(+)
–Así es imposible.
Las mujeres me fulminan con sus miradas cansadas. La canosa incluso irradia odio.
–Si ustedes no pueden, nosotras menos –protesta.
(+)
–Necesito tu ayuda –arranco.
–¿Qué tenés? Mirá que no hay cama acá.
(+)
–Pasó a terapia –adivina el rotante–. Igual volaba bajito.
Respiro hondo, contengo el aire, me muerdo el labio de abajo cerca de la comisura(+)
–No se puede salvar a todos, menos a los que no les interesa salvarse a ellos mismos –pronuncia, tal vez, en un intento de bajar mi angustia.
No logro que no se me note.
Bajo la cabeza en señal de que ya sé y me quedo en silencio. (+)
–Bueno, ¿para qué me buscabas? –pregunta.
–Necesito tus músculos nomás. Tengo que sondar a una viejita con un confusional y deshidratación que no se queda quieta.
–Pero mirá que estos tubos salen caros –saca músculo y se ríe.
(+)
Sus brazos son apenas más gruesos que los míos.
–¿Le hiciste algo para calmarla ya? –agrega.
Le digo que no, que así no puedo ni pincharla y mueve la cabeza para los costados.
–¿Y si yo estaba con una emergencia qué hacías? –me reta.
(+)
–Buscaba a otro hombre con fuerza que me ayude –le contesto ya con visible malhumor–. ¿Me das una mano o busco a alguien más?
Deja la lapicera, se levanta y me agarra de los hombros guiándome hacia los consultorios. Sus manos pesadas me provocan cierto escalofrío. (+)
Entramos al consultorio. Noto que la vía todavía no está puesta. Sacamos a las hijas a la sala de espera. (+)
–En cualquier momento es tuya –le dice el clínico al rotante.
–¿Mía? Por lo que me dijeron es una TBC; no (+)
–Una TBC pancitopénica con una neumonía sobreagregada –recalca el clínico.
(Se refiere a que la paciente tiene bajas las plaquetas, los glóbulos blancos y los glóbulos rojos y, con sus defensas bajas, se agarró tuberculosis y una neumonía).
(+)
No entiendo cómo hizo para conseguir tan rápido el laboratorio. Lo envidio bastante.
–¿Pero está sangrando? ¿Distresada? ¿Le hiciste un test rápido? –indaga el rotante de emergento. Lo trata como si fuera su R1.
(+)
El clínico gira la vista hacia la pared, revolea los ojos y vuelve a mirarlo. Le contesta punto a punto:
–Sangrando no, no sé cómo, porque tiene veintemil plaquetas, pero no. Su mecánica es bastante mala con oxígeno a pleno, en cualquier momento se va a agotar. Y sí, obvio(+
(Hablan del sangrado, porque las plaquetas son necesarias para la coagulación, y, al estar bajas, hay que estar atentos a eso. Con lo de “distresada” el de emergento se refiere a si respira tan mal como para requerir respirador, (+)
Se me retuerce todo adentro.
(+)
–Bueno, vos transfundila, colgale antibióticos, y si ves que no da más la meteremos en camilla en el respirador que usó el choborra de los chicos y se contagiará todo el shock room –responde irónico el rotante.
Es una mezcla de ironía y resignación. El clínico emite un (+)
–¿Por qué te parece que es la pancitopenia? –me meto.
–No sé. Tal vez un cáncer. Hay que estudiarla.
Pienso en el padre, en su sonrisa, en su “nos salió sanita” y tiemblo.
–¿Vino la hermana? –me pregunta él a mí.
(+)
–Yo no la vi. Habría que preguntarles a los pediatras.
–Estuvieron con uno que se fue al tacho –aporta el petiso–. No creo que la hayan visto.
No pregunto la edad de ese paciente ni qué tenía. No necesito más casos tristes que no me dejen dormir.
(+)
La señora del pelo castaño desteñido a naranja me agarra del brazo.
–Mariano. ¿Cómo está Mariano? Decile que no llama hace mucho. Decile –larga mirándome a los ojos.
Me pregunto si Mariano será el hijo de Malvinas y si habrá vuelto. Acá no vino.
(+)
El clínico intercede en mi defensa.
–Está afuera Mariano, señora. En cuanto nos deje ponerle la sonda lo hacemos pasar.
–¿Mariano? ¿Mi Mariano? Pero si se fue… ¿Vos me querés volver loca a mí?
Grita y revolea los brazos. Entre los tres la sostienen y le pasan algo más (+)
–MARIANO –grita la mujer y prolonga la “O” –. Tenés que volver, Mariano, por favor, no me hagas esto.
Llora al principio sin lágrimas y luego con. La mujer de la camilla de enfrente murmura que la hagamos callar.
(+)
–Podríamos pasarla al fondo –le sugiero al clínico.
La única camilla disponible es en el último consultorio junto a un italiano de setenta y largos –que se saca los pañales y grita que quiere ser libre– y a una paciente psiquiátrica que recorre con el dedo de forma (+)
El clínico dice que le parece bien, y me designa la agradable tarea de conseguir camillero. (+)
–Plata no tengo yo, ¿me vas a dejar morirme de esto? –me increpa.
–Como le dije –arranco remarcando el “le”–, es una simple angina; no lo va a matar. Acá medicación para dar (+)
–Que no abren hasta el lunes. ¿Vos pretendés que siga así hasta el lunes? ¿Me tomás por tarado?
Mi compañero petiso –que está interrogando cerca nuestro a una mujer con insomnio desde hace dos meses– se acerca a rescatarme.(+
–¿Qué pasa, hermano? ¿Le tenés miedo a una angina? –se le ríe–. ¿Sabés que el noventa por ciento son virales y se curan solas?
El hombre lo mira con los ojos levemente entrecerrados. Lo mide. Temo que le zampe una trompada. Mi compañero lo mira también, él con los ojos bien(+
–¿Vos decís? –pronuncia finalmente el hombre ahora algo más relajado.
–Sí, creeme. Porque si no la otra es que te pinchen el orto, pero no te vas a poder sentar(+
Me quedo mirando al petiso. Tengo ganas de aplaudirlo.
–No. El tujes no –contesta el hombre prolongando la “o” del final–. Voy a ver si mi jermu me da unos mangos.
–Claro. Esa es la que va –sonríe el petiso.
(+)
Se saludan con la mano y casi que se abrazan.
–Gracias –me larga seco el hombre mientras sale.
Mi compañero vuelve con su paciente. Veo al clínico que avanza con uno de los camilleros y una camilla. Me sonríe algo burlón y guiña el ojo izquierdo. (+)
Pienso que yo siempre guiño con el derecho y me pregunto con qué mano escribirá. Cargan a la mujer y la pasan a la camilla que le dejamos libre al fondo. Yo aprovecho y reviso en la que desocuparon a un chico con diarrea desde anteayer. (+)
–Ese es el tratamiento –insisto–. Dieta, que tomes mucha agua y a lo sumo un reconstituyente de la flora intestinal.
(+)
–¿Yoghurt? –pronuncia la “y” como una “i” y remarca la “t” final.
–No, cápsulas con bichitos normales del intestino que ayudan a combatir los bichos malos. Pero si no hacés la dieta, no sirve. No es mágico.
–Usted démelas nomás y yo me arreglo.
(+)
Le hago la receta, se la entrego, le explico cómo tomarlo y se retira con un “OK” que no va acompañado de ningún tipo de agradecimiento ni de saludo. Me quedo quieta, muda, con las cejas para arriba. Mi compañera pelirroja seguramente le habría largado un “de nada” lo (+)
Miro la hora. Cuatro y cuarto de la mañana. El petiso acaba de llamar a la última en la lista y la puso a nebulizar. (+)
–No queda nadie. Me tiro un rato –le digo.
Él asiente y sigue en lo suyo. Avanzo dos pasos hacia la habitación y casi choco con una camilla que viene de frente. Es uno de los borrachos de siempre, de esos que vemos cada dos o tres días como mucho y (+)
–Perdón, doctorcita. Perdón, perdón –pronuncia apenas lo depositan en la camilla que dejó la anciana del pelo casi naranja. Su tono es una mezcla de grito a medio ahogar y lágrimas que no logran salir.
(+)
Me dan ganas de sacudirlo, de agarrarlo de los hombros y gritarle que deje de hacerse mierda. Recuerdo la primera vez que me prometió que iba a dejar de tomar, la segunda y la última. No sé cuántas hubo en el medio; hace más de cinco años que viene, o, mejor dicho, que lo (+)
–¿Consumiste algo? –le pregunto.
Niega enfático con la cabeza y hay algo en el movimiento que hace que despierta cada uno de los pelos (+)
–¿Me vas a dejar ponerte un suero esta vez? Me parece que lo necesitás.
–Basta, doctorcita, no se ponga jevi. Déjeme en paz –lo dice así, con jota, estoy segura.
(+)
Me alejo y vuelvo con el aparato para hacerle un electro. Revolea un puño apenas intento conectárselo. Busco de nuevo al rotante de emergento y al clínico para que me ayuden a pichicatearlo. El primero remarca lo caro que me va a salir esto. (+)
Se calma recién a la media hora del pinchazo. Recién ahí logro revisarlo y constato que está taquicárdico y con la presión bastante alta. Le hago el electro –que no muestra mucho más que eso– y se lo muestro al cardiólogo por las dudas mientras los enfermeros le ponen el (+)
Después de él, llega una mujer doblada hacia adelante. La metieron por la entrada de ambulancias y gritan “médico urgente”. Son cuatro, tres grandotes y ella. Ella, petisa, casi al borde del enanismo, y parece más petisa aún con su cuerpo inclinado(+)
Su panza es solo ruidos, aunque no de los que asustan. Blanda, amigable, ella grita apenas la rozo, pero su abdomen no muestra el más mínimo signo de alarma. Le pregunto qué comió y habla de tortas fritas (+)
–Parecen gases nomás –arranco.
Uno de los hermanos esboza una sonrisa que procura por esconder junto con la carcajada que se traga. Los otros dos me miran con (+)
–¿Pero qué dice? –se defiende la mujer.
–Los gases son algo que tenemos todos, algo normal y nada de lo que avergonzarse –trato de ponerle onda antes de que me maten–. ¿Cuándo fue de cuerpo la última vez?
–Hoy. Fui hoy. Voy todos los días normal y no me gusta(+
El hermano de la media sonrisa no se puede contener más y sale del consultorio.
–Entiendo, no es el tema que uno eligiría en una cena con los suegros… –me río sola–, pero es algo que necesito saber para medicarla correctamente.
(+)
–¿Seguro fuiste hoy? –se mete uno de los hermanos serios–. Yo no te olí.
Ahí sí que me muerdo las mejillas para no explotar en una carcajada. Paso de eso a apretar los labios metidos hacia adentro.
La mujer se pone roja y empieza a transpirar. (+)
–Es que el problema no es solo la panza… Hay algo ahí abajo, como un tapón –dice mientras se pone bordó.
–¿Pero no me dijo que fue de cuerpo ayer? –pregunto mientras intento no reírme ante tal declaración y el término (+)
–Mentí. ¿Usté no miente nunca? Mentí por vergüenza, tan malo no es.
Me arranca una sonrisa.
–Empecemos de nuevo –le propongo–. Cuénteme todo, pero la verdad.
La mujer mete aire, infla uno de sus cachetes rubicundos y lo larga unos segundos después.
(+)
–No voy hace ocho días, y yo soy un relojito: desayuno y cago, almuerzo y cago, ceno y cago. Pero ahora no, unas piedritas el otro día nomás y nada. Y me inflé, sí, yo sé que me inflé. Mi vecina me dio un laxante en chicle, pero no, otras piedritas, y pocas. Encima pedos (+)
Contengo mi risa y le pido una placa. Me cruzo al petiso –que ya se tiró una hora y media más temprano–, le cuento el caso y le pido que la mire.
–Gracias, vos siempre pensando en mí –se ríe.
(+)
Camino hacia la habitación. Mis pantorrillas ruegan por una cama. Estoy por llegar cuando escucho un ruido fuerte, mezcla de chirrido metálico seguido de un golpe seco y luego gritos, gritos varios, gritos de “ay”, de “un médico”, de “ayuda”, gritos de los enfermeros que (+)
–Quiso volar. Yo le dije que no, pero empezó a sacudir la baranda y después se quiso tirar por encima –dice uno de los pacientes que estuvo viendo mi compañero (+)
No sé de quién habla, aunque me lo veo venir.
–Pasa que esta gente no tiene nada que hacer en el hospital –se mete el familiar del señor del pie diabético.
–Yo pienso lo mismo, no nos atienden a nosotros por cosas como ésta –se suma una mujer (+)
Me abro paso.
–Se quiso ir y creyó que el piso era de goma –me dice la enfermera rubia mientras señala a mi paciente borracho.
Está tirado en el piso, en medio de un charco de sangre. Tiene la camilla –decorada con pervin0x de cuando le pusimos la (+)
–¿Lo levantamos? –pronuncio mientras avanzo, instando a que alguien me ayude.
–Ya vienen los camilleros –me detiene la enfermera.
Busco un par de guantes y me acerco al paciente. La multitud me mira. (+)
(+)
–Perdón, doctorcita –grita desde adentro del pecho.
El mío se cierra y siento que me falta el aire. El rotante de emergento llega a la par que los camilleros y me sacan del trance. Entre todos lo levantamos y lo subimos a una camilla con ruedas. Vamos para el tomógrafo.
(+)
–Andate a buscarlo –me ordena el rotante de emergento que ahora me trata a mí como su residente inferior.
(+)
–¿Quién es? –sale un gruñido desde adentro.
Respondo y aclaro que me mandó el emergentólogo.
(+)
–Hoy no hay emergentólogo: es emergentóloga. Le pifiaste con el verso, vení mañana.
–Es el rotante el que me manda –le aclaro.
–¿Y ese quién es? Que venga a hablar conmigo si quiere algo –vuelve a gruñir.
–Hay uno con la cara destruida y la cabeza rota –exagero.
(+)
–Que venga a hablar conmigo te dije –grita.
Me resigno y vuelvo al área de imágenes. Le cuento lo sucedido al rotante que sale disparado a las puteadas. Vuelve en menos de dos minutos con el técnico que tiene la cara mojada y ni se gastó en ponerse la chaqueta del ambo. (+)
–¿Yo me lo llevo y llamo a neuro y vos pedís el informe? –propone el rotante y en realidad es más un pedido que una propuesta.
–Sí, yo TE pido el informe, no te preocupes –le contesto remarcando que el paciente ahora es suyo(+)
Despierto al médico de imágenes. Está el rubio de hace un tiempo, no lo había vuelto a ver. Me dice, a través de la rendija de la puerta, que lo espere y cierra antes de que llegue a contestarle. Abre y tiene un guardapolvo (+)
Me esfuerzo por recordar por qué no me había gustado. No lo logro. Me pasa la mano por delante de la cara.
–Después me mirás tranquila –se burla–. ¿Ahora me decís qué necesitás así vuelvo a dormirme? –larga con una sonrisa (+)
Se me van las ganas de saltarle encima que había empezado a acumular. Le digo y mira la tomografía delante mío: huesos nasales hechos trizas, órbita entera, fractura de hueso temporal que no habíamos llegado a ver, la hemorragia que rodea al cerebro y un par de (+)
–El informe no está todavía. Yo me duermo un rato –remarco.
–Sí. Está bien. Gracias –responde.
(+)
Veo al paciente en la camilla de ruedas ubicado donde antes estuvo el de la pancreatitis. Miro al techo y ruego para que la chica de la tos no vaya a necesitar el respirador.
Vuelvo para los consultorios. La mujer del dolor abdominal tiene la placa en la mano y los hermanos(+
–¿Y? –pregunta.
–Es todo materia fecal –le muestro–. Acá abajo hay un bolo, que es (+)
–¿Desmoronar? ¿Cómo es eso?
–Ir sacando de a pedazos con los dedos. Se usa un gel de anestesia, aunque un poco duele igual.
–¿Con los dedos? ¿Los dedos de quién? ¿Quién va a querer meter los dedos ahí?
(+)
–Querer, lo que se dice querer… –contengo la risa–. El que lo hace es el residente de cirugía.
–Ni loca. ¿Un hombre con los dedos ahí? Ni borracha.
–Un médico –remarco–. No importa si es hombre o mujer, es un médico. Justo el que está hoy es varón.
(+)
–¿Y si me lo hace usté? –me dice mientras pestañea.
–Es que eso le corresponde al residente de cirugía, además acá yo no tengo donde hacerlo –me escapo.
–Pero seguro que con lo buena que es encuentra un lugar –trata de endulzarme.
(+)
Miro mi mano lastimada y el ambo manchado. Me fijo la hora. Son más de las cinco y no dormí nada. Veo su cara. Pienso en lo poco que me agradaría que un tipo me desmorone un bolo fecal y estoy a punto de decir que sí cuando recuerdo en que hace más de una semana (+)
–Como ya le dije, eso le corresponde al residente de cirugía –arranco–. Igual, si prefiere que lo haga una mujer, puede comprarse un enema en la farmacia de esos que vienen en caja (+)
Se queda callada y me regala una cara de puchero tremenda. Yo evito mirarla y le hago la receta para un laxante más potente que el que tomó y para (+)
–Coma fruta, verdura, tome mucha agua, evite las harinas, la papa, el arroz y tome el laxante como le escribo acá. Hágase el enema y si con eso no anda, venga a que se lo desmoronen –agrego.
(+)
Ella asiente, todavía con el labio de abajo volteado un poco hacia afuera, y camina hacia donde echó a los hermanos. Yo camino hacia el office de enfermería e intento, sin demasiado éxito, sacarme las manchas del ambo. Vuelvo al pasillo. Los veo yéndose a lo lejos. (+)