#CosasQuePasanEnLaGuardia #69. Noche de miércoles. En realidad, madrugada del jueves. Miro la lista de los pacientes por llamar: el primero es una faringitis, el segundo un síndrome gripal, la tercera tiene diarrea, la cuarta una infección urinaria, el quinto dice “insomnio” (+)
(-)y la sexta pone “dolor de pecho” entre signos de interrogación. Considero que la última es la más importante y la llamo primero.
–Ahí voy –grita desde el fondo una voz femenina que no parece superar los cuarenta años.
(+)
(-) El de la faringitis se queja de que no da más de la fiebre. Le toco la frente como hacía mi papá. En realidad, él lo hacía con los labios, pero creo que resultaría demasiado extraño y opto por usar mi mano. No está ni tibio y se lo digo. (+)
(-)
–Es que ahora me bajó, pero hace dos días que vengo con ibuprofeno –aclara.
–¿Y por qué consulta recién ahora?
–Es que vino la familia de visita, y familia mata anginas, usted entenderá.
(+)
(-)
–Claro, entiendo, pero entonces usted también entenderá que dolor de pecho también mata anginas –le contesto.
Baja la cabeza –creo que en señal de que gané– y se traga sus palabras.
Desde el fondo viene caminando una chica de veintipico. Veintipocos diría. (+)
(-) Tiene en la espalda una mochila más grande que ella. Además, trae una bolsa –de la que asoma un peluche celeste– y un bolso de mano.
–Acá estoy –me dice.
No tiene cara de estar infartándose ni nada parecido. (+)
(-) Igual la hago pasar antes de que el señor de la faringitis arremeta con que fiebre mata dolor de pecho sin cara de tal en paciente joven. Cierro la puerta mientras pienso que tenemos que pedirles a los orientadores que pongan en la lista la edad de los pacientes (+)
(-) al lado del diagnóstico (si hubiera sabido que tenía veintipico, con lo poco probable que es un infarto a esa edad, probablemente no le habría dado prioridad). Igual, ya está, ya la llamé, así que sigo con ella. (+)
(-)
Le pregunto cómo se llama y me contesta un nombre de flor –del estilo de Lila o Azucena– con tonada que me indica que no es de acá, aunque tampoco sé de dónde. Sus veintipico resultan ser treinta y yo le envidio su cara de nena.
(+)
(-)
–Todavía no lo puedo creer. Treinta ya. Es que los cumplí a las doce –aclara.
Pagaría por ver su reacción cuando cumpla cuarenta.
–Feliz cumpleaños –le digo y sonrío.
Ella me devuelve la sonrisa y se agarra el pecho.
–¿Te duele? –pregunto.
(+)
(-)
Me responde con su cabeza que sube y baja. Se agarra más fuerte, con la mano como una garra a la altura del corazón. Si no fuera por su edad, estaría corriendo para hacerle un electro.
–¿Desde cuándo estás así?
(+)
(-)
–¿Dos horas? El micro salía doce y media y el dolor empezó un poco antes… –contesta y yo me pregunto si la que viajaba era ella, si iba sola o con alguien, si decidió a no subirse o si le pidieron que no suba, y por qué no lo hizo.
Decido, por ahora, no indagar al respecto+
(-)
–¿Y se te va para algún lado el dolor? –pregunto como si no hubiera nombrado el tema micro, aunque mi cabeza sigue girando en torno al asunto.
–Para el cuello. La garganta. No sé. De a ratos es tan fuerte que no me deja respirar.
(+)
(-) Le pido un dedo para ponerle el saturómetro. Tiene las uñas pintadas de fucsia y dudo que lea. Busco la única que está algo salteada.
–Me pasó en la terminal –acota con vergüenza como si fuera necesario venir al hospital en un estado de pulcritud absoluta.
(+)
(-) Le muestro las mías con restos de esmalte rosa claro mal sacado, mordidas y con pellejos alrededor.
–Me las pinté hace una semana para un casamiento. Recién ayer me digné a sacarme los pedazos, y ni siquiera lo hice muy bien –comento.
(+)
(-) Sonríe sin soltarse el pecho que tiene apretujado con la otra mano. El aparato marca noventa y nueve por ciento de saturación de oxígeno en sangre –lo máximo posible– y me tranquiliza.
(+)
(-)
–Mirá –le digo señalándole el visor del saturómetro–. Este noventa y nueve muestra que el aire te llega bárbaro a los pulmones.
–Es que ahora sí que respiro. Es de a ratos.
–Bueno, cuando sientas que te pasa eso, me avisás y lo ponemos de nuevo.
(+)
(-)
Asiente y se comprime con el pecho con el talón de la mano. Tiene la boca abierta y la frente fruncida en un gesto que denota aflicción.
–¿Cómo es el dolor? –indago.
–Fuerte.
(+)
(-)
–No me refiero a eso. ¿Te aprieta? ¿Te quema? ¿Es como si te clavaran un cuchillo? ¿Te arde?
–Lo primero. Es como si tuviera un elefante sentado arriba del pecho.
–¿Y ya te había pasado?
–No. Nunca. Yo creo que me estoy infartando. Sé que no puede ser, pero pienso eso.
(+)
(-)
–Bueno, tranquila –le digo y me acuerdo de la mujer que dejó plantado al señor de las caricias–. En un rato te hago un electro y seguro que va a dar bien.
Interrogo acerca de sus antecedentes; no tiene ninguno salvo una operación de las amígdalas de chica.
(+)
(-) Tampoco es alérgica a nada y la única medicación que toma son pastillas anticonceptivas. Es flaca, creo que demasiado. Me pregunto el color de sus uñas debajo del esmalte. Igual considero que no es el momento para indagar sobre posibles trastornos de la alimentación. (+)
(-) Paso al examen físico. La frecuencia cardíaca y la presión están algo aumentadas, como en cualquiera que tiene dolor. No tiene fiebre. Su evaluación neurológica es normal, el aire le entra bien y no le duele el pecho cuando le aprieto ni cuando mueve los brazos. (+)
(-)Busco el electrocardiógrafo. Encuentro uno que nunca había visto y un enfermero me informa que el emergentólogo lo tomó prestado –probablemente sin que nadie se entere– de alguna de las salas del piso, después de que el de la guardia fuera robado durante el pase de guardia.(+)
(-) Tiene cuatro de los seis “chupetes” que debería tener. El nuestro tenía uno. “Es un progreso”, pienso con cierta ironía. Lo empujo –hasta el consultorio donde dejé a la paciente– sin que se trabe ninguna rueda. Festejo para adentro. (+)
(-)
La hago acostarse y le pido a los hombres que están el mismo consultorio –y que no pueden salir de él– que cierren los ojos o miren para otro lado. No tengo otro lugar para hacerle el electro donde pueda tener algo de privacidad. (+)
(-) El anciano de enfrente mira para un costado y espía cada tanto. Su mujer se le para adelante tratando de prevenirlo. El chico joven, más respetuoso, se gira hacia la pared e intenta dormirse. (+)
(-) La paciente se levanta la remera y le coloco los chupetes y pinzas del aparato que –por más que apriete reiteradamente el botón de inicio– se niega a funcionar. Muevo el enchufe, el cable a tierra; nada. (+)
(-) Le tiro alcohol a todos los lugares en los que contacta con la piel de la pobre paciente que está con su corpiño a tono con sus uñas –y la mitad de las tetas– al aire. Tampoco. (-)
(-) Ella cada tanto se agarra de los bordes de la camilla con ambas manos como si le estuviera por clavar un bisturí en el corazón. Saco y vuelvo a colocar cada conector en su respectivo chupete o pinza. El maldito aparato sigue sin andar. Aparece mi compañero suplente. (+)
(-)Le pido ayuda.
–Es que el coso este es una mierda y no funciona sin todos los chupetes puestos –me dice–. Quiere seis sí o sí. Exigente el guacho– agrega y desaparece.
Yo me quedo pensando si realmente se refiere a lo que creo (+)
(-) y si existe alguien, a nuestra edad, que llegue a seis o siquiera a tres.
Vuelve a los pocos segundos con algodón, alcohol y tiras de cinta. Echo de mi cabeza la casi película porno que me acabo de armar. (+)
(-)Corta pedazos chicos de algodón, los moja con alcohol, envuelve con eso los dos palitos a los que les faltaba el chupete y pega el plástico –que está atrás de los palitos metálicos envueltos en algodón borracho– a la piel de la paciente con dos tiras de cinta puestas en cruz.+
(-) La chica sigue con los ojos cerrados y él aprovecha para relojearle las lolas. Le hago cara de que no da y se ríe.
–Probá ahora –me indica.
Aprieto el botón de arranque con los ojos entrecerrados y el papel va saliendo.
(+)
(-) Aplaudo y me enojo conmigo misma por esa mezcla de amor y odio que se apoderó de mi persona.
–Con qué poco te emocionás –me larga, se pasa la lengua por los labios y se ríe.
Ahí se me va el poco amor que podía haber (+)
(-) y me dan ganas de volarle de un sopapo la tremenda cara de pajero, aunque, dado que tengo que sobrevivir con él el resto de la guardia, me contengo y le pongo mi sonrisa falsa que se nota que lo es. La interpreta perfecto y se va a suturar. (+)
(-) Miro el electro de la chica. Me parece totalmente normal, aunque por las dudas se lo muestro al cardiólogo que lo confirma y me manda a darle un ansiolítico.
Vuelvo al consultorio, contenta por las relativamente buenas noticias.(+)
(-) La remera de la chica ya le cubre el corpiño fucsia y ella se agarra el pecho con la mano en garra como antes. Aprieta los ojos y parece que trata de controlar su respiración.
–No te estás infartando –le informo con mi sonrisa cálida, (+)
(-) esa que no le hice ni una vez en todo el día a mi compañero.
Casi que aplaudo al decirlo, pero me contengo cuando veo las lágrimas que se le empiezan a escurrir. Es como si hubiera abierto una compuerta. Arranca de a poco, casi tratando que no se note, y, de repente, explota+
(-) Llora fuerte y acompaña sus lágrimas con un grito ahogado. Se aprieta el pecho, se agarra la garganta y el pecho otra vez.
–Yo sabía –pronuncia entre medio de su llanto–. Estoy loca. Yo sabía que era eso, pero no quería. Es que no puedo más.
(+)
(-) Esto último le sale desde lo más profundo de su ser, entre ahogado y desesperado. Se agarra el pecho con las dos manos, casi como si así pudiera llegar adentro. Tiene la cara deshecha, desarmada. Los músculos de las distintas expresiones faciales están en huelga;(+)
(-) ya no tiene fuerzas para moverlos. Quedaron fijos entre el hartazgo y el agotamiento extremo mientras las lágrimas se resbalan. Le acaricio la espalda despacio, como en un pedido de permiso. No sé si un abrazo de una extraña le vaya a venir bien en este momento, (+)
(-) y, además, no quiero interrumpir esa erupción de tanta angustia contenida que parece necesitar.
–No puedo más. No doy más. Necesito que se termine –llora y grita a la vez.
(+)
(-) El anciano pispeador de corpiños no le despega la mirada, aunque ahora denota una mezcla de incapacidad para entenderla con ganas de hacerla callar, y –de tanto en tanto– sacude la cabeza hacia ambos lados en un movimiento sutil. Su mujer resulta lo opuesto: (+)
(-) todo su cuerpo refleja que quiere abrazar a la chica tanto como yo. El chico respetuoso de la camilla de al lado sigue volteado hacia la pared y ahora se tapa la cabeza con la manta azul y verde que algún pariente le debe haber traído. (+)
(-) Intenta, además, amortiguar los quejidos de la chica de fucsia aplastando la almohada –que también le tiene que haber traído un pariente o amigo– sobre su oreja que apunta hacia el techo. La gira, la aprieta con fuerza, la pone horizontal primero y luego longitudinal (+)
(-) y vuelve a la posición original en que la emplea para el fin que fue pensada. Temo que en cualquier momento explote contra la chica con un “callate” o “dejame dormir” de esos que suelen escucharse acá durante la noche o incluso en la hora de la siesta. Por suerte, no lo hace+
(-) La chica ya no dice nada, solo llora y parece que se va derritiendo en tal acción.
–¿Querés que llame a alguien? –le ofrezco.
Su cara vuelve a lo tormentoso del principio.
–¿Para qué? Si están todos lejos. Ya no me queda nadie acá –dice y mientras lo pronuncia (+)
(-) se intensifica ese llanto sin final.
–Ya no hay nadie acá y yo no puedo más. No quiero más –agrega.
Suena al límite. Entiendo que necesita ayuda –toda la que sea posible– y la necesita ya mismo. Les mando un mensaje a los de salud mental de que los necesito urgente. (+)
(-)No me animo a dejarla sola para ir a buscarlos.
–¿Querés contarme? –la incentivo mientras tanto.
–Es que ni yo sé –contesta y llora también por esto.
–Entiendo. Lo que te salga, si querés.
Baja la cabeza y asiente en el trayecto. (+)
(-) Se queda pensando y las tormenta se vuelve silente. Miro el celular. No contestaron. Llamo a la psiquiatra. Me manda el contestador.
–Solo sé que no puedo más con mi vida –arranca.
Me siento al lado suyo como si fuera una amiga (+)
(-) –que creo que es algo que necesita más que un médico– y la miro a los ojos en señal de que la escucho y de que estoy.
–Aprieta –dice–. Aprieta adentro, todo el tiempo, me cuesta respirar.
–¿Te pasa todo el tiempo? –le pregunto.
–Cada vez más.
(+)
(-)
–Entiendo. Me gustaría ayudarte. Estoy segura de que tiene que haber una salida mejor.
Remarco esta última parte. La enfatizo para que sepa que entiendo lo que está pensando. La esposa del mirón asiente. La chica casi que también.
(+)
(-)
–Estás angustiada, muy, pero te aseguro que va a pasar y vas a estar mejor –sigo.
Le agarro la mano (no sé qué le habrá pasado, ni tampoco es el punto, solo quiero ayudar a que no se sienta tan acorralada). Me la aprieta. Hago lo mismo. (+)
(-)Llora finito, casi como una llovizna.
–¿Te enojás si llamo a alguien que es mejor que yo en estos temas para que hable con vos? –le pregunto rogando para que su respuesta sea que no.
Sé que no soy el tipo de profesional que sus circunstancias ameritan. (+)
(-) Niega. Lo hace en cámara lenta, como si cada centímetro de ese movimiento le costara un esfuerzo abismal.
–Para lograr dejar de sentirte así, lo primero es pedir ayuda, y vos lo estás haciendo. Es un paso enorme y estoy segura de que vas a poder con el resto –le recalco (+)
(-)con una sonrisa.
Sus comisuras se estiran unos milímetros y eso es un montón.
Le pido que me espere unos segundos y voy a la puerta del consultorio que da al pasillo interno a llamar a la psiquiatra. No quiero alejarme demasiado. Marco. Contestador otra vez. Pruebo de nuevo(+
(-)Misma respuesta.
Estoy dispuesta a repetir el proceso ochenta veces hasta que me atienda. A la cuarta responde:
–¿Qué pasa? –larga con fastidio y voz extremadamente dormida.
(+)
(-)
–Tengo a una chica en medio de una crisis de angustia tremenda con ideas de muerte –le digo bajo con la boca hacia el pasillo para que la paciente no escuche.
–¿Pero trató de matarse o no?
–No todavía, pero creo que puede llegar a hacerlo si la dejo irse.
(+)
(-)
–Seguro que quiere llamar la atención –sentencia y me acuerdo del chico del debut psicótico que para ella “seguro tenía gastritis y palpitaciones”.
–No me parece. Se la ve muy mal –le contesto remarcando el muy.
(+)
(-)
–Me imagino, como a todos los que quieren llamar la atención.
–Bueno, necesito que la veas y la evalúes. Ahí me dirás si era solo un llamado de atención o no, así aprendo. Por ahora, yo creo que no lo es.
(+)
(-)
–Sí, pero ahora no puedo ir. Estuvimos con un caso tremendo y tengo que hacer pilas de papeles.
Quiero preguntarle si los firma dormida y si en vez de escritorio usa su almohada, aunque me contengo. (+)
(-)
–Dale un ansiolítico fuerte así se calma y de paso se duerme y la vemos en la mañana –agrega y corta.
Le iría a tirar la puerta de la habitación abajo si la creyera capaz de ayudar a la paciente, pero, para este punto, me arrepiento de haberla llamado.
(+)
(-)Justo pasa una de las enfermeras. Le pido si me acerca un comprimido de algún ansiolítico y un vaso de agua.
–¿Para vos? –pregunta y se ríe.
–Para una paciente que no quiero que se mate –le contesto y se le apaga la sonrisa.
(+)
(-) Vuelvo con la chica. Le explico que los de salud mental no pueden venir por ahora, pero que me indicaron darle algo para que se sienta un poquito mejor. Asiente. No pienso darle una dosis “tumba-caballos”, pero sí algo para ayudarla. Viene la enfermera, parto la pastilla (+)
(-) y le doy la mitad a la paciente que la toma en medio de su llanto que cada vez es menor.
–¿Querés hablar de lo que te pasa? –le ofrezco–. Tal vez te ayude a desahogarte.
(+)
(-)
–Es que no sé bien –contesta–. Sólo sé que me escapé para acá hace casi diez años y estaba todo bien, pero todos se fueron volviendo y yo no puedo, y ahora no soporto estar acá ni tampoco allá.
No pregunto de qué se escapó. No quiero presionarla. (+)
(-) Tal vez me lo diga más adelante si le doy suficiente confianza.
–¿Y no te hiciste amigos de acá?
–Maso. No como los de allá.
–Entiendo. ¿Dónde es allá? ¿Muy lejos? ¿No podés pedirle a alguien de allá que venga a acompañarte al menos por ahora? (+)
(-) Pronuncia el lugar y es un pueblo que no sé dónde queda. Trato de memorizar el nombre para buscarlo en internet en un rato, pero enseguida se me olvida. Dice que está a trescientos kilómetros, que todos trabajan o estudian, que tienen su vida y no pueden dejarla por ella. (+)
(-)
–Además, me van a decir que vaya para allá que hace mucho que no voy, y yo no les puedo explicar por qué no voy a hace tanto.
(+)
(-)
–¿Estás segura de que no hay nadie a quien puedas explicarle? Yo creo que hablarlo con alguien te sacaría un peso de encima, y además, si saben lo que pasa, tal vez alguno pueda hacerse un hueco y venir.
–Es que no puedo. Los destruiría. Allá todos lo aman –contesta
(+)
(-) y se me estruja todo adentro
–Entiendo, pero seguro que tu familia también te ama a vos y te quiere cuidar.
–Es que mi familia es su familia –aclara y yo me lo veía venir–. No quiero que tengan que elegir. Se van a poner muy mal. Y encima si lo eligen a él, ¿qué hago?
(+)
(-)
Lagrimea. Se agarra el pecho y el cuello otra vez. La sola idea la ahoga.
–Mirá, yo creo que tenés todo el derecho del mundo a hablar con tu familia para que te acompañen y te cuiden, y que, quien quiera que sea que te lastimó, (+)
(-) no se merece tu contemplación ni el amor de ellos, que estoy segura de que te van a elegir a vos. Vos tenés que pensar en vos, y en que estas cosas, si uno se las guarda adentro, te enferman, te ahogan y te sacan las ganas de vivir. (+)
(-) Las compuertas se abren otra vez. Ahora sí que la abrazo. Lo hago como si mis brazos fueran los de su mamá, su papá o hermanos que no sé si tiene. Como si fueran de todos los que la quieren bien y de nadie que la haya lastimado. No lo hago con demasiada fuerza; (+)
(-) sé que la puede lastimar. Sólo la envuelvo en un intento de demostrarle que no está sola, y que –lo que sea que le pasó– en algún momento va a dolerle menos.
Se acurruca en mi abrazo y se convierte en una nena que llora en los brazos de su mamá o su abuela (+)
(-) porque le hicieron algo que no estuvo bien. Tiene tres, cinco, seis o doce. Puede incluso tener quince, dieciocho, venticortos o veintilargos. Igual la lastimaron y ahí se permite –al menos por un momento– volverse frágil y recibir ayuda para volver a aglutinar sus pedazos.(+
(-)
Su llanto ya no es para nada tímido; es potente y desgarrador.
–Lo odio –intercala en varias oportunidades–. Pedazo de mierda –se descarga.
Aplaudo por dentro su furia, su llanto y su estallido.
(+)
(-) Creo que son el principio de ese “basta” que todo su cuerpo grita y que necesita poner en palabras.
–Me sacó todo. Mi familia, mis amigos, mi casa. No me dejó nada –agrega–. Hasta se quedó con mi festejo de cumpleaños –llora.
(+)
(-)
–Tranquila. Van a haber muchos cumpleaños más. Date tiempo y ya vas a ir recuperando todo eso. Vos no tenés que escaparte. Si alguno se tiene que ir, es él.
La mujer del mirón asiente con lágrimas en los ojos. Se acerca y se une al abrazo. Miro al marido. (+)
(-) Tiene las cejas fruncidas y no sé si es por enojo acerca del accionar de su mujer o contra el que lastimó a la chica. Espero que sea lo segundo. El chico respetuoso ya no intenta amortiguar el sonido con la almohada. Mira en silencio, con cara de querer sumarse al abrazo, (+)
(-)y aprieta la frazada con los puños.
–Gracias –nos larga la chica y se afloja.
La suelto y le hago cara a la otra mujer para que haga lo mismo. Le acaricia la espalda y vuelve con su marido. La chica bosteza y me pregunta si puede dormirse un rato hasta que vengan. (+)
(-) Lo pregunta sin decir quienes, aunque creo que sabe. Le contesto que sí y realmente ruego por dentro que ni aparezcan. Creo que esa psiquiatra puede hacerle más mal que bien. Se acuesta en la camilla y la tapo con un camisolín. Llora cada vez más despacio hasta que frena.(+)
(-) Respira fuerte y sacude dos veces una pierna. Me hace acordar a mi perro cuando se quedaba dormido. Le pido a la señora de enfrente que me avise cualquier cosa, apago la luz y voy a atender al consultorio de al lado.
Llamo al de la faringitis. Protesta por la demora.(+)
(-)
–El caso era complejo y lo ameritaba –le contesto, aunque no le deba explicación alguna.
–Seguro, seguro –responde y ni me esfuerzo en reforzar que así era.
Le miro la garganta. Tiene dos cascotes blancos donde deberían estar sus amígdalas.
(+)
(-) Le receto el antibiótico que corresponde y le sugiero no dejarse estar tanto la próxima vez.
–No va a haber próxima vez –me dice–, no vuelvo nunca más acá.
No me siento agraviada, aunque esa haya sido su intención. Le largo un “bueno” y lo acompaño a la puerta (+)
(-) que lo devuelve a la sala de espera.
Sale y su mala cara se aleja de mi campo de visión.
Llamo al de la gripe; se fue. La de la diarrea también. A la de la infección urinaria el orientador ya le pidió la muestra de orina. La hago entrar y busco su resultado. (+)
(-) Es tremenda la infección que se agarró. Está así hace una semana, pero refiere que no pudo venir antes por trabajo. Tiene cara de sentirse realmente muy mal. Le mando el antibiótico, el bendito extracto de arándanos a ver si ayuda un poco y le hago un certificado de reposo(+)
(-) –de esos que no deberíamos hacer– sin que me lo pida.
–No me puedo tomar días –contesta cuando se lo doy.
–Vos fíjate cómo te sentís. Tené el certificado por las dudas –insisto.
Lo guarda sin demasiada convicción.
(+)
(-) Le anoto cómo tomar cada remedio, le doy la orden para que se haga un urocultivo y se va con un “gracias” que suena genuino.
Estoy por llamar al del insomnio cuando entran a una señora con un ACV. El hombre me revolea una de sus pantuflas al grito de “yo estaba antes”. (+)
(-)
Me pega en el glúteo izquierdo sin demasiada fuerza.
–La señora viene por una urgencia, usted no –le grito ya con los patitos por las nubes– y le pido que se comporte o voy a tener que llamar a la policía.
–Me chupa un huevo –grita mientras me revolea la otra pantufla. (-)
(-)
La pateo para adentro del consultorio al que ya entraron la señora y sus dos hijos y cierro la puerta. Llamo al nueve once y relato lo sucedido.
–¿O sea que usted quiere que vayamos por unas pantuflas? –me contesta el que atiende.
(+)
(-) Cuelgo y me dedico a la mujer que me lleva lo que queda de la noche.
Los de salud mental ni aparecen. Para el pase de guardia, cuando presento a la chica de fucsia que todavía duerme, aclaro que es para salud mental, y que yo me ocupo. (+)
(-) Los que toman el pase se dan por satisfechos. Mi compañero suplente le hace un comentario guarango por lo bajo –que incluye el dato de que la paciente tiene corpiño fucsia– al único médico varón que está tomando el pase. (+)
(-) Lo miro con odio y con cara de que pienso que es un pelotudo y lo dejo haciendo el pase solo con la excusa de que me hago pis. Sé que no sabe qué tienen la mayoría de los pacientes. Desde el baño aviso a mi otro trabajo que estoy con una emergencia y que voy a llegar tarde(+)
(-) Mi jefe responde que bueno sin demasiada alegría y me niego a preocuparme por eso. Espero a que los de salud mental terminen el pase y busco a la psicóloga y a la psiquiatra que entraron en las que confío plenamente. (+)
(-) Les cuento de la chica y las caras se les llenan de indignación como a mí, por un lado, por lo que relato, y por otro lado porque su colega no la vio ni tampoco les habló de ella.
–Danos cinco minutos y vamos –me ruegan con el café a medio tomar.
(+)
(-) Les digo que no hay drama. Voy al estar, busco mi vaso descartable de anoche, lo lavo y le preparo un té a la paciente. Se lo llevo con un paquete de galletitas que sobró de ayer a la tarde y una mermelada de damasco que nadie quiso. (+)
(-) Camino al consultorio, prendo la luz con la mano que sostiene las galletitas y la mermelada y entro. La chica se despereza hasta las cuerdas vocales. Ya no llora. Me acerco y le dejo las cosas en la camilla al lado suyo. Noto un intento de sonrisa en su cara. (+)
(-) Justo se asoman la psiquiatra y la psicóloga acompañadas por el trabajador social.
–Permiso –pronuncian al unísono.
–¿Son ellos? –pregunta la chica de fucsia con algo de miedo.
–Sí. Tranquila que te dejo en buenas manos –le contesto–; ellos sí que te van a cuidar.(+)
(-)Me despido con un abrazo y un deseo de fuerzas. Salgo al pasillo desesperada por llegar a la entrada y prenderme un pucho. En el camino prevengo a una de las que entraron acerca del señor de las pantuflas que escondí en el baño del consultorio. (+)
(-) Busco mis cosas, guardo todo y me apuro hacia el aire fresco. Revuelvo los bolsillos de mi ambo en busca del atado de cigarrillos y el encendedor. En su lugar, saco una birome y lo que me queda de recetario. Escribo mi nombre, mi apellido y mi número de teléfono (+)
(-) y pospongo el pucho para dentro de un rato.
Vuelvo a entrar y me apuro hacia el consultorio en el que dejé a la chica de fucsia, no vaya a ser que la hayan movido. Llego y todavía está ahí.
–Perdón –les digo a los de salud mental ante mi interrupción–. Es un segundo.
(+)
(-)
–Ya te extrañábamos –contesta la psicóloga y se ríe.
Agradezco su buena onda de siempre.
Me acerco a la chica y le doy el papel con mi número.
–Por cualquier cosa –le digo.
Lo mira y se me cuelga del cuello con un “gracias” que se repite tres veces. (+)
(-)
Le devuelvo el abrazo y lloro con ella. Cuando se suelta dejo a mis compañeros seguir en lo suyo y me arrastro hasta la puerta. Me fumo dos puchos seguidos hasta que llega el colectivo en el que ni trato de dormir. Lloro todo el camino hasta mi casa.
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