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#CosasQuePasanEnLaGuardia #90. Giro en la cama por enésima vez en el tiempo que llevo acostada –calculo que una hora– durante el cual mi compañera de habitación no paró de roncar ni cinco minutos. El plástico de la almohada ruge bajo mis pelos despatarrados. (+)
(-) Me levanto y robo una manta más de una de las camas libres; estoy helada. Cierro la ventana –que mis compañeros insisten en dejar abierta para sacar los bichos– procurando no hacer ruido para que la que ronca no me haga volver a abrirla. Con suerte hay una sábana y una manta+
(-) para cada uno, pero, cuando hace frío no alcanzan. Me acuesto de nuevo y me envuelvo cual oruga. Me tapo hasta las orejas. Cierro los ojos. Pienso en la chica de la tuberculosis sin defensas casi, en la sonrisa de su papá y en su hermana que no llegó. (+)
(-) Cuento hasta cien de dos en dos y vuelvo para atrás de tres en tres. El borracho con la cara destruida y el sangrado en la cabeza sonríe y me pide perdón. Inhalo hondo. Exhalo. La mujer gigante de la mandíbula de boxeador me grita que soy mala médica. (+)
(-) Canto para adentro una canción de misa de las que cuando era chica me sabía perfecto, la recito bastante bien. Los hermanos musculosos de la señora bajita con el bolo fecal me increpan por no haber hecho todo lo que había que hacer con su hermana y la mujer llora que por mi(+
(-) culpa se le reventó el intestino. Cuento mis inhalaciones y exhalaciones. Apenas superé las diez cuando mi compañera larga un ronquido bestial que me hace perder la cuenta. Giro hacia la pared. Me pregunto si la madre de la chica de la tos se habrá contagiado. (+)
(-) Me pongo boca arriba. Pienso en que si tuviera un fecaloma no me gustaría que un tipo me meta la mano en el culo y me siento una forra. Me obligo a volver a las canciones de misa. Me quedo trabada en el medio de la letra de una que, cuando me la cantaba mi abuela, (+)
(-) me hacía creer hasta en los ángeles. Ahora ya ni sé en qué creo. Ruedo hacia la izquierda. Quedo mirando a mi compañera que interrumpe un segundo sus ronquidos.
–Quedate quieta –me larga sin abrir los ojos.
A los pocos segundos retoma su cántico. Me tapo hasta el pelo. (+)
(-) Me pregunto cómo estará mi amiga con el Bebi y si lo dejará algún día. Me rasco el cuello y arranco por las tablas. Voy por la mitad de la del tres y pienso que menos mal que no seguí nada con matemática. El señor de la pancreatitis por alcohol toma vino de caja –abierta (+)
(-) con los dientes– en la sala de espera; brinda con el de la cabeza rota y el padre de la chica de la tos (a ella no le convidan, dicen que es solo para machos). La chica los mira con odio hasta que su hermana de doce, que parece de treinta, llega con unas cervezas. (+)
(-) Ninguna de las dos tose. La madre me pide un vaso para no contagiar a nadie porque anda engripada. Mira al padre de sus hijas y los ojos se le llenan de lágrimas. Se levanta, lo abraza y juntos buscan a las hijas a las que suman al abrazo. (+)
(-) “Qué bueno que no era nada”, dice. Un ronquido me trae de vuelta. Mi compañera abraza una almohada que no es de plástico como la mía. Me pregunto si la habrá traído de su casa. La aprieta fuerte y se la incrusta en medio de la chaqueta abierta por la que sobresalen sus tetas+
(-) poderosas que todas envidiamos. Miro el reloj. Siete menos cuarto. Me resigno y me levanto. Voy al baño y me lavo los dientes. Apoyo el cepillo y me lavo la cara. Una cucaracha que seguro es voladora le camina por encima. Lo doy por perdido y doy un paso atrás. (+)
(-) Abro la puerta con sigilo y salgo sin dejar de vigilar al bicho roñoso. Cierro y recién ahí respiro.
Voy para los consultorios. No hay nadie anotado. Salgo a comprarme un café negro de los grandes. Una mujer de unos cincuenta y tantos se acerca mientras lo pido y me muestra+
(-) el dedo índice envuelto en papel higiénico y cinta scotch.
–¿No tiene algo pa’l dolor? –me pregunta sin siquiera saludar.
–Hola. ¿Cómo está? Buen día –le remarco.
–Sí, sí. También –se ríe solo para la derecha y hace un chasquido con la lengua.
(+)
(-)
–Si quiere vaya para la guardia que me tomo esto y enseguida la reviso.
–¿Cree que toy pa’ perder tiempo yo? Ni si lo toma bebido… –protesta.
–Como prefiera –contesto mientras agarro mi café.
Ella lucha con el envoltorio de su dedo. Giro para volver al hospital y la mujer(+)
(-)me corta el paso.
–Vea –me dice tras ganar la batalla.
Tiene la punta del el dedo roja tirando a violeta, tumefacta hacia el dedo medio en que se la ve más amarillenta.
–Eso hay que drenarlo urgente –sentencio–. Si viene para la guardia, yo puedo hacerlo.
(+)
(-)
–¿Qué? ¿Me quiere achurá usté a mí? Ta loca. Yo solo quiero una pastilla pa’l dolor.
–Es que si no saco el pus de ahí, el dolor no le va a calmar por más pastilla que le dé, y la infección puede llegar al hueso.
–Chapuza –murmura.
(+)
(-)
–Como quiera. Yo ya le dije lo que hay que hacer.
–To’ pa’ no darme la pastilla. Quiere to’ pa’ su casa –refunfuña.
La esquivo, cruzo y la dejo hablando sola. Entro al hospital y voy para el estar. Ya son siete y cuarto.
(+)
(-)Me siento un segundo y le doy un trago largo al café. Me quemo la lengua, el paladar, la garganta y hasta la panza. Empiezo a putear y no paro. Lo hago por la mujer de recién y su actitud de mierda, por la enfermedad horrible de la chica de la tos, por la cabeza rota de mi (+)
(-) borracho, por los ronquidos de mi compañera que casi no me dejaron dormir y, ya que estamos, por no tener ni la mitad de sus tetas. Golpean la puerta. No contesto. Le agrego un poco de agua fría al café y lo revuelvo con un baja lenguas que tengo en el bolsillo. (+)
(-) Hago fondo blanco y voy a ver quién es. Me encuentro con una mujer morocha bastante petisa y algo redonda. Su cara me resulta conocida, aunque no logro identificar de dónde. Tiene detrás a una chica más alta y flaca que ella a la que parece querer escudar con el cuerpo. (+)
(-) La chica está envuelta en una manta que la señora cierra cada vez que la abre, no sin antes fulminarla con la mirada.
–Traigo a la nena –me dice–. ¿Usted la quería?
Miro a la hija. Mis neuronas tardan unos segundos en reaccionar. (+)
(-) Es la hermana de la chica de la tos, seguro; son las tres muy parecidas. Se la ve bien, mucho más entera. Igualmente, por las dudas, les pido que me esperen un momento y busco a los pediatras. Vuelvo con uno de ellos y la madre pregunta por su otra hija. Le cuento. (+)
(-) Se lleva las manos a los ojos y llora en silencio. Le ofrezco que el padre se quede con la más chica y que ella venga conmigo a ver a la mayor. Sacude con ímpetu la cabeza para arriba y para abajo y se seca las lágrimas. Vamos todos para los consultorios. (+)
(-) Los pediatras le hacen unas preguntas a la madre mientras caminamos. La más chica no tuvo fiebre, pérdida de peso ni sudoración nocturna; además, tiene broncoespasmos prácticamente desde que nació. Respiro más tranquila. (+)
(-) Frenamos en el consultorio uno –en el que quedó la hija mayor con el padre– y golpeo. El hombre se asoma y, al ver a la madre de sus hijas, sonríe. Se me viene a la cabeza el abrazo familiar que soñé. En vez de eso, se saludan con un beso en la mejilla y separan sus cuerpos(+
(-)con cierta incomodidad.
–¿Qué le parece si va con su otra hija un rato y la madre de las chicas entra acá? –propongo.
El hombre asiente y sale del consultorio con la misma sonrisa de buenazo de antes.
–Cuidala –le dice a su ex mujer.
Ella no lo mira. Se pone dos (+)
(-) barbijos comunes que me pasan los pediatras –uno encima del otro– y entra al consultorio mientras hace que sí con la cabeza. Yo entro atrás con el barbijo de alta eficacia que guardé en mi bolsillo después de los hemocultivos. La madre se queda mirando a la chica que (+)
(-) tiene conectada la máscara de oxígeno y respira casi igual que cuando llegó.
–¿Puedo? –pregunta la mujer con los brazos separados y un pie hacia adelante.
Miro a la hija. (+)
(-) Tiene los ojos muy abiertos y los brazos en el mismo gesto que el de su madre. La chica tiene el barbijo en el cuello. Es eso o la máscara de oxígeno (ya no alcanzaba administrárselo por la cánula en la nariz). (+)
(-) Tal vez un abrazo en estas condiciones no sea lo más sensato, pero veo a esa chica que respira horrible y no puedo decirle a la madre que no se lo dé. Bajo la cabeza e inmediatamente saltan una en los brazos de la otra. Lloran sin ruido –para no preocuparse mutuamente– y me(+
(-) contagian un par de lágrimas.
Instruyo a la madre para que no se saque el barbijo y para que luego se lave bien las manos y salgo. Mi compañero petiso me espera para la recorrida previa al pase. Vamos consultorio por consultorio,(+)
(-) anotamos nombres, apellidos y edades y corroboramos los diagnósticos. Está todo lleno, pero la mayoría son internados. Una vez que terminamos, nos dirigimos al estar médico. Son menos diez y dos de la guardia entrante ya están. (+)
(-) Charlamos un poco de los dos borrachos de la casa y lo que les pasó y una murmura que qué pena que no le tocó a uno muy maleducado que encima es violento.
–Yerba mala nunca muere –le larga el petiso antes de que yo llegue a pronunciarlo.
Me río.
(+)
(-)
Volvemos a los consultorios y hacemos el pase. Al llegar cerca del fondo, sobra una paciente en una de las camillas. Está de espaldas y mi compañero se acerca a preguntarle de dónde salió. La mujer gira con su dedo en alto.
(+)
(-)
–De acá. Necesito algo pa’l dolor y la dotora no me dio pa’ir a tomar café –me señala con la otra mano.
Algo en su sonrisa burlona me hace acordar a Cruela De Vil.
–Yo le ofrecí drenárselo. Le dije que era lo que había que hacer –le contesto.
(+)
(-)
–Pero en mi cuerpo mando yo –responde.
Abro la boca para explicarle nuevamente lo que puede pasar si no se lo drenamos. El petiso me frena y me tironea hacia el consultorio siguiente.
–Dejala. Esta no la vas a ganar –remarca.
(+)
(-)
Sé que tiene razón, pero no me gusta. Les explico a los que llegaron lo sucedido, para que no piensen que me fui a tomar café y la dejé ahí.
–Ah, no. Ahora te quedás y la drenás. Y no te olvides de darle algo para el dolor sin tomar café –se ríe la pecosa.
(+)
(-) Me alivia un poco. Pasamos los consultorios que quedan. Dos de los borrachos de anoche se dieron a la fuga y nadie nos avisó. Miro al techo y ruego para que no los pise un colectivo, un poco para que no se mueran, y otro para no tener problemas.(+)
(-) Una vez terminado el pase, nos saludamos y camino hasta pediatría a preguntar por la hermana de la del consultorio uno.
–Va a haber que estudiarla, pero lo que tiene ahora no tiene nada que ver con una TBC –me informa el pediatra más viejo.
(+)
(-) Lo abrazo. Me sale de adentro y no logro frenarme
–Cualquier cosa con tal de que te mime vos –se ríe.
Me muerdo el labio de abajo, giro la cabeza hacia los costados y me alejo un poco.
Voy para el consultorio uno. Me pongo mi barbijo y entro. (+)
(-) La madre está sentada al lado de la hija a la que le agarra la mano. No sé si es idea mía, pero la chica parece respirar bastante mejor. Me pregunto si será que finalmente hicieron efecto los corticoides o si será por causa materna. Sea como sea, me alegro. (+)
(-)
–Se te ve mejor –le digo y le sonrío detrás de mi barbijo, aunque ella no pueda verme la boca.
Asiente y sonríe por dentro de la máscara. La mamá le acaricia la espalda. Me despido y salgo. (+)
(-) Avanzo dos pasos, me saco el barbijo de alta eficacia y vuelvo. Abro la puerta y le pido a la madre que salga un segundo.
–Póngase este en vez de esos –le digo señalándole los comunes encimados–. Lo usé muy poquito y le aseguro que es mejor.
(+)
(-)
–Sí –contesta mientras se saca los otros.
Se queda mirando el que le di. La ayudo a colocárselo y se acomoda los pelos.
–Gracias, doctora. Por todo –me suelta antes de volver con su hija.
Algo adentro se me vuelve un poco más liviano.
(+)
(-)
Camino hasta el shock-room. El rotante de emergento le está haciendo el pase al que llega. La emergentóloga se debe haber ido ya. Le pregunto por el de la pancreatitis y por el de la cabeza rota.
–Vivos –contesta–. Es bastante.
(+)
(-)
Trato de alegrarme por eso y no pensar en cómo quedarán. Salgo. Afuera está soleado. Me prendo un pucho y lo fumo mirando el sol tratando de que no se me cierren los ojos.
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