a ambos lados del cuerpo, rígidos, asustados.
–Pensé que lo necesitabas –dice mientras me apretuja la espalda.
Dejo que mi cabeza (+)
(-) se recline sobre su pecho y paso las manos enguantadas hacia su dorso.
–El EPP mejor usado del año –se ríe.
Yo asiento para adentro. Quiero gritar que sí, pero las palabras no salen.
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