Crecí en el Súperbloque El Paraíso, cerca de la Plaza Madariaga. Ese mastodonte era un universo aparte y autosuficiente. Fantástico para los niños, teníamos aquel inmenso espacio con varios lugares de encuentro y de juego: una enorme planta baja, donde jugábamos pelotica de goma,
futbolito, chapita, básquet y hacíamos verdaderos torneos; allí mismo había panadería, abasto, carnicería, quincalla, guardería, tintorería y local cultural; detrás teníamos el estacionamiento, donde arrancaba el conteo para el escondite, que jugábamos en manada de 15 a 20
carajitos, escondiéndonos en cualquier parte de esa infinita mole de 182 apartamentos dúplex, hasta el piso catorce y en los lugares más inauditos; teníamos también cerro con monte y selva, que bordeaba el edificio por detrás y que explorábamos sobre todo en los fines de semana;
teníamos un parquecito con columpios, pasamanos, subibajas, laberinto y tobogán; teníamos la bajada hasta la avenida para lanzarnos en patines, carrucha y patineta, y subir de vuelta por ella guindados a los carros, con consentimiento del conductor o sin ser vistos. A mitad de la
bajada había un bosque enigmático de eucaliptos donde quedaba la cancha de básquet y voleibol. También teníamos la posibilidad de volar papagayos desde el cerro o desde la azotea, frente a una vista magnánima de casi todo el valle de Caracas y el Ávila. Una vez desde la azotea
rompimos el récord de distancia con un papagayo enorme, tan bien construido que soportó el peso de varios rollos de pabilo encerado hasta mucho más allá de Quinta Crespo (como hasta la Plaza Miranda, suponemos, porque ya no lo veíamos). Todo un acontecimiento. Hicimos hasta
un ícaro para volar, no desde la azotea por supuesto sino lanzándonos en patineta por la bajada de la escuelita y con el cual lográbamos volar por algunos metros. En el Súperbloque de aquellos años la creatividad no tenía límites. Otro récord que logramos fue pasar una flecha por
encima del edificio (16 pisos) desde el parquecito hasta el estacionamiento, para lo cual fabricamos un arco extraordinario con bambú del parquecito. También nos inventamos, en medio del boom de la Dimensión Latina, montar un grupo de salsa. Pero empezamos literalmente de cero,
con la fabricación de una conga, la cual una vez terminada no pasó la prueba del templado del cuero con calor: la madera cogió fuego. La fogata que habíamos hecho para tal fin acabó con nuestro sueño, los restos de la conga terminaron reciclados en forma de matero en algún
apartamento. Ese fue un acontecimiento tristísimo, no todas se ganan. El grupo debió esperar. Pero éramos diversos y un día también decidimos que nos faltaba una piscina en el Súperbloque y el enorme nuevo tanque que la comunidad acababa de construir hizo realidad
nuestros traviesos delirios durante unas calurosas vacaciones de fin de año escolar. Es que, francamente, no podía tener mejor nombre aquel lugar: «Súperbloque El Paraíso».

X. P.

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