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#CosasQuePasanEnLaGuardia #70. Mañana difícil. Anoche casi no pude descansar. Pospongo el despertador unas cinco veces hasta que me quedo dormida con el celular en la mano y la alarma aplazada quince minutos más. Suena. Lo quiero revolear. Pienso en lo caros que están. (+)
(-) Descarto la idea y me levanto. Chequeo la hora. Chau desayuno y chau fiaca en el sillón mientras lo tomo. Me tiro el ambo encima, agarro mi riñonera, la mochila, el saco azul –con un agujero en la axila que siempre me olvido de coser–, y me apuro a la parada. (+)
(-) El colectivo no aparece. Espero y maldigo para adentro. Planeo, de ahora en más, dejar el celular en la biblioteca de la otra punta (como si mi cuerpo no fuera capaz de arrastrarse hasta ahí, posponer la alarma y volver a la cama). Pasan veinte minutos. (+)
(-) Veo a lo lejos la figura de tres colectivos que se acercan. No distingo los números, pero, por los colores, alguno puede que sea el que necesito (por acá pasan dos muy parecidos). Bajo del cordón y me adelanto en la calle para intentar confirmarlo. (+)
(-) Una señora piensa que me quiero colar en la fila y se pone de costado con los brazos extendidos para evitarlo.
–Sólo estoy mirando –le aclaro.
No contesta. Me mira con desconfianza. Tampoco relaja los brazos hasta que vuelvo a mi lugar. (+)
(-) Los colectivos se acercan hasta que logro constatar que uno es el que tanto esperé. Hago la señal correspondiente para que pare. Soy la única en la fila que la hace. Bajo a la calle. Está repleto y no frena. Puteo. La señora me mira horrorizada desde su lugar en la fila. (+)
(-)Le sonrío y veo que a mi colectivo lo agarra el semáforo. Corro y le golpeo la puerta al chofer. Me hace que no con el índice. Ni se molesta en esconder la sonrisa amplia que denota el placer que le produce el poder de elegir quién llega en hora a su trabajo y quién no. (+)
(-) Trato de memorizar su cara y le deseo –para adentro– que uno de estos días caiga en mi guardia con una tuberculosis horrorosa que le haya contagiado algún pasajero. Le devuelvo la sonrisa.
Revuelvo mis bolsillos en busca de algún billete para pagar un taxi. Cien pesos. (+)
(-) No llego ni a mitad de camino. Espero el próximo colectivo. Otra vez viene casi por explotar, pero ahora sí logro subir. Voy apretujada entre un señor de unos sesenta y cortos con aureolas en la camisa a nivel de las axilas y la frente empapada en transpiración, (+)
(-) una mujer apenas mayor que yo –envuelta en un sweater de lana amarillo bastante peludo– que parece haberse bañado en un perfume demasiado frutal para mi gusto, un chico de no más de veinte que prácticamente baila al ritmo de la música que le transmiten sus auriculares (+)
(-) –música que hace que el señor de sesenta y pico sacuda la cabeza cada dos por tres en señal de desaprobación y que yo, cada cuadra y media, me ponga a tararear–, una anciana con bastón a la que nadie le dio el asiento y a la que todos evitan mirar y dos chicas con uniforme(+)
(-) de colegio –de quince como mucho– que hablan sobre las ganas que tienen de cogerse a cierto profesor. Quiero decirles que si lo hacen usen preservativo, o que mejor sería que ni lo hicieran, que son chicas, que yo a su edad recién estaba por pensando en mi primer beso, (+)
(-) que además no está bueno mezclar las cosas, que a su profesor lo van a tener que seguir viendo unos años más y que si sale todo mal va a ser incómodo, que él seguro que es mayor de edad y hasta sería ilegal… Pienso en que me convertí en mi mamá y me callo.(+)
(-) Bajan a las tres paradas. Diez minutos después sube alguien con olor a úlcera o a dedos del pie podridos. Es ese olor fuerte, nauseabundo, que cuando aparece uno sabe lo que se viene. Busco con la vista y el olfato a la vez. El colectivo está tan lleno (+)
(-) que no logro identificar la fuente. Me fijo la hora. Mando un mensaje al grupo de la guardia avisando que llego algo tarde. El Jujeño contesta que él no viene porque está mareado. "¿Otra vez?", le contesta la Flaca desde su hartazgo. (+)
(-) “¿No estarás embarazado?”, pregunta otro de los chicos. “Ahora que lo decís, me tendría que haber venido hace dos semanas”, le responde él. La charla se desvía para el lado de si va a ser nene o nena y cómo le vamos a decir.
Llego cuando el pase está por terminar. (+)
(-) La Flaca tiene cara de traste. Es la única que está. Anotamos los pacientes que faltan y vamos para el estar médico. Le pido disculpas.
–No es con vos la cosa –contesta.
–¿Jujuy? –pregunto.
Hace que sí con la cabeza de forma ininterrumpida (+)
(-) mientras se muerde el labio de abajo que me resulta algo más grueso de lo habitual. ¿Se habrá puesto colágeno?, pienso. Estoy a punto de indagar al respecto cuando explota:
(+)
(-)
–¡Ma-re-os! –grita separando las sílabas con las manos hechas montoncitos–. Ahora el señor falta por mareos. ¿Qué va a ser la próxima? Porque ya tenemos gripe, indigestión, bronquitis y mareos por dos. La doble ya la tachó –agrega.(+)
(-)
–Y bueno, vos faltás por tus cursitos. Él no es nerd como vos y falta por mareos. Nadie es perfecto –la interrumpe el emergentólogo con cara seria, aunque estoy segura de que es un intento para hacerla enojar aún más.
(+)
(-)
–¿Cursitos? Yo me tomo los días de examen que la ley indica que me corresponden –arremete ella y él sonríe porque picó–. ¿Y ahora encima tengo la culpa de que él sea un burro y un vago?
–No, la culpa no. Sólo que bueno, cada uno decide en qué usa sus faltazos –contesta él.(+
(-) Yo le hago señas para que la corte. Él sigue con la sonrisa del guasón y sacude la cabeza con sutileza para ambos lados de forma intermitente cuando ella no mira. (+)
(-)
–Disculpame. Lo de él nomás son “faltazos” como vos decís. Lo mío son ausencias justificadas. Y, además, yo siempre mando reemplazo.
–Perdón, señorita perfecta, no todos podemos ser flacos y aplicados como vos –continúa él.
(+)
(-) Ella abre la boca demasiado grande. Parece a punto de darle un mordiscón. Se la tapo con los dedos de mi mano derecha totalmente extendidos.
–¿No ves que te quiere hacer engranar? –le largo.
–¿Engranar? –me contesta él–. ¿Ese término te lo enseñó tu abuela?
(+)
(-) Ni lo miro. Me centro en la Flaca a la que casi le sale humo por los ojos.
–Es que es siempre lo mismo –insiste ella–, no viene, no avisa o avisa sobre la hora, y los que nos morfamos el bolonqui por la misma plata somos nosotros.
Separo los labios. (+)
(-) Quiero contestarle algo que la calme, pero no se me ocurre nada. A mí también me embola la situación.
–Estoy harta –arranca de nuevo–. Ni siquiera se esfuerza por inventarse una excusa creíble.
La agarro del hombro y la sacudo en un intento de ponerle onda al día. (+)
(-)Su cara pasa de furia a resignación. Los que faltaban van llegando y –algunos más que otros– comentan sobre cómo viene borrándose nuestro compañero y sobre lo trucho de la excusa. Decido cambiar de tema y propongo que la Flaca nos haga un pase a los impuntuales. (+)
(-) Aprovecha para quejarse por nuestro horario de llegada y, recién después de eso, arranca. La mayoría son internados, tanto por clínica como por salud mental. Me llama la atención la cantidad de pacientes que intentaron suicidarse y los métodos que eligieron, (+)
(-) que van desde saltar al río sin saber nadar ni perrito hasta la ingesta de cinco comprimidos de un ansiolítico popular. Otro asunto llamativo son los pacientes internados por pies que requieren amputación pero que se niegan a someterse a dicha cirugía. (+)
(-) Hay uno en el consultorio cuatro que reza –según dicen– mañana, mediodía, tarde y noche y asegura que su dios (no sé a quién le reza) le va salvar el pie, y otro en el cinco que, en cambio, manifiesta confiar plenamente en el poder de los antibióticos (+)
(-) que ya le explicaron reiteradas veces que no alcanzan para combatir tal infección en el contexto del daño que le produjo su diabetes. Para completar los puntos que me asombran –si es que existe todavía algo en este hospital que lo haga realmente– está el hombre (+)
(-) que asegura haberse tragado un hueso de pollo hace dos días y que vino en la madrugada porque “todavía le molestaba”. A él se lo canta la Flaca; necesita alguien a quien retar. (+)
(-) Uno de mis compañeros decreta que me toca “la empastillada” porque, según él, a mí me tira el dramón.
–No es el drama, zapato –le contesto–. Es ayudar, eso que vos rara vez hacés –lo gasto.
(+)
(-)
–Y si tanto te gusta ayudar, ¿por qué no ayudás a los renegados de las piernas a asumir su destino? –contraataca.
Respondo que no sé hacer magia y me voy a lo mío.
La paciente tendrá unos veinticinco años. Tiene la cara cubierta de pecas y el pelo teñido de fucsia. (+)
(-) Relata que se quería morir pero que, como sabe que matarse es pecado, se tomó solo cinco pastillas con la esperanza de que Dios la entendiera y le diera el toque final. Está con la hermana que le pega en el brazo cada vez que habla de morirse o de matarse. (+)
(-)
–Si te vas, yo también me voy –le dice la hermana (que tiene un mechón verde flúo) evitando cualquier término que se acerque demasiado a la letalidad.
–¿Qué te vas a matar vos si tu vida es perfecta? –le responde mi paciente, que es más de salud mental que mía.
(+)
(-)
La chica del mechón verde sacude la cabeza y revolea los ojos.
–¿Qué sabés vos? –contesta.
–Tenés marido bueno, hijos lindos, trabajo fijo y plata.
–La fórmula de la felicidad –responde la de verde con franca ironía.
–Para mí, sí –sigue mi paciente.
(+)
(-) Me alejo un poco y las dejo hablar; se nota que lo necesitan. Mientras, mando un mensaje al grupo contándoles a los de salud mental de su existencia. Contestan que terminan con un adicto pasado de rosca y vienen. (+)
(-) De lo que logro pescar del resto de la conversación entre las hermanas de los pelos de colores me entero de que perdieron a los padres cuando eran muy chicas y que las crió una abuela viuda que se murió hace poco. Según lo que dijeron en el pase, (+)
(-) mi paciente llegó menos de una hora antes del mismo, sumida en un sueño profundo –de esos que a veces me encantaría poder alcanzar– acompañada por su hermana que traía la tableta de ansiolíticos vacía. El emergentólogo la revisó y el cuadro le pareció acorde (+)
(-) al consumo de dicho fármaco, por lo que le hizo el antídoto y volvió en sí –según me contó– protestando porque Dios no la había ayudado a morirse. Para cuando yo la veo la paciente está lúcida. Confiesa la ingesta de los cinco comprimidos del ansiolítico (+)
(-) que quedaban en esa tira (tuvo suficiente autocontrol como para no tomarse la otra que quedó entera en la caja) y niega haberse tomado comprimidos de otra clase. Igual, por las dudas, le hago un electro (con el aparato de los cuatro chupetes que pasó a ser de la guardia),(+)
(-) un laboratorio y un dosaje de tóxicos en orina.
Hasta que llegan los resultados, trato de hablarle de la vida que tiene por delante y de lo joven que es. Su respuesta es que su madre murió joven y ella está lista para lo mismo. (+)
(-) Intento entrarle por el lado de los sobrinos y lo mucho que la van a extrañar. Afirma que seguro van a estar mejor sin ella y su amargura. No hay por dónde lograr que afloje, o, al menos, eso siento. Por suerte aparecen los de salud mental y la dejo en sus manos (+)
(-) que considero mucho más capaces que las mías.
El día se va entre tres pacientes con neumonía, un hombre de unos cuarenta y largos con un pie diabético para amputar que –efectivamente– vino en el mismo colectivo que yo (él, por suerte, no se niega a la cirugía), (+)
(-)una señora con un ACV bastante feo que termina pasando a emergentología, dos pacientes con apendicitis, varios con gastroenteritis y cólicos renales, unas cuantas suturas y una mujer que viene por sangre en la materia fecal a la que le encuentro un tumor en el intestino. (+)
(-) Está tan anémica que los chicos de cirugía la internan para operarla. Agradezco su anemia al que sea que esté arriba.
La chica del pelo fucsia queda internada con consigna policial y llora –cada dos minutos– que Dios la abandonó. (+)
(-)
Su hermana me explica que se tiene que ir por sus hijos. Le aclaro que no necesita explicarme nada, que no hay problema y parece que se va con algo menos de culpa.
El Jujeño manda otro mensaje de que sigue bastante “volado”. (+)
(-) La Flaca lo lee le grita a un hombre con dolor de panza desde hace un mes que se vaya porque su caso no es para la guardia. Salgo y me prendo un pucho. Lo termino y compro tres alfajores triples de dulce de leche. (+)
(-) Me guardo uno en el bolsillo, le doy uno a mi compañera, y el que queda va para la paciente de los ansiolíticos y los rezos. Lo agarra y llora. Vuelvo a la entrada fumarme otro pucho y le mando un mensaje al Jujeño –no por el grupo sino directo– de que se mejore pronto. (+)
(-) Tengo miedo de que falte de nuevo pasado mañana que nos toca guardia juntos otra vez. Me duelen los pies, los gemelos, los glúteos, las manos, los brazos, el cuello, el cuero cabelludo y hasta las orejas, y mi alma no da más.
(RELATO ENCADENADO CON EL PRÓXIMO, PACIENCIA)
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