Planteas un modelo de asistencia social. Para que quienes tienen menos puedan acceder a educación, sanidad, y vejez. Mejoras la capacidad de la gente de valerse por sí misma, el stock de capital humano. Esa es la base inicial de la socialdemocracia.
Hay que reconocer que la idea resulta atractiva. Si los que no tienen acceso a lo básico mejoran, todos (incluidos quienes ya lo disfrutan) mejorarán. Los empresarios podrán vender más, producir más, contratar más, y los trabajadores comprar más.
Un win win - en el papel.
Un win win - en el papel.
Para financiar la operación, el estado pone en marcha su sistema fiscal: impuestos a la producción e indirectos. El IRPF es aún algo lejano. Cuenta, además, con una jubilación a los 65 años para una esperanza de vida que malamente supera los 60.
La idea, sin embargo, genera expectativas que superan la (sin duda) buena intención inicial. Nacen los “derechos sociales” (sic).
Recuerden algo básico: todo se basa en una buena idea y en la idea de mayoría: nadie puede estar en contra de “mejorar la vida de los más necesitados”; y, si lo está, se recurre al sistema mayoritario para aplicar la receta.
Insisto en algo: la idea es buena. No desde un punto de vista (exclusivamente) moral (ahí no entro), si no, sin duda, desde el económico. Que no es el más importante, desde luego, pero sí un pilar imprescindible.
A cada nuevo derecho le sigue otro. Al derecho a la instrucción (llamado hoy “educación”) sigue el “derecho a la educación universitaria”. Al derecho al trabajo sigue el derecho al paro, al SMI, a la antigüedad en la indemnización.
Cada político, impulsado no ya por una bondad infinita de mejorar las cosas sino de perpetuarse en el poder, genera un nuevo incentivo en forma de un nuevo derecho. Del derecho al aeropuerto al derecho al AVE.
Por supuesto, todo a nivel local. Si para pagar esos derechos debemos restringir la venta de hortalizas y perecederos de nuestros competidores, entonces mandaremos un 0.7% de nuestra renta para lavar nuestra conciencia.
Al final, los derechos se convierten en un lastre para la propia sociedad. Algunas personas extranjeras que no disfrutan de esos derechos acceden al sistema. Y el sistema los acoge, inicialmente, sin problemas. “Es nuestra obligación”, declama el político.
Con adaptación o sin ella, la voz de corre. Miles, millones de personas que no disfrutan de esos (ahora, ya) privilegios tratan de acceder al sistema.
Y quienes pagan se cabrean. No entienden por qué deben pagar ellos cada vez más para que otros los disfruten.
Y quienes pagan se cabrean. No entienden por qué deben pagar ellos cada vez más para que otros los disfruten.
Ahora ya no se puede aplicar al regla de la mayoría para detraer cada vez más a quienes más tenían, porque, por mucho que tengan, nunca será suficiente. Se baja el listón de “ricos” a las clases medias. Y las clases medias, contribuyentes netas, se cabrean.
Cierran empresas, falta el trabajo, y cada vez son más quienes deben acceder a derechos / privilegios cada vez más escasos, más caros, para más personas y durante más tiempo.
Y el estado del bienestar acaba implosionando. Muere de éxito por no poder atender aquello que los políticos vendieron como derechos y que compraron con dinero ajeno. Y la sociedad se descompone.
Sólo hay una forma de evitar la descomposición: renunciar a los privilegios. Aceptar que cada uno es dueño de sus éxitos y de sus fracasos. Recuperar la responsabilidad individual. Reducir el estado a mínimos.
Ese día, los incentivos de acceder a un sistema injusto desparecen.
Ese día, los incentivos de acceder a un sistema injusto desparecen.
VOX es la respuesta que la socialdemocracia generó. Ni mejor ni peor. Es su consecuencia. Los políticos, todos los que jamás redujeron estado, todos los que lo incrementaron a costa de los individuos, crearon el monstruo. Ahora lloran y culpan a otros. Y sólo ellos son culpables.
