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Se constata un abismo entre el (enésimo) fracaso de los gobiernos, la alarma científica y la creciente movilización de la sociedad civil organizada. Esta es la lectura más obvia de la COP25. Sin dejar de ser cierta, van algunos apuntes para la reflexión colectiva [Hilo].
Desde Río 92 (y Estocolomo 72) se suceden eventos para solucionar la crisis ecológica. En el peor de los casos, ni siquiera logran avances retóricos significativos (como en Madrid). En el mejor, se llegan a acuerdos importantes (París 2015), pero sin efectos reales contrastables.
Recordemos: en mirada global, y salvo de los CFC causantes del agujero en la capa de ozono, ni un solo indicador del desastre ecológico en curso se ha revertido en los últimos 50 años. Medio siglo de decepciones apuntan a problemas muy de fondo en nuestra relación con la biosfera
Ejemplo climático: después del acuerdo de París, que marcó un hito en cuanto al consenso político al respecto, las emisiones interanuales de CO2 siguen incrementándose. Ni siquiera una victoria simbólica como un pequeño descenso neto de emisiones ha sido todavía posible.
Más dramático es este gráfico: alguien como yo, con 35 años, ha sido testigo de la mitad de las emisiones históricas de CO2, desde las primeras factorías en Mánchester a finales de s. XVIII. El consenso científico sobre el cambio climático es sólido desde finales de los 80.
Una COP a la altura de la emergencia climática negociaría importantes reducciones de emisiones, la interconexión mundial de una infraestructura renovable o cuotas obligatorias de refugiados climáticos, no reglas para el mercado de carbono o mecanismos de ayuda financiera.
Pero la realidad siempre es lo que es, no la que debería ser. Nos toca trabajar desde este presente amargo que nos viene dado. ¿Dónde estamos? Llegamos 40 años tarde a una situación en la que a) la transición ecológica no está asegurada b) no está asegurada que sea justa.
La realidad en 2019: EEUU saliendo del acuerdo de París. Brasil bloqueando un texto de mínimos que ni siquiera es vinculante. China e India exigiendo su derecho al desarrollo económico como prerrequisito. La UE, siendo vanguardia, regateando ambición y justicia climática.
Para reflexionar: los países que en la COP25 firmaron el acuerdo de San José (un mercado de emisiones que no hiciera trampas contables, -y un mercado de emisiones es seguramente parte del problema-) son solo 30 y suman solo 500 millones de personas en un mundo de 7.750 millones.
A las minorías activistas nos encanta pelearnos por minucias, como si se nos fuera algo trascendental en ello, mientras se nos escapa lo esencial. El debate green new deal vs decrecimiento tiene algo de este viejo tic izquierdista. Pero el elefante en la sala es otro:
Existe un bloque geopolítico, ya en poder en países clave, cuyo proyecto es negacionismo para estirar la era de los combustibles fósiles + apartheid climático para gestionar consecuencias. Trump no es una extravagancia americana. Es un pionero histórico. Recordad a Reaggan.
No jugamos solos: la transición ecológica exige ganar políticamente a un proyecto que apunta en la dirección contraria. En el mundo lleno del S.XXI, los que buscamos compartir a una escala sin precedentes tenemos que vencer a los que optarán por matar a una escala sin precedentes
Sobra decir que, tras 40 años de neoliberalismo exitoso, todas las inercias antropológicas (en imaginarios y en hábitos) soplan a favor de ellos y en contra nuestra. 1º idea importante: la correlación de fuerzas nos es tremendamente desfavorable.
Pero nuestra impotencia climática va más allá: responde a lógicas civilizatorias estructurales, de esas que ninguna cumbre podrá meter en agenda nunca. El imperativo del crecimiento económico es una de ellas. La insuperable fragmentación política de la humanidad es otra.
El ecologismo anticapitalista apunta la incompatibilidad de sostenibilidad y capitalismo porque el segundo es inherentemente expansivo. Esta es una verdad al alcance de las matemáticas de quinto de primaria. Pero el asunto es mucho más complejo. No basta con denunciarlo.
El crecimiento económico no es una "decisión política" de un gobierno. Es una trampa estructural, que es previa al capitalismo aunque este la exacerba hasta el desastre de un modo muy particular: eso que Marx denominó fetichismo de la mercancía. "No lo saben, pero lo hacen".
En tiempos de esterilidad ante la emergencia climática diríamos más bien: "lo saben y aun así lo hacen". Cuando la reinversión de beneficios económicos es el centro de gravedad que gobierna de modo inconsciente la vida social, la macroirracionalidad se impone como una maldición.
¡Acabemos con el capitalismo! Fantástica idea. La solución pasa realmente por ahí. Un detalle menor: solo nos toca saber hacer eso que el socialismo intentó durante 150 años sin éxito (y con un objetivo más fácil y menos inaudito: el socialismo nunca pensó en dejar de crecer).
Por cierto. Denunciar al capitalismo a la vieja usanza dice especialmente poco: un puñado de corporaciones concentra el 70% de las emisiones. Cierto. Esas empresas nacionalizadas o en cooperativas emitirían lo mismo salvo que transformáramos radicalmente las pautas de consumo.
Resolver la emergencia climática no va solo de expropiar ricos o empresas. Los modos de vida de las clases populares OCDE y las medias BRICS tendrán que transformarse mucho. ¿A peor? No necesariamente. Pero vivir mejor con menos es la madre de todas las guerras culturales.
¡Decrecimiento! Sin duda. Sin una esfera material de la economía menor, la extralimitación nos llevará a la catástrofe. Pero el decrecimiento, siendo inspirador, hoy es todavía un proyecto especulativo en páginas de libros, muy inmaduro incluso en lo teórico.
Baste pensar en el problema que supone el envejecimiento demográfico (que debería ser una buena noticia) para nuestro sistema de pensiones. Todas nuestras instituciones están diseñadas para crecer. Nos faltan cientos de tesis doctorales que exploren alternativas concretas.
Y menos todavía sabe nadie cómo aplicar el decrecimiento en situación de competencia política real en sistemas democráticos: con exigencia rápida de resultados, despertando infinitas fricciones y con enemigos poderosos que van a aprovechar a su favor cada uno de tus fallos.
Esto no significa que estemos condenados a un crecimiento ecológicamente suicida. Sin estado estacionario no habrá sostenibilidad. Pero instalarse en un eslogan sin problematizar su puesta en práctica es el tipo de burbuja ideológica que ya no tenemos tiempo para permitirnos.
Sobre la fragmentación política de la humanidad: Marvin Harris, bajo la amenaza del holocausto nuclear de la Guerra Fría, afirmaba que uno de los grandes exámenes de la evolución cultural sería si la humanidad podría sobrevivir en un mundo políticamente dividido en Estados.
Lo que es una reflexión válida para el caso del armamento nuclear, lo es más para la emergencia climática: la crisis ecológica es exactamente el tipo de problema mundial de nueva escala para el que el marco político estatal se descubre desadaptativo
Pero no es imaginable pensar que esto pueda superarse de ningún modo. Cualquier transición ecológica viable se dará a través de eso que hemos comprobado recurrentemente que son las relaciones internacionales entre Estados:
Un espacio donde se intentan articular, en un dificilísimo encaje de bolillos, muchos intereses particulares, algunos incompatibles, donde todo acuerdo multilateral será parcial y frágil, y donde siempre amenazan emerger las puras relaciones de fuerza (militar o económica).
A los anarquistas que en los próximos 10 o 20 años esperen superar varios milenios de mundo estatal en una confederación mundial de comunas autogestionarias que se relacionen de modo armónico, les deseo sinceramente suerte. Yo creo que no es posible, pero ojalá me equivoque.
No perder de vista lo que es y será siempre una negociación internacional entre Estados es importante también para valorar eso que ha pasado fuera de la zona azul, en la cumbre social, y que ha supuesto un justificado clavo ardiente al que aferrar nuestra esperanza climática.
En contraste con la decepción de la cumbre oficial, de la contracumbre de los movimientos llegaban buenas noticias: capacidad de autoorganización en tiempo record, debates necesarios y fundamentados, multiplicación de contactos útiles, propuestas de acción directa...
Cuando nos entre la depresión climática, baste recordar lo siguiente: en 2018, la manifestación por el clima en Madrid congregó a unas 1.000 personas. En 2019, la manifestación a cientos de miles. Los bucles de retroalimentación positiva también funcionan para el cambio social.
La movilización climática es un rayo de luz en una encrucijada sombría. Y toca celebrarlo. Pero conviene no dejarse llevar demasiado por la autocomplacencia. La barrera entre la zona azul y la cumbre social es falsa: tenemos los gobiernos que nuestras sociedades civiles permiten.
Y en este punto sería interesante no repetir cierto espejismo de la contracumbre como le pasó al movimiento antiglobalización hace 20 años, que soñando con un desborde de rebeldía ciudadana se olvidó de una de las piezas fundamentales del puzle: el Estado
Necesitamos avanzar a toda velocidad en todo aquello que con tanto esfuerzo y belleza hacen los movimientos sociales: movilizar, sensibilizar, investigar, denunciar, litigar, luchar en conflictos laborales o por la defensa del territorio, construir redes de solidaridad...
Necesitamos también la acción de otra sociedad civil menos espectacular, menos organizada quizá y más molecular, pero igualmente imprescindible: nuevos imaginarios, nuevos productos culturales que los estimulen, proyectos económicos alternativos y económicamente solventes...
Pero necesitamos también (y en muchos países a la vez) ganar elecciones, y revalidar gobiernos en ciclos electorales largos. No habrá transición ecológica socialmente justa sin mayorías electorales que respalden y empujen gobiernos comprometidos al respecto.
Esto no sabemos cómo hacerlo (baste el ejemplo del fracaso de Corbyn, del que toca reflexionar como un experimento doloroso). Y esto, por un punto ciego ideológico, casi nunca entra dentro de la agenda de la reflexión de los movimientos sociales.
Concluyo: la emergencia climática es una cuestión esencialmente política. Lo que se acuerda entre gobiernos en las cumbres es expresión de una batalla que se libra fuera. Por eso las protestas en Chile son casi más importantes para el clima que las negociaciones en Madrid.
El estallido social en Chile ha logrado algo tan inspirador como: a) abrir un proceso constituyente contra el régimen neoliberal y b) ayer mismo, que este cuente con cuotas paritarias y para pueblos originarios.
Chile es interesante no solo como oportunidad: un proceso constituyente en tiempos de emergencia climática. Lo es también como indicador del tipo de escala la que debemos librar la batalla política del clima, y las muchísimas tareas que tenemos pendientes para poder ganarla [FIN]
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