Bueno, pues os voy a contar la historia de cuando me convertí en líder estudiantil porque me hacía caca. Corría el año noventa y muchos y yo estaba en primero de carrera.
En aquel entonces vivía en una residencia de estudiantes que era un hostal cutre reconvertido para aprovechar el tirón del boom universitario de aquella época aciaga. Ahora resulta difícil de creer, pero aquel año se matricularon en ingeniería de montes más de 300 alumnos.
Era un caos porque, además, entró en vigor el plan nuevo y se pasó de 5 asignaturas por curso a 18. Se follaron hasta al bedel, nadie pasó limpio en septiembre, fue un desastre y una escabechina.
Los profesores estaban cabreados con la masificación y por los cambios lectivos y eran como francotiradores, se cepillaban a todos los que podían con la vana esperanza de desanimar a la gente y que la carrera volviera a ser minoritaria, como había sido toda la vida.
Cuenta la leyenda que en el listado del examen de álgebra habían suspendido hasta a alumnos de derecho de otras comunidades autónomas.
Los estudiantes empezaban a organizarse contra los abusos y, de no ser por la tuna que tenía secuestrada la revista de la universidad, aquello hubiera acabado en una revolución a lo mayo del 68.
El ambiente en mi residencia era desolador. El edificio se caía a cachos y el dueño, que creo que era hijo adoptivo de Colombia, invertía menos que un ruso en catecismo.
A veces, como habían quedado habitaciones libres, se alojaba algún huésped despistado. Recuerdo una vez que se quedó un fin de semana el entonces famoso grupo musical Tzaboo, antes conocidos como "Zumo de nabo" (perdón, pero se llamaban así).
Vaciaron un extintor y salían corriendo en bolas por el pasillo cada 20 minutos, pero eso es otra historia. Espero que despidieran a su road manager por haberlos metido allí.
La comida era infame. El plato estrella, la mayor porquería con la que nos castigaba el cocinero, era el ragout, que se puede traducir como "estofado carcelario".
Viene a mi memoria el recuerdo del director de un coro ruso. Era un señor de unos 80 años.
Después de probar aquella bazofia, le dijo al cocinero entre gritos que él había sobrevivido en su juventud al sitio de Stalingrado recurriendo al canibalismo y que prefería mil veces comerse la pierna putrefacta de un nazi antes que volver a probar semejante mierda.
De hecho, lo tuvimos que sujetar entre todos porque se empeñó en ir a buscar una pistola que guardaba en su equipaje para pegarle un tiro al cocinero.
Bueno, pues el día en el que me convertí en líder universitario, nos despertamos con la resaca de la cena del día anterior, ragout.
Ya en el desayuno, observé el comedor inusualmente vacío.
Ya en el desayuno, observé el comedor inusualmente vacío.
Sólo un tercio de los habituales estaba allí disfrutando del café tipo agua de fregar letrinas en un bazar turco con el que nos castigaban cada mañana.
"¿Estáis bien?", preguntó un estudiante de derecho. "Me he pasado toda la noche vomitando". Los que quedábamos estábamos perfectamente.
Así que nos dirigimos a la escuela andando. Teníamos que cruzar el puente romano y, a mitad del trayecto, un tipo se llevó la mano a la barriga: "Dios, el Señor Mojón está llamando a la puerta. No llego, no llego".
El poeta volvió sobre sus pasos y, lo vimos alejarse a toda prisa. Su silueta, la de un joven andando como Chiquito porque, efectivamente, no había llegado a tiempo, se recortaba contra el horizonte cordobés.
Un sol anaranjado se filtraba entre los edificios y hubiera sido una bella estampa de no ser porque un estudiante de medicina que se había cagado encima rompía la estética del momento.
Antes de cruzar las puertas de la escuela, el ragout había dejado dos bajas más, la última en el aparcamiento.
Una chica valiente que, impelida por la fuerza insuperable de la naturaleza, no había tenido más remedio que hacer caca entre dos coches, mientras derramaba lágrimas anticipatorias por si alguien la descubría.
Yo estaba bien, ni un ligero malestar. Entré en clase y me senté en un hueco en la tercera fila.
El profesor llegó puntual, un catedrático a punto de jubilarse que se pegó los primeros 15 minutos diciendo que aquello no podía ser, que sobraba el 80% del alumnado y que había más gente que en el equipo de waterpolo de los gremlims.
La masa empezaba a murmurar. Comenzó su lección magistral y, a cada poco, la interrumpía para echar de clase a alguno que había tenido la mala suerte de toser o de mirar el reloj. El descontento estudiantil era evidente.
Y entonces pasó. No era el Señor Mojón llamando a la puerta, era la presa de Asuán a punto de desbordarse por una carga de dinamita. Me puse lívido.
Justo en ese momento, el profesor espetó a un alumno "Usted está distraído, váyase. Aquí sólo puede estar quien muestre interés por la asignatura".
Vi aquello como una oportunidad, me levanté de un salto, golpeé mi cuaderno contra la mesa con dignidad bolchevique y dije "¡Me voy, esto es intolerable!" Y me fui, vaya si me fui.
Llegué al baño en la foto finish y, escuché, mientras me bajaba los pantalones a toda prisa, el eco del aplauso atronador que la clase había dedicado a mi hazaña.
Después de aquello intentaron que entrara en el sindicato de estudiantes varias veces, pero siempre me negué. Es un espíritu libre, decían, demasiado rebelde para someterse a la disciplina sindical.
Durante semanas, me pararon en los pasillos de la facultad y me felicitaban por mi valentía."No tiene importancia, yo soy así. Me sacrifico con gusto por el buen común, lo hice por todos", solía contestar, con fingida humildad.
Y así es, amigos, cómo me convertí en líder estudiantil porque un día me hacía caca.
Friendly reminder de que he escrito un libro de mucha risa que podéis comprar aquí: megustaleer.com/libros/el-what…
