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#CosasQuePasanEnLaGuardia #72. Cinco de la mañana. Estoy de guardia con un suplente que nunca vi antes. Es bastante callado y va de acá para allá totalmente en la suya. No cruzamos casi palabra alguna fuera del saludo y presentación a su llegada. (+)
(-) Ella llega a eso de las tres. La guardia viene mortalmente aburrida. La dejaron pasar por la entrada de ambulancias –junto a sus acompañantes– sin anotarse en la lista. Pienso en invitarlos a hacerlo, incluso a salir y entrar por donde corresponde. (+)
(-) Lo lógico sería que los de seguridad acataran la orden de “por acá no entra nadie que no se esté muriendo” que se les dio en reiteradas oportunidades, pero no, no la cumplen. Me pregunto cuánto lo hacen por evitar el conflicto (+)
(-) (apenas alguien grita que es una urgencia, lo dejan pasar) y cuánto porque creen que de este lado nos la pasamos tomando mate o algo así. Me trago la bronca y me resigno a atenderla antes que a los de la sala de espera; ya tuve suficientes peleas durante el día (+)
(-) por hechos del estilo y no me quedan fuerzas para discutir sobre la gravedad de su cuadro o la ausencia de la misma.
La recorro con la mirada. Es colorada pero el maquillaje le tapa las pecas. (+)
(-) El delineado parece habérsele derretido y le surca las mejillas. Resulta acorde a su boca ladeada hacia la derecha en un grito mudo, desencajado. La acompañan dos hermanas de edades parecidas a la suya (peri treinta calculo) (+)
(-) y un ex novio que al rato me entero que apareció en el cuadro como enviado por un destino juguetón.
–Hijos de puta –repite ella una y otra vez entre indignada y rebosante de angustia–. Son unos hijos de puta.
(+)
(-) El hombre la abraza y se lo nota feliz de poder brindarle tal contención. Una hermana –pelirroja como ella– intenta calmarla. La otra –de pelo más castaño que rojizo– observa la escena con detenimiento y frunce las cejas, la boca y hasta la nariz (+)
(-) en ese gesto tan característico que pocas personas en el mundo logran hacer, una de ellas, mi abuelo.
Me dirijo a la paciente y le pregunto su nombre. Se llama igual que esa compañera de colegio que en cada partido de volley se burlaba de que yo no servía(+)
(-) ni para aguatera suplente, y espero que resulte un poquito menos desagradable que ella por lo menos. El hombre la escucha deletrearme el apellido y la mira como si acabara de entonar una ópera complejísima sin ningún error. (+)
(-) La hermana castaña resopla.
–¿Qué te trae por acá? –arranco.
–Unos hijos de puta –contesta ella.
La expresión de su ex no cambia ni un poco ante tal expresión.
–¿Me explicás un poco más? –le pido a la paciente.
(+)
(-)
Ella arranca a llorar y me muestra la mano. Me pregunto si le habrán querido robar. Ninguno de los otros tres se digna a aclararme el panorama. Después de unas cuantas lágrimas que se llevan otro tanto de delineador, retoma el relato. (+)
–Me manoseó las tetas y me defendí –dice mientras aspira los mocos que se le empiezan a resbalar–. Me defendí y los hijos de puta se la agarraron conmigo –sigue.
Tiene las manos hechas puño. Sus uñas –que creo que son esculpidas– están incrustadas en las palmas. (+)
(-) Quisiera pedirle que afloje, que se va a lastimar, pero no me parece prudente en medio de tanta furia, ni tampoco lo más relevante.
–¿Puedo preguntar qué te hicieron? –pronuncio con algo de miedo.
(+)
(-)
–El muy cagón empezó a los gritos, y los hijos de puta vinieron a sacarme. De paso metieron mano los soretes.
No sé dónde fue ni quiénes eran el cagón y los hijos de puta, pero ya los odio y ruego para que caigan en mi guardia.
(+)
(-)
–¿Te duele algo además del alma? –pregunto así como me sale.
Me arrepiendo de la última parte, aunque sé que eso es lo que más debe dolerle. La miro. No parece ofendida. Ante mi oración, el hombre le acaricia la espalda, y la hermana colorada le aprieta el hombro izquierdo(+
(-) Se le resbalan otras tantas lágrimas más mientras alza la mano derecha y me muestra la muñeca. Está oscura, hinchada y duele de solo mirarla. Al mismo tiempo se levanta la remera del costado izquierdo y exhibe unos cuantos moretones.
(+)
(-)
–No mires –le indica al ex.
Él cierra los ojos sin mucho ímpetu. Ella mira hacia los costados (estamos en el pasillo y no hay ni media camilla libre), ve que no viene nadie y se sube un poco la pollera. Tiene manchones violáceos en ambas piernas sobre su cara interna (+)
(-) y ruego para adentro que no lleguen más arriba.
–¿Te violaron? –pregunto sin pronunciarlo, marcando las palabras con los labios para que no se entere nadie que ella no quiera.
Cierro un segundo los ojos y casi rezo por un no.
(+)
(-) Los abro y el alivio llega en forma de cabeza que gira hacia ambos lados.
–Solo me pegaron y me manosearon –dice mientras se acomoda la pollera, como si eso no alcanzara para provocar sus lágrimas.
(+)
(-) El hombre despega sus párpados, la mira y vuelve a las caricias de la espalda. Me dan ganas de decirle que tal vez no le hagan bien en este momento, pero decido callarme; al fin y al cabo, él la conoce mucho más que yo. (+)
(-) Estoy haciendo las órdenes para las placas que considero que amerita cuando aparece el de seguridad:
–Un acompañante por paciente, por favor –les pide sin consultarme.
(+)
(-) Me pregunto dónde estaba cuando el drogadicto de siempre le pegó a la enfermera o cuando la hija de una paciente oncológica internada por clínica me gritó porque su madre tenía el pañal sucio y "yo no hacía nada". (+)
(-)
–Está bien, no me molestan –le contesto tratando de tragarme el enojo que me provoca que ahora quiera hacerse el competente.
–Es que por algo están las reglas, doctora –insiste.
Lo miro fijo. (+)
(-) Trato de transmitirle por telepatía que es hora de que se calle y se retire antes de que me haga explotar.
–Por favor –les repite a los acompañantes de mi paciente.
–Otro pedazo de hijo de puta –larga ella por lo bajo, aunque no demasiado.
(+)
(-)
–¿Disculpe? –contesta él–. Le voy a pedir que no me falte el respeto o voy a tener que hacer que se retire.
Es el mismo que no me defendió cuando el hombre al que encontré pegándole a su madre me quiso pegar a mí. A él no lo hizo salir. (+)
(-) Tampoco hizo nada cuando una mujer en la sala de espera me revoleó una bandeja con arroz (que alguien le había conseguido del comedor) como queja por la demora. Reitero mi mirada, que ya creo que es de asesina serial, y avanzo hacia él. (+)
(-)
–De acá no se va a retirar nadie –arremeto–. Mi paciente necesita toda la contención que pueda tener, y a mí, que soy su médica, no me molesta la presencia de su familia.
–¿Usted no escuchó lo que me dijo? –me responde haciendo evidente su ofuscación.
(+)
(-)
–Yo escuché a una mujer angustiada, a una mujer a la que vos dejaste pasar por la entrada de ambulancias porque consideraste que era una urgencia, y a la que voy a atender como querías –le largo.
Creo que ya largo rayos láser por los ojos como el personaje de X-men.
(+)
(-)
También debe salirme fuego o espuma por la boca, y algo de todo eso surte efecto, porque el guardia se va con la misma cara de resignación que debo haber puesto yo cuando vi entrar a la paciente por el lugar incorrecto. (+)
(-) La hago sentar en el pasillo mientras busco un camillero. Me encuentro con el copado que siempre quiero que esté y lo abrazo. Viene enseguida con una silla y hasta los acompaño a rayos. (+)
(-) Mientras le hacen las placas a la paciente, la hermana colorada me cuenta que todo pasó en un boliche.
–En un boliche bien, lejos de nuestro barrio –aclara.
–Boliche bien pero peor –interrumpe la castaña.
(+)
(-)
–Es que ni sé para qué van a bailar –se mete el hombre–, ustedes saben bien cómo está la mano.
–Nadie te pidió opinión –le gruñe la castaña.
–¿Pero cómo fue la cosa? –le pregunto a la colorada con tal de frenar la pelea que huelo venir.
(+)
(-)
–Nosotras habíamos ido a la barra con unas amigas–dice señalando a su hermana–. Ella estaba bailando con… bueno… con… –mira al ex de la paciente y no llega a terminar la frase.
(+)
(-)
–Con un flaco, decilo que él no es su dueño –se mete la castaña que se nota que no lo quiere ni un poco.
El hombre levanta los hombros, casi dándole la razón.
–Bueno, estaba bailando con uno cuando viene un borracho amigo de ese por atrás y la agarra de las tetas.
(+)
(-)
–Escuchamos los gritos –dice la castaña mientras se muerde un mechón de pelo.
Se le nublan los ojos y parece que va a llorar también.
–Miramos, pero solo vimos un tumulto y el barman nos acababa de regalar unos chupitos, así que volvimos a eso –sigue (+)
(-)
y se le hace un nudo en la voz.
–Después no la encontrábamos por ningún lado y le preguntamos al chabón con el que bailaba –continúa la colorada–. Nos dijo que la habían echado por loca y le metí un cachetazo, pero a mí no me sacaron.
(+)
(-)
–Ahí fuimos para afuera –retoma la castaña–, pero no la veíamos. Los patovas entraron riéndose.
Se le escurren dos lágrimas y se las seca rápido con la misma furia con la que mira cada tanto al ex de su hermana.
(+)
(-)
–Ella estaba conmigo más para el costado–se mete él.
Recién ahí caigo en que su voz resulta demasiado aguda para su contextura.
–Yo ni la había visto adentro –sigue–. Fue casualidad que salí a fumar y los vi forcejeando (+)
(-)
a unos metros de la entrada. Vi que era una chica nomás, y pelirroja, sí, pero hay muchas en el mundo. Ni supe que era ella hasta después. Les grité y la largaron. Les grité que estaban locos y les quise pegar, pero la vi mal y fui a donde estaba ella.
(+)
(-)
La hermana castaña retoma su cara de odio y abre la boca para callarlo. Él retoma su discurso antes de que lo logre.
–Ahí me di cuenta recién. Fue el destino, yo lo sé.
(+)
(-)
–¿Qué destino ni destino si fuiste a ese boliche vos solito a buscarla porque tu amigo te buchoneó que íbamos a ir? –le escupe ella.
Él ni llega a defenderse que justo aparece el camillero con mi paciente y sus placas. (+)
(-)
Las miro. No le veo costillas rotas y la muñeca tampoco parece fracturada. Igual llamo a los de tráumato para que se la vean, y a los de cirugía para que le hagan una ecografía de la panza; el golpe le dio cerca del bazo. (+)
(-) Mientras espero, encuentro una camilla libre en un pasillo y la hago acostarse. Le pido a los acompañantes que salgan un momento para poder revisarla.
–¿Segura que no pasó nada más ahí? –le pregunto señalándole los moretones que tiene en ambas piernas del lado que rozan.
(+)
(-)
–Fue solo un rodillazo –contesta–. Me lo dio uno cuando le ensarté las uñas porque me estaba manoteando todo.
Pienso en qué habrá sido todo, y decido mejor ni preguntar. Solo quiero meterle un rodillazo yo ahí abajo al que ya considero –al igual que ella– un tremendo sorete+
(-)
–¿Hiciste la denuncia? –indago.
–¿Para qué? Si no les van a hacer nada –responde otra vez entre lágrimas.
Tiene los puños apretados.
–Yo la haría –me meto–. Si querés los puedo llamar acá –le ofrezco.
(+)
(-)
Niega.
–Es importante. No podemos seguir quedándonos calladas –le largo y me muerdo la lengua.
Pienso en lo que gritó, en lo que lloró y me arrepiento de mis palabras. Ella si algo no hizo fue callarse. (+)
(-) Asiente resignada. Trata de contener las lágrimas. Yo le aprieto el hombro como antes hizo su hermana colorada. Afloja las manos. Le miro las uñas. Son largas, duras y tres están partidas. (+)
(-) Me pregunto si no sería mejor hacerme unas así para la próxima vez que decida salir de noche. . Me acuerdo de que no voy a bailar hace años y caigo, además, en que le haría doler a mis pacientes al revisarlos; descarto la idea (+)
(-) y trato de concentrarme en el examen físico que todavía no arranqué.
Le pido que se levante un poco la remera. Mi compañero suplente pasa por al lado y la mira con cara de baboso. Lo fulmino con los rayos equis que usé antes en el de seguridad y entiende la indirecta. (+)
(-) Sigo con la paciente. Sus signos vitales resultan estables, su panza blanda, y el aire le entra bien. Los de tráumato le indican una muñequera porque resulta que se hizo un esguince, y los de cirugía deciden dejarla en observación, aunque por ahora no le encuentran nada. (+)
(-)
Llamo al 911 y me dicen que ahí vienen. También le escribo a la trabajadora social para que contacte al escuadrón de violencia de género cuyo teléfono no encuentro (ella siempre es la que se ocupa de eso). (+)
(-)
Hago pasar a sus acompañantes otra vez y los dejo quedarse con ella. El Sr. Destino le acaricia la cabeza y la hermana castaña cierra las manos como puños; parece que es algo de familia. (+)
(-)
–Te dije que no tenés que ir a bailar –le dice él a mi paciente–. Las matan por todos lados y ustedes no aprenden. Prometeme que no vas a ir más, y menos vestida así.
El hombre le señala la pollera –mucho más larga de las que suelo usar– y la remera (+)
(-) que me encantaría ponerme si tuviera algo más de tetas.
Ella no le contesta. Yo me muerdo la lengua y trato de no meterme donde no me llamaron. Veo el odio que se acentúa en la cara de la hermana castaña. Me mira. Bajo la cabeza y me devuelve el gesto. (+)
(-)
Voy para la entrada de ambulancias a fumarme el pucho que tanto necesito. Me encuentro con mi compañero reemplazo que se está fumando uno.
–¿Qué le pasaba al gato ese? –me pregunta en un intento de establecer una conversación.
(+)
(-)
–Yo te recomiendo que cierres la boca en vez de decir pelotudeces –le escupo y vuelvo para adentro.
Me trago las ganas de largarle unas cuantas, incluyendo todo lo que le quise decir al ex novio de la paciente, solo porque tengo que trabajar con él por el resto de la noche(+
(-) durante no sé cuántas guardias más hasta que vuelva el Jujeño, si es que algún día vuelve. Camino hasta el baño, entro y me encierro. Me apoyo en el lavatorio, pienso en todas las veces que me callé y me lleno de gritos contenidos que necesitan salir. En vez de eso, lloro.
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