–Ahí voy –grita desde el fondo una voz femenina que no parece superar los cuarenta años.
(+)
–Es que ahora me bajó, pero hace dos días que vengo con ibuprofeno –aclara.
–¿Y por qué consulta recién ahora?
–Es que vino la familia de visita, y familia mata anginas, usted entenderá.
(+)
–Claro, entiendo, pero entonces usted también entenderá que dolor de pecho también mata anginas –le contesto.
Baja la cabeza –creo que en señal de que gané– y se traga sus palabras.
Desde el fondo viene caminando una chica de veintipico. Veintipocos diría. (+)
–Acá estoy –me dice.
No tiene cara de estar infartándose ni nada parecido. (+)
Le pregunto cómo se llama y me contesta un nombre de flor –del estilo de Lila o Azucena– con tonada que me indica que no es de acá, aunque tampoco sé de dónde. Sus veintipico resultan ser treinta y yo le envidio su cara de nena.
(+)
–Todavía no lo puedo creer. Treinta ya. Es que los cumplí a las doce –aclara.
Pagaría por ver su reacción cuando cumpla cuarenta.
–Feliz cumpleaños –le digo y sonrío.
Ella me devuelve la sonrisa y se agarra el pecho.
–¿Te duele? –pregunto.
(+)
Me responde con su cabeza que sube y baja. Se agarra más fuerte, con la mano como una garra a la altura del corazón. Si no fuera por su edad, estaría corriendo para hacerle un electro.
–¿Desde cuándo estás así?
(+)
–¿Dos horas? El micro salía doce y media y el dolor empezó un poco antes… –contesta y yo me pregunto si la que viajaba era ella, si iba sola o con alguien, si decidió a no subirse o si le pidieron que no suba, y por qué no lo hizo.
Decido, por ahora, no indagar al respecto+
–¿Y se te va para algún lado el dolor? –pregunto como si no hubiera nombrado el tema micro, aunque mi cabeza sigue girando en torno al asunto.
–Para el cuello. La garganta. No sé. De a ratos es tan fuerte que no me deja respirar.
(+)
–Me pasó en la terminal –acota con vergüenza como si fuera necesario venir al hospital en un estado de pulcritud absoluta.
(+)
–Me las pinté hace una semana para un casamiento. Recién ayer me digné a sacarme los pedazos, y ni siquiera lo hice muy bien –comento.
(+)
(+)
–Mirá –le digo señalándole el visor del saturómetro–. Este noventa y nueve muestra que el aire te llega bárbaro a los pulmones.
–Es que ahora sí que respiro. Es de a ratos.
–Bueno, cuando sientas que te pasa eso, me avisás y lo ponemos de nuevo.
(+)
Asiente y se comprime con el pecho con el talón de la mano. Tiene la boca abierta y la frente fruncida en un gesto que denota aflicción.
–¿Cómo es el dolor? –indago.
–Fuerte.
(+)
–No me refiero a eso. ¿Te aprieta? ¿Te quema? ¿Es como si te clavaran un cuchillo? ¿Te arde?
–Lo primero. Es como si tuviera un elefante sentado arriba del pecho.
–¿Y ya te había pasado?
–No. Nunca. Yo creo que me estoy infartando. Sé que no puede ser, pero pienso eso.
(+)
–Bueno, tranquila –le digo y me acuerdo de la mujer que dejó plantado al señor de las caricias–. En un rato te hago un electro y seguro que va a dar bien.
Interrogo acerca de sus antecedentes; no tiene ninguno salvo una operación de las amígdalas de chica.
(+)
La hago acostarse y le pido a los hombres que están el mismo consultorio –y que no pueden salir de él– que cierren los ojos o miren para otro lado. No tengo otro lugar para hacerle el electro donde pueda tener algo de privacidad. (+)
–Es que el coso este es una mierda y no funciona sin todos los chupetes puestos –me dice–. Quiere seis sí o sí. Exigente el guacho– agrega y desaparece.
Yo me quedo pensando si realmente se refiere a lo que creo (+)
Vuelve a los pocos segundos con algodón, alcohol y tiras de cinta. Echo de mi cabeza la casi película porno que me acabo de armar. (+)
–Probá ahora –me indica.
Aprieto el botón de arranque con los ojos entrecerrados y el papel va saliendo.
(+)
–Con qué poco te emocionás –me larga, se pasa la lengua por los labios y se ríe.
Ahí se me va el poco amor que podía haber (+)
Vuelvo al consultorio, contenta por las relativamente buenas noticias.(+)
–No te estás infartando –le informo con mi sonrisa cálida, (+)
Casi que aplaudo al decirlo, pero me contengo cuando veo las lágrimas que se le empiezan a escurrir. Es como si hubiera abierto una compuerta. Arranca de a poco, casi tratando que no se note, y, de repente, explota+
–Yo sabía –pronuncia entre medio de su llanto–. Estoy loca. Yo sabía que era eso, pero no quería. Es que no puedo más.
(+)
–No puedo más. No doy más. Necesito que se termine –llora y grita a la vez.
(+)
–¿Querés que llame a alguien? –le ofrezco.
Su cara vuelve a lo tormentoso del principio.
–¿Para qué? Si están todos lejos. Ya no me queda nadie acá –dice y mientras lo pronuncia (+)
–Ya no hay nadie acá y yo no puedo más. No quiero más –agrega.
Suena al límite. Entiendo que necesita ayuda –toda la que sea posible– y la necesita ya mismo. Les mando un mensaje a los de salud mental de que los necesito urgente. (+)
–¿Querés contarme? –la incentivo mientras tanto.
–Es que ni yo sé –contesta y llora también por esto.
–Entiendo. Lo que te salga, si querés.
Baja la cabeza y asiente en el trayecto. (+)
–Solo sé que no puedo más con mi vida –arranca.
Me siento al lado suyo como si fuera una amiga (+)
–Aprieta –dice–. Aprieta adentro, todo el tiempo, me cuesta respirar.
–¿Te pasa todo el tiempo? –le pregunto.
–Cada vez más.
(+)
–Entiendo. Me gustaría ayudarte. Estoy segura de que tiene que haber una salida mejor.
Remarco esta última parte. La enfatizo para que sepa que entiendo lo que está pensando. La esposa del mirón asiente. La chica casi que también.
(+)
–Estás angustiada, muy, pero te aseguro que va a pasar y vas a estar mejor –sigo.
Le agarro la mano (no sé qué le habrá pasado, ni tampoco es el punto, solo quiero ayudar a que no se sienta tan acorralada). Me la aprieta. Hago lo mismo. (+)
–¿Te enojás si llamo a alguien que es mejor que yo en estos temas para que hable con vos? –le pregunto rogando para que su respuesta sea que no.
Sé que no soy el tipo de profesional que sus circunstancias ameritan. (+)
–Para lograr dejar de sentirte así, lo primero es pedir ayuda, y vos lo estás haciendo. Es un paso enorme y estoy segura de que vas a poder con el resto –le recalco (+)
Sus comisuras se estiran unos milímetros y eso es un montón.
Le pido que me espere unos segundos y voy a la puerta del consultorio que da al pasillo interno a llamar a la psiquiatra. No quiero alejarme demasiado. Marco. Contestador otra vez. Pruebo de nuevo(+
Estoy dispuesta a repetir el proceso ochenta veces hasta que me atienda. A la cuarta responde:
–¿Qué pasa? –larga con fastidio y voz extremadamente dormida.
(+)
–Tengo a una chica en medio de una crisis de angustia tremenda con ideas de muerte –le digo bajo con la boca hacia el pasillo para que la paciente no escuche.
–¿Pero trató de matarse o no?
–No todavía, pero creo que puede llegar a hacerlo si la dejo irse.
(+)
–Seguro que quiere llamar la atención –sentencia y me acuerdo del chico del debut psicótico que para ella “seguro tenía gastritis y palpitaciones”.
–No me parece. Se la ve muy mal –le contesto remarcando el muy.
(+)
–Me imagino, como a todos los que quieren llamar la atención.
–Bueno, necesito que la veas y la evalúes. Ahí me dirás si era solo un llamado de atención o no, así aprendo. Por ahora, yo creo que no lo es.
(+)
–Sí, pero ahora no puedo ir. Estuvimos con un caso tremendo y tengo que hacer pilas de papeles.
Quiero preguntarle si los firma dormida y si en vez de escritorio usa su almohada, aunque me contengo. (+)
–Dale un ansiolítico fuerte así se calma y de paso se duerme y la vemos en la mañana –agrega y corta.
Le iría a tirar la puerta de la habitación abajo si la creyera capaz de ayudar a la paciente, pero, para este punto, me arrepiento de haberla llamado.
(+)
–¿Para vos? –pregunta y se ríe.
–Para una paciente que no quiero que se mate –le contesto y se le apaga la sonrisa.
(+)
–¿Querés hablar de lo que te pasa? –le ofrezco–. Tal vez te ayude a desahogarte.
(+)
–Es que no sé bien –contesta–. Sólo sé que me escapé para acá hace casi diez años y estaba todo bien, pero todos se fueron volviendo y yo no puedo, y ahora no soporto estar acá ni tampoco allá.
No pregunto de qué se escapó. No quiero presionarla. (+)
–¿Y no te hiciste amigos de acá?
–Maso. No como los de allá.
–Entiendo. ¿Dónde es allá? ¿Muy lejos? ¿No podés pedirle a alguien de allá que venga a acompañarte al menos por ahora? (+)
–Además, me van a decir que vaya para allá que hace mucho que no voy, y yo no les puedo explicar por qué no voy a hace tanto.
(+)
–¿Estás segura de que no hay nadie a quien puedas explicarle? Yo creo que hablarlo con alguien te sacaría un peso de encima, y además, si saben lo que pasa, tal vez alguno pueda hacerse un hueco y venir.
–Es que no puedo. Los destruiría. Allá todos lo aman –contesta
(+)
–Entiendo, pero seguro que tu familia también te ama a vos y te quiere cuidar.
–Es que mi familia es su familia –aclara y yo me lo veía venir–. No quiero que tengan que elegir. Se van a poner muy mal. Y encima si lo eligen a él, ¿qué hago?
(+)
Lagrimea. Se agarra el pecho y el cuello otra vez. La sola idea la ahoga.
–Mirá, yo creo que tenés todo el derecho del mundo a hablar con tu familia para que te acompañen y te cuiden, y que, quien quiera que sea que te lastimó, (+)
Se acurruca en mi abrazo y se convierte en una nena que llora en los brazos de su mamá o su abuela (+)
Su llanto ya no es para nada tímido; es potente y desgarrador.
–Lo odio –intercala en varias oportunidades–. Pedazo de mierda –se descarga.
Aplaudo por dentro su furia, su llanto y su estallido.
(+)
–Me sacó todo. Mi familia, mis amigos, mi casa. No me dejó nada –agrega–. Hasta se quedó con mi festejo de cumpleaños –llora.
(+)
–Tranquila. Van a haber muchos cumpleaños más. Date tiempo y ya vas a ir recuperando todo eso. Vos no tenés que escaparte. Si alguno se tiene que ir, es él.
La mujer del mirón asiente con lágrimas en los ojos. Se acerca y se une al abrazo. Miro al marido. (+)
–Gracias –nos larga la chica y se afloja.
La suelto y le hago cara a la otra mujer para que haga lo mismo. Le acaricia la espalda y vuelve con su marido. La chica bosteza y me pregunta si puede dormirse un rato hasta que vengan. (+)
Llamo al de la faringitis. Protesta por la demora.(+)
–El caso era complejo y lo ameritaba –le contesto, aunque no le deba explicación alguna.
–Seguro, seguro –responde y ni me esfuerzo en reforzar que así era.
Le miro la garganta. Tiene dos cascotes blancos donde deberían estar sus amígdalas.
(+)
–No va a haber próxima vez –me dice–, no vuelvo nunca más acá.
No me siento agraviada, aunque esa haya sido su intención. Le largo un “bueno” y lo acompaño a la puerta (+)
Sale y su mala cara se aleja de mi campo de visión.
Llamo al de la gripe; se fue. La de la diarrea también. A la de la infección urinaria el orientador ya le pidió la muestra de orina. La hago entrar y busco su resultado. (+)
–No me puedo tomar días –contesta cuando se lo doy.
–Vos fíjate cómo te sentís. Tené el certificado por las dudas –insisto.
Lo guarda sin demasiada convicción.
(+)
Estoy por llamar al del insomnio cuando entran a una señora con un ACV. El hombre me revolea una de sus pantuflas al grito de “yo estaba antes”. (+)
Me pega en el glúteo izquierdo sin demasiada fuerza.
–La señora viene por una urgencia, usted no –le grito ya con los patitos por las nubes– y le pido que se comporte o voy a tener que llamar a la policía.
–Me chupa un huevo –grita mientras me revolea la otra pantufla. (-)
La pateo para adentro del consultorio al que ya entraron la señora y sus dos hijos y cierro la puerta. Llamo al nueve once y relato lo sucedido.
–¿O sea que usted quiere que vayamos por unas pantuflas? –me contesta el que atiende.
(+)
Los de salud mental ni aparecen. Para el pase de guardia, cuando presento a la chica de fucsia que todavía duerme, aclaro que es para salud mental, y que yo me ocupo. (+)
–Danos cinco minutos y vamos –me ruegan con el café a medio tomar.
(+)
–Permiso –pronuncian al unísono.
–¿Son ellos? –pregunta la chica de fucsia con algo de miedo.
–Sí. Tranquila que te dejo en buenas manos –le contesto–; ellos sí que te van a cuidar.(+)
Vuelvo a entrar y me apuro hacia el consultorio en el que dejé a la chica de fucsia, no vaya a ser que la hayan movido. Llego y todavía está ahí.
–Perdón –les digo a los de salud mental ante mi interrupción–. Es un segundo.
(+)
–Ya te extrañábamos –contesta la psicóloga y se ríe.
Agradezco su buena onda de siempre.
Me acerco a la chica y le doy el papel con mi número.
–Por cualquier cosa –le digo.
Lo mira y se me cuelga del cuello con un “gracias” que se repite tres veces. (+)
Le devuelvo el abrazo y lloro con ella. Cuando se suelta dejo a mis compañeros seguir en lo suyo y me arrastro hasta la puerta. Me fumo dos puchos seguidos hasta que llega el colectivo en el que ni trato de dormir. Lloro todo el camino hasta mi casa.