–A que en cinco manda un mensaje al grupo de que se queda en cama por un resfrío. Vas a ver –asegura ella.
Me río y espero que no sea el caso. Mi compañera le erra por media hora. En cuanto a la causa de su ausencia, alega hormigueos en un brazo y una pierna. (+)
“¿Parestesias?”, contesta la Flaca (el término médico que se usa para esos hormigueos). “¿Realmente no podés inventarte algo mejor?” Él no responde y ninguno de los otros miembros del grupo escribe nada. (+)
La mañana pasa entre malos humores, neumonías, piedras en la vesícula y un paciente lleno de gusanos en el tobillo para el que compro una planta de albahaca con cuyas sobras subo al comedor para añadírselas a la ensalada (+)
A las tres llega un mensaje al grupo: “Creo que me cuesta mover la mano”, pone el Jujeño. (+)
(+)
Cerca de las cinco lo veo venir a lo lejos. Algo en su forma de caminar me resulta raro. Es muy sutil el asunto, pero mis neuronas lo captan. Es como si la pierna derecha se levantara unos milímetros menos del piso que la izquierda. Su cara, además, denota esfuerzo, (+)
–Ni que estuviera inválido, che –me larga mi compañero con otro intento de sonrisa.
–En realidad es para mí que estoy cansada. Solo te la presto un rato –le contesto con otro.
(+)
La ubico en un recoveco en el pasillo y le tomo la presión ahí mismo. Está alta, demasiado para alguien sano de su edad. No le cuento cuánto dio. Tampoco pregunta.
–Levantá las cejas –le ordeno.
–¿Qué? No jodas. Acá no.
–¿Querés que te revise al lado de un agusanado?
(+)
Se resigna y me hace caso. Suben bien.
–Inflá los cachetes –sigo.
Trata. Sale raro el gesto.
–Abrí la boca grande.
En vez de una “O” se forma una “D”.
–Hacé con la boca como en el truco.
–¿Qué seña? –me dice y larga su media sonrisa.
(+)
–Vos sabés cuáles. No jodas –le contesto.
Hace todas haciéndose el canchero, y todas resultan extrañas, sobre todo la de un siete que para mí es el de espadas aunque no estoy segura. (+)
La comisura apenas se le estira un poquito para el lado que corresponde, como si estuviera con fiaca.
–¿Tan mal salieron? –pregunta y cambio la cara.
–Apenas –miento–, pero algo hay. Vamos al resto.
(+)
–Vamos a hacerte una TAC –le digo refiriéndome a una tomografía de cerebro.
Se pone pálido. Igualmente, asiente, se levanta y camina conmigo hasta el tomógrafo.
(+)
Llegamos y pretende avanzar hacia la consola como siempre.
–Vos ahora sos paciente –le remarco mientras le señalo uno de los asientos de la sala de espera (+)
Se sienta con cara de estar entregado a un destino que ve gris. Me apuro y golpeo. No contesta nadie. Apoyo la oreja en la puerta. El aparato no está funcionando. Abro. (+)
–Necesito un cerebro urgente –le largo de una–. Es para mi compañero de guardia.
–Y que venga él a pedírmelo entonces. ¿O me tiene miedo?
(+)
–Él es el paciente. Te lo pido yo como su médica.
–Si es tu compañero, vos no lo podés tratar. Además están trayendo dos de terapia y uno del shock room.
–Es una urgencia, en serio. Y tardás menos de cinco minutos en hacerla.
(+)
–Vos no me vas a decir a mí cuánto tardo. Eso solo yo lo sé.
–Bueno, solo te digo que es urgente. Sospecho que está teniendo un ACV.
–¿Un ACV? Si tus compañeros son todos pendejos.
–Eso no lo descarta.
(+)
–¿Pero está intubado? Porque si está teniendo un ACV a esa edad lo tiene que ver el emergentólogo, intubarlo y después me lo traés recién.
–No está para emergento. Menos para intubar.
–Entonces no tiene nada y puede esperar a los tres que vienen.
(+)
–En serio te estoy diciendo que es urgente.
–Y yo en serio te estoy diciendo que va a tener que esperar.
Me agoto. Salgo decidida a hablarlo con el jefe. Mi compañero está en la puerta.
–Dejame que hablo yo con él –me pide.
(+)
Me da bronca que tenga que hacerlo. No puede ser que el técnico cuestione mi criterio médico. Igual, sé que si él habla tenemos algo más de chance de que le haga el estudio, así que lo dejo tratar. Me quedo afuera. Mi compañía sólo va a restar. (+)
–Hay que esperar –sentencia.
Va para la sala de espera y se sienta. Estoy furiosa. Saco el teléfono para llamar al jefe. Justo me cruzo con la de imágenes y le cuento el caso a ver si ella puede hacer algo.
(+)
–A mí tampoco me la va a hacer. Se cree el dueño del hospital –contesta–. Igual si querés traelo y le vamos mirando el cuello.
(+)
Habla de hacerle una ecografía doppler de vasos del cuello, un estudio que habitualmente hacemos –después de la tomografía, el electrocardiograma y el laboratorio– para ver si el paciente tiene placas o algo en las arterias del cuello que pueda haber viajado al cerebro (+)
Agradezco el gesto y, ya que lo tengo ahí cerca, lo llevo. El resultado nos deja helados a los tres. Los mareos, el hormigueo, la falta de fuerza y su boca apenas chanfleada, todo tiene una explicación y es bastante fea: (+)
Ahí sí que corremos. Yo a llamar al jefe para que nos consiga la tomografía, la médica de imágenes a discutir con el técnico para que se la haga, y mi compañero a acostarse en la camilla al grito de “me la hacés ya mismo o te cago a palos”.
(+)
El jefe llega en menos de un minuto.
–¿Para qué llamás a la caballería si yo te dije que enseguida te la hacía? –me larga el muy mentiroso del técnico.
Abro la boca para contestarle, pero mi compañero me hace señas desde la camilla para que me calle. (+)
Lo interrogo para armar el resumen. Me confirma que es sano y que no toma ninguna medicación.(+)
Trato de no pensar al respecto. Hago las órdenes para que le saquen sangre (+)
–¡Animal! –se queja y pone cara de dolor.
–Tampoco seas tan llorón –le contesto sin poder ocultar mi cara de culpa.
Se ve que se me nota demasiado, porque enseguida se retracta:
(+)
–Nah, tranqui, te jodía nomás.
La ambulancia aparece apenas pasada la media hora. No se lo quieren llevar sin acompañante. Justo llega la mujer que lo abraza. Él se niega a ir en camilla y le pide al chofer que por favor traiga una silla. (+)
–¿Esto le parece un código rojo? –me larga histriónico el médico de la ambulancia.
–Creo que la disección de su carótida lo sería, sí –le contesto con el mismo tono mientras le entrego los estudios.
Se queda con la boca abierta en una “O” perfecta (+)
Viene el chofer con la silla. Él se sienta, le deseamos suerte y se lo llevan. Salgo a fumarme un pucho. Me encuentro a la Flaca fumándose otro afuera mientras se le resbalan las lágrimas por las mejillas.
(+)
–Soy un inmenso pedazo de mierda –escupe entre su llanto.
–No lo sos y lo sabés. Él tiró demasiado de la cuerda. Fue pedrito y el lobo versión hospitalaria –pronuncio y casi que me río por la ocurrencia.
Necesito reírme, pero a la vez se siente mal y me contengo.
(+)
–¿Y si se muere? –sigue–. Me voy a sentir una caca por el resto de mi vida.
–No se va a morir. Es joven y no tiene ni un factor de riesgo. Va a estar bien, calma.
–¿Vos me estás jodiendo? ¿La coca no te parece un factor de riesgo importante?
(+)
Me quedo mirándola. En mi cabeza se dibuja una botella de etiqueta colorada. Mis neuronas no logran entender lo que me está diciendo.
–¿Coca? –pregunto tímida.
–Sí. Merca. ¿O cómo te pensaste que hacía para aguantar tantas guardias y ser esposo y padre full time? (+)
No digo nada. No puedo. Simplemente me prendo el pucho que vine a fumarme, y sé que le va a seguir otro.