–Ayudame –le indico al de seguridad.
Él me mira con las cejas en alto y recorre con sus ojos al ensangrentado. Tira la cabeza y los hombros para atrás.
–Dale, ayudame. No puede esperar un camillero –insisto mientras paso un brazo del(+)
Escucho el chirrido tenue de un paso temeroso. Uno solo. El guardia, que avanzó su pie derecho, se quedó ahí. Casi que se le huelen la duda y el asco mezclados con su olor a (+)
–Si no lo llevamos se va a desmayar acá –presiono–. ¿Lo querés desplomado al lado tuyo?
Recién ahí el chirrido se repite de forma repetida hasta que se ubica del otro lado del paciente al que agarra por la (+)
Llegamos a una camilla en el pasillo –la única que hay libre– y lo subimos. Agradezco al de seguridad que ya se evaporó.
(+)
El paciente ya está más blanco que la leche sola que mi abuela me calentaba de chica todas las tardes y que yo me quejaba porque no tenía chocolate (Así hace mejor, decía ella y yo me la tomaba solo para que me dejara irme a jugar). Le busco el pulso en la (+)
Grito que necesito un enfermero. Uno diez años más chico que yo, que siempre sonríe –un buenazo total– aparece enseguida con un “¿Con qué te ayudo?”. Quiero abrazarlo, no (+)
–Necesito dos vías cortas y gruesas con fisio a chorro y un laboratorio con coágulo urgente –pronuncio.
(Son las vías necesarias para pasarle rápido mucha cantidad de líquido (+)
Todavía no sé qué hay ahí abajo, pero estoy segura de que nada bueno.
Asiente y se va a buscar las cosas. Yo le indico al paciente que se apriete la camisa mientras consigo apósitos, gasas y demás. Corro. En menos de (+)
El enfermero me avisa que ya vienen los cirujanos. Asiento y sigo apretando el medio miembro del señor que nunca pensé que iba a agarrar con tanto ímpetu. Las vías ya están colocadas, metiéndole líquido a (+)
–Completo, ¿no? –pregunta.
Subo y bajo la cabeza sin dejar de mirar el remanente de pene teñido de rojo oscuro.
Recuerdo el cuento de la mano sangrienta que me contaron en(+)
–¿El sello? –me saca del limbo.
Le señalo el bolsillo derecho de la chaqueta del ambo –que ya no es blanco– bajo el camisolín.
–Sacalo y hacé un gancho –le indico–. Y por favor pedile sangre urgente.
(+)
Me pide los datos y recién ahí caigo en que ni sé cómo se llama el amputado. Lo sacudo. Nada. Le pido al enfermero que comprima él y aprieto esternón del paciente con mi puño cerrado que gira para un lado y para el otro durante la maniobra.
(+)
–¿É pasa? –larga desde su estratósfera.
–Me puede decir su nombre y apellido –le grito como si fuera sordo.
–Juan…
–¿Juan cuánto?
–Juan… –repite y cierra los ojos.
Insisto sin éxito. No consigo su apellido, menos que menos el DNI ni un teléfono para llamar a un familiar.
+
–Mandalo como NN “alias Juan” –le indico al enfermero mientras lo relevo en la compresión.
Él anota y se aleja. La rubia se queda conmigo. Aprieta los sueros para que bajen más rápido y en unos minutos el hombre parece estar un poco más en este mundo que en el (+)
–Juan. Juan –prolongo la A la segunda vez.
Mira al techo.
–Señor –digo igual de fuerte.
Ahora sí que desvía los ojos hacia mí.
–¿Qué pasa? –pronuncia ahora entero.
Le pregunto qué le sucedió, quién le hizo eso. (+)
–Fui yo con la amoladora –vuelve a mirar al techo.
Que estaba trabajando y “se le fue”. Miente, estoy segura. Los cortes que vi de (+)
–Nada de eso. Fui yo nomás. Ahora ustedes me lo arreglan y estamos.(+)
Le informo que no es tan fácil, que necesita un urólogo y de guardia no tenemos, que van a venir los cirujanos, pero que no es lo mismo.
–Y llévenme a donde hay… –responde como si fuera tan fácil.
No hay en ningún lado de la municipalidad.
(+)
Hago llamar al jefe a ver si logra un traslado al Clínicas como excepción. Es el único lugar que se me ocurre. Contesta que lo ve difícil y cuando quiero insistir, ya no está.
Aparece el residente de cirugía. Es de primero. Le muestro y se pone casi tan transparente (+)
–Necesita un urólogo –sentencia.
–Ya sé, pero no hay.
–Es que es lo que necesita. Nosotros no podemos arreglarle eso –señala el área espantado.
Le pido que llame a un superior mientras la sangre sigue empapando las gasas que recambio de (+)
Cuelga y vuelve.
Que de arriba dicen (+)
(+)
–Me lo van a salvar, ¿no? –pregunta el hombre–. Me queda mucho amor para dar –se ríe regalándonos sus dientes amarronados con una funda metálica sobre la paleta derecha.
El residente de cirugía abre la boca. Temo por lo que pueda largarle y lo freno.
(+)
–Voy a hacer todo lo posible por conseguirle un urólogo –le informo mientras rezo para adentro por lograrlo.
El hombre me aprieta la mano.
Estoy a punto de alejarme cuando escucho que el enfermero le sugiere al de cirugía que pida intervención policial. (+)
Llamo al jefe de residentes de Uro. No atiende. (+)
–Ya vi los mensajes –atiende al quinto intento–. Me revolucionaste a la banda –pronuncia (+)
–¿Los matan por reconstruir un pene?
–Pasa que no nos quieren pagar guardias porque no somos necesarios supuestamente, y les revienta. Nos revienta.
(+)
Trato de convencerlo con que hagamos que no se enteren, con que le pida a los de cirugía que en el parte figuren ellos, con que si no hablo con el jefe para que convenza a los de planta, lo que sea…
–Es que se van a enterar… de esto se habla, se va a saber.
(+)
–Hablo con el jefe –insisto–, te prometo que hasta convenzo al tuyo, pero vengan, por favor.
Cuelga con un “bueno” no demasiado convencido.
Me acerco a los de cirugía que están tirando puntos a lo loco. El enfermero copado pasa delante de mí con un frasco de urocultivo. (+)
El orientador me llama por un hombre que dice que tomó lavandina. Estaba en una botella (+)
(+)
Me acerco al de la lavandina. No sabe quién la puso ahí, pero sí, tenía gusto a lavandina, y dio un trago largo. Dos tal vez. ¿No olió la lavandina? ¿No se le ocurrió escupirla?, indago. Se refugia en el silencio. ¿Con quién vive? Con su mujer e hijos que fueron a la (+)
Cuando volvemos aparecen los de uro, la residencia completa. (+)
–¿El paciente? –pregunta el jefe de residentes.
Dejo al hombre en uno de los consultorios a la espera de su laboratorio y los guío al pasillo en el que hace nada los cirujanos estaban remendando el medio pene. Me encuentro con el charco, con la (+)
Llamo a los residentes de cirugía. Lo dejaron ahí esperando a la cana para la denuncia. Sí, le informaron que venían los de uro y que iban a tratar de arreglarle el asunto. (+)
Busco al enfermero copado y le pregunto si lo vio.
–Estaba mejor, menos pálido. Hacía chistes de que igual con media pija era un toro…
Mira la camilla, los sueros, el charco.
–Seguro que se rajó por lo de la cana. El R1 llamó ahí mismo… menos carpa… –agrega.
(+)
Miro a los de Uro. Sus caras son un combo de ira y desilusión. Les ofrezco invitarles unas pizzas, un poco en agradecimiento por haber venido, y, otro poco, para que no me maten.
–Yo me las tomo –contesta el jefe de residentes–. No es tu culpa, relajá –me tira.
(+)
Sus súbditos saludan y lo siguen, arrastrando sus ánimas hacia la entrada de ambulancias. Yo llamo a los de limpieza mientras el enfermero descuelga los sueros y los tira al tacho.
–¿Y la punta? –pregunto antes de que se aleje demasiado.
(+)
–El pedazo del frasco –aclaro.
Se acerca a la heladera. La abre y me lo muestra con un “¿Lo tiro?”. Le indico que lo guarde un rato, por si vuelve.
–Ese no viene más. Por algo se la cortaron… –larga.+
Yo levanto los hombros. Trato de no pensar. Me lavo las manos, me paso agua oxigenada por la sangre del ambo y enfilo hacia la entrada de ambulancias, deseosa del pucho que dejé apenas empezado. Llega un mensaje de la mujer del de la lavandina: “Lavé con (+)