–No vale la pena discutir con gente como ella. Cronoterapia y listo.
–¿Cómo? –pregunta.
Recuerdo que hace no tanto que empezó y le explico:
(+)
–Decile que la guardia está repleta, total es verdad. Después pasá a la cantidad de pacientes que hay antes que ella, y que vamos a ir a atendiendo por orden de prioridad, que una pediculosis no es para guardia, así que va a ser la última, y que mínimo va a tener cuatro (+)
Me mira con el ceño fruncido. No sabe si creerme o no.
–Y si no se va, yo la atiendo por perseverante –agrego.
Él asiente y gira para volver a su puesto. Estiro la mano y lo freno.
(+)
–Esperá. ¿Qué tiene la reacción alérgica? ¿Respira? –indago.
–Muy brotada, medio sapo, pero respiraba bien.
–¿Hace cuánto fue esto?
–Hora y pico.
Pienso en lo que puede haberse transformado la mujer semi-sapo en una hora y algo, (+)
–Escuchame –llamo su atención–. La mujer de los piojos no es importante, pero una reacción alérgica como la que describís, sí. Nos tenés que venir a avisar apenas llega –remarco.
–Pero respiraba bien –se defiende.
–Tiempo pasado. ¿La vigilaste todo este tiempo?
(+)
Se queda mudo.
–La próxima, por favor le avisá en el momento –repito.
Asiente y enfila para su sucucho. Su cara no denota más que fastidio.
–¿Hay algo más que urja? –indago antes de que se aleje demasiado.
–El dolor abdominal está llorando –responde.
(+)
Le preguntaría si le parece un abdomen agudo –porque el llanto no lo convierte en uno; acá vemos a diario gente que llora, grita y se tira al piso con tal de ser atendida antes–, pero dudo que tenga criterio al respecto: debe estar en quinto año de carrera como mucho.
(+)
–¿Tiene fiebre? –interrogo en su lugar.
–No me dijo.
–¿Le preguntaste?
Baja la cabeza y resopla. Me hace acordar a mí con quince años cuando mamá me retaba por el desorden de mi habitación.
–Eso es importante que lo preguntes en todos los dolores abdominales –recalco.
(+)
Murmura un “está bien” y sigue su camino con pasos apurados. Yo lo sigo.
–¿Y el hipertenso? –lo freno–. ¿Qué presión tiene?
–Ciento cincuenta / noventa –contesta con franco malestar.
–¿Pero tiene síntomas neurológicos?
–No me dijo –contesta de nuevo y me dan ganas de (+)
–¿Por qué consulta? ¿Por cefalea? ¿Mareos? ¿Algo? Es raro que tenga síntomas con esa presión.
–No. Es que se tomó la presión en su casa y se asustó y vino.
–¿Pero le explicaste que esa presión no es para venir a la (+)
Otra vez su mutismo y su mirada al piso.
–Hagamos una cosa, tomale la presión y si da eso o menos, mándalo por consultorios –le indico desde mi cansancio.
(+)
–Claro. Así se la agarra conmigo –murmura en un gruñido.
–¿Cómo? –le pregunto ya harta de las pocas ganas que le está poniendo al arreglo de sus cagadas.
–Que todos me putean a mí, me gritan a mí, se enojan conmigo. Yo no puedo echar a nadie así. Todos a la lista y fue.
(+)
Mi compañera pelirroja aparece justo a preguntar por los mismos pacientes que yo y escucha las quejas del orientador que hace rato que no viene cumpliendo con lo que tiene que hacer.
–¿Cómo? ¿Cómo? –se mete ella–. ¿Escuché mal?
Su voz está cargada de sarcasmo.
(+)
Él opta por su ya habitual mutismo.
–Decime. Decime por favor que escuché mal –sigue ella con el pecho hacia adelante.
El chico mira al piso. Ella se agacha hasta quedar a la altura de sus ojos.
(+)
–Me gustaría que me mires cuando te hablo –le dice mientras le levanta el mentón con el índice–, y a una altura menos incómoda que esta. Hablemos civilizadamente, que así se entiende la gente, o eso dicen.
(+)
Él está más blanco que antes y temo que se desmaye. Tampoco quiero que se haga pis encima del susto, solo me gustaría que intentara aprender a hacer su trabajo.
–El tema es que vos estás para orientar –interrumpo–, y al orientar, a mucha gente no le (+)
(+)
–Pero me gritan, me basurean. Yo no estoy para eso –se defiende él.
–Nadie está para eso –sigo–. El tema es que si no los mandás a la casa y nosotras perdemos tiempo atendiendo pacientes que no corresponden, los que sí tienen algo grave (+)
–O sea que para que no les griten a ustedes, tengo que dejar que me maltraten a mí –retruca.
Abro la boca para contestarle, pero mi compañera me frena.
(+)
–Mirá, orientar es tu trabajo. Es simple. Tenés que decirle a la gente que no es para la guardia que se tiene que ir y a dónde tiene que ir. No te pedimos que diagnostiques patología compleja, tampoco que operes a un perforado, solo tenés que orientar; no es (+)
Él la mira fijo, sin parpadear. Tiene los labios apretados para adentro y temo que le esté haciendo algún tipo de gualicho.
–Si no te interesa el trabajo, no lo agarres. Hay gente que se muere por tener (+)
–Vos porque no estás en mi lugar –gruñe él.
–Es que estuve, sí. Dos años. Y me sentí afortunada por cobrar como médica sin serlo. Porque te ladran un poco, pero cobrás igual que nosotras que nos tragamos toda la carrera, la especialidad,(+)
Acto seguido, me arrastra del brazo hasta los consultorios y me suelta, recién, frente a la lista.
–What?! –exclama histriónica–. ¿Y éste quién se cree?
(+)
Yo me limito a levantar los hombros.
–Si no empieza a orientar en serio, nos turnamos para orientar con él, pero hablamos para el jefe para cobrar media guardia extra. Estoy harta de los inútiles –sentencia.
Esta vez la que se queda callada soy yo. (+)
–No. No te ablandes –me lee la mente la pelirroja–. Nos está haciendo imposible la guardia. Ya vi cuatro (+)
Me río y asiento, lento, pero lo hago.
–¿Llamamos? –la freno.
–Sí, pero no veo una diarrea más –me aclara.
(+)
Yo me río otra vez.
–Hay una con una reacción alérgica que hace una hora y media era medio sapo, creo que tendríamos que llamarla –le digo mientras señalo el apellido en la lista–. Y de los que quedan, creo que lo que sigue en importancia, es el dolor abdominal.
(+)
–A ese velo vos. Seguro tiene diarrea –contesta.
Me alegro de que su presencia me haga sonreír de nuevo y le hago un pulgar para arriba.
Vamos juntas a la puerta. Ella llama primero. Cuando entra la mujer de la reacción alérgica, parece un (+)
Desde afuera golpean con énfasis. Hago caso omiso y trato de escuchar. El silbido parece haber comenzado hace poco, pero está, y la voz le sale bastante ronca. Le pongo el saturómetro. Marca noventa y dos. La mujer dice que no fuma ni fumó (+)
–¿Ya le pasó algo así? –interrogo.
–Sí, y me pusieron un Dec@drón y estuve perfecta enseguida –contesta en un intento de sonrisa que sus labios (+)
Siguen los golpes. Veo que mi compañera viene con la adrenalina. Entra con un (+)
–No hay otra –le dice a modo de explicación cuando termina.
(+)
Justo llegan los enfermeros con la vía y la medicación.
–¿Es necesario? Yo solo quería un Dec@drón –pregunta la mujer.
–Un Dec@drón no te va a sacar de este cuadro –me meto–. Necesitás bastante más que eso.
–Pero si comí lo mismo –contesta y enseguida aprieta los labios.
(+)
Parece haberse dado cuenta de su error.
–¿Cómo? –le pregunta mi compañera con la cabeza hacia adelante.
–Es que son tan ricos –arranca la mujer.
Quiero prevenirle que no siga, que mi compañera la va a asesinar. Abro la boca. La pelirroja me ataja.
–¿Qué son tan (+)
–Esos también, pero no me hacen esto –sonríe la señora.
Su cara hinchada se torna algo risueña. Debe estar pensando en un chocolate gigante.
–¿Y qué es lo que te hace esto? –sigue mi (+)
–Los mariscos. Son tan ricos. Y pensé que si comía uno solito…
–Claro, sí. Son ricos. Me pregunto si en el más allá tendrán. Digo, porque parece que querés irte para allá –la reta la pelirroja.
(+)
La cara de su mujer se contrae. Parece estar a punto de largarse a llorar. Decido hacer de buffer, aunque se merezca el reto completo.
–Se tiene que cuidar –le digo–. La alergia a los mariscos es sumamente peligrosa, y un nuevo bocado la puede matar.
(+)
Ahí sí que llora. Creo que no por mis palabras, sino por no poder comerlos nunca más. Las lágrimas se escurren entre sus párpados rechonchos y se deslizan hasta su boca inflada. En un momento la entreabre, saca la lengua y lame una. Parece una rana. Decido dejarla en manos(+)
Apenas abro, me encuentro del otro lado con un hombre petiso, pelado, de unos sesenta y algo, vestido de jogging, campera y zapatillas azul Francia. Su atuendo es medio (+)
El hombre regalo tiene el puño en alto, listo para volver a golpear la puerta. Lo miro, miro su mano y de vuelta a él.
–¿Tiene alguna emergencia? –le largo seria.
–Estoy hace dos horas con la presión alta.
(+)
–¿Usted es el de los ciento cincuenta /noventa? –indago.
–Quince /nueve. Antes catorce. Va subiendo.
–Claro, el tema es que esa no es una presión para la guardia –le respondo.
Intento pasar por el costado para llamar a la paciente del dolor abdominal, (+)
–¿Cómo que no es para la guardia? Está alta. Necesito un cardiólogo –insiste.
–Está apenas elevada –remarco–. Es para estudiar por consultorio y ajustarle la medicación. Además, ¿come con sal?
(+)
Se queda callado como el orientador antes.
–¿Y para qué me hicieron esperar todo este tiempo? –me ladra.
Algo de razón tiene.
–Es que le tendrían que haber informado que no era para guardia, disculpe. ¿El médico orientador no le tomó la presión?
(+)
–¿Ese nazi? Si apenas vio mi apellido me puso mala cara. Que no me toque.
Pienso en el apellido del orientador. No me lo acuerdo, pero estoy casi segura de que es de origen judío.
–No creo que sea por nazi, solo tiene un mal día –le aclaro.
(+)
–¿Y yo qué culpa tengo?
–Ninguna. Tiene razón. Solo que acá estamos para urgencias y emergencias, así que le voy a pedir que me aguarde un momentito más –le digo mientras lo corro con el brazo.
Salgo y llamo a la paciente anotada como dolor abdominal. Se acercan una señora(+)
Cuando llegan al lado mío, la mujer más joven mira para abajo.
–¿Quién es la paciente? –pregunto.
–Mi hija –dice la señora ruluda.
(+)
–Entonces le voy a pedir que pase solo ella por el momento. Hay varias personas en el consultorio por una paciente complicada –aclaro.
Le hago señas a la chica para que pase. Ella no avanza. Mira para el piso y sube mocos por la nariz.
(+)
–Es que tengo que ir con ella. Me necesita –dice la madre.
–¿Pero es mayor de edad? –pregunto.
El hombre regalo zapatea con un pie. Tiene cara de odio total.
–Tiene veintidós, pero ella… ella me necesita –repite la mujer agitando los rulos.
Miro a la chica. Se la ve adulta+
–¿Cómo te llamás? –le pregunto.
Me contesta el nombre que papá quería ponerme y que me hubiera encantado tener, pero ganó mi mamá. Sonríe y le devuelvo la sonrisa.
–Va a estar todo bien –les digo a ambas.
Se la ve entera, casi diría que sana. (+)
–Le dije que me necesita –me reta la mujer.
–¿Esto es más importante que mi presión? –pregunta el hombre regalo sin preguntar.
(+)
El enojo rebalsa por su boca.
–¿Sabe qué? Dígale por favor al orientador que yo lo mando a que le tome la presión de nuevo y que me informe cuánto dio –le contesto al hombre.
A la vez le hago señas al orientador que está preparando su mochila. (+)
Vuelvo a la madre y a la chica del vestido que anhelo y de mi nombre soñado.
(+)
–¿Ella tiene alguna cuestión por la que necesite pasar con usted? –interrogo a la madre.
La mujer asiente con los ojos y responde:
–Nosotros no hablamos de eso. Ella solo es especial.
Por un lado me dan ganas de estrangularla por no habérmelo dicho antes, por otro, pienso(+)
–Entiendo –arranco–. Déjenme ver si consigo un lugar donde revisarla más tranquila y ya las hago pasar.
La mujer me agradece. Yo cierro la puerta y recorro uno por uno los (+)
–¿Y a mí no me piensa atender? Yo llegué antes que ellas –me increpa.
–Disculpe, no soy traumatóloga. Creo que ellos (+)
–¿Y si no es traumatóloga, qué hace acá?
–Solo les uso la camilla –pronuncio con tono de entre disculpas y miedo.
–¿Y por qué no me acomoda el hombro antes de llamar a alguien más? –gruñe.
–Es que se lo puedo dejar peor.
(+)
–Peor no existe –sigue.
–Entiendo. Lo que puedo hacer es pedirle la radiografía y un analgésico. Así ganamos tiempo. ¿Le parece bien? –pregunto con los ojos algo entrecerrados.
–Gracias. Sí. Es que me duele –llega por respuesta.
Recién ahí respiro.
(+)
Lo hago entrar. La mujer y la hija del vestido floreado lo siguen. La chica llora, grita, y yo me pregunto si es de dolor o si su vida será así, como cuando los bebés lloran en un intento de expresar algo que muchas veces las madres no logran dilucidar.
(+)
Cierro la puerta atrás de ellos. Le indico a la madre que siente a la hija en la camilla y salgo con el hombre al pasillo donde le hago las órdenes que le prometí y lo mando, primero a que los enfermeros lo inyecten, y después a rayos.
(+)
Vuelvo y me aboco a mi paciente. Le pido los datos y me los da la madre. Tienen obra social, pero les queda lejos el sanatorio, así que la trajo acá. No le largo el discurso sobre la falta de recursos, creo que su caso es particular. Se asoma el orientador. (+)
–Ciento treinta /noventa –me grita él más fuerte.
Mis neuronas tardan en conectar que habla del hombre pelado.
–¿Lo mandaste a la casa? –le pregunto mientras se aleja sin saludar.
–Tan, tan, tan tarado resulta que no soy –contesta mientras desaparece.
(+)
Vuelvo a la paciente. No sé cuándo dejó de gritar, pero menos mal que lo hizo. Me paro frente a ella y le pregunto qué le pasa. Se agarra el abdomen y se lo acaricia.
–¿Qué parte te duele más? –indago.
Se lo agarra con las dos manos, casi en un auto-abrazo. (+)
–Le cuesta expresarse –me aclara la madre.
Bajo la cabeza en señal de qué entiendo.
–¿Tuvo fiebre? –le pregunto directamente a ella.
–Creo que no.
–¿Diarrea? ¿Vómitos?
–Vómitos sí. Muchos.
–¿Ardor al hacer pis?
(+)
–Una vez se agarró ahí abajo hace un tiempo, pero tenía la regla. Después, creo que no.
La chica sonríe y enseguida pasa al llanto. Se agarra nuevamente el abdomen, se arquea hacia adelante y la madre me corre con el brazo salvándome de que un chorro de vómito aterrice (+)
Saco una gasa de mi bolsillo y se la ofrezco a la madre que le limpia la boca a su hija.
–¿Hace cuánto que está así? –le pregunto a la mujer.
–Casi una semana. Antes vomitaba poco. Pasa que yo limpio casas y cuido chicos, y así (+)
Por la manera en que habla de la oscuridad, interpreto que es bastante más que una mera falta de luz. Agradezco no vivir en un lugar así.
(+)
–Hoy, como se puso peor, convencí a un vecino que me crucé y nos trajo –sigue–. Lo hizo de mala gana. Casi siempre nos trata bien, si hasta viene con ropa para ella que le queda chica a sus nenas, pero hoy no sé qué le pasó. Le tuve que ofrecer una platita, y ahí nos dejó (+)
Pienso en cuánta plata tengo en el bolsillo y me pregunto cuán lejos vivirá. También en si los taxis entrarán a su barrio. Me obligo a dejar ese asunto para después y a revisar a la paciente.
(+)
La hago acostarse y le pido a la madre que le levante el vestido. Golpean la puerta, pero esta vez no desde la sala de espera, sino desde el pasillo. No contesto. Me acerco a la chica. Golpean otra vez. Ella comienza a lloriquear de nuevo. Abro. Es el del hombro.
(+)
–No hay enfermeros. Esperé y no hay –me dice.
Su voz es un ruego. Se lo nota empapado en sudor del dolor. Lo hago sentarse y le indico a la madre y a su hija que me esperen. Voy al office de enfermería y al estar. Los enfermeros no están en ninguno de los dos lugares. (+)
Paso por el shock-room. El emergentólogo reanima a un anciano en paro. Los dos enfermeros que le pusieron la vía a la mujer sapo lo asisten. Les pregunto por sus compañeros. Me informan que están solos. Vuelvo a los consultorios. Cargo la ampolla de analgésico en una (+)
–¿Me dejás revisarte aunque sea por arriba del vestido? –le pido.
Mira a la pared. Giro hacia la madre en un pedido de ayuda y ella intenta correr los brazos de su hija hacia los costados. (+)
–Ya se fue –le dice la madre a la paciente–. Mirá, ya se fue –insiste.
(+)
–Desde que mi novio nos dejó, no le gustan los hombres –me explica sin que se lo pida–. Antes los quería. A él, al vecino y a mi profe de la (+)
(+)
Me dan ganas, al menos por un rato, de convertirme en su hija, con el nombre que tanto anhelé, y gritar cada vez que se me acerque uno. Últimamente, con cada uno que conozco termina mal. Pienso que, probablemente, sea mejor quedarme sola.
(+)
Vuelvo a la hija y a su panza. La madre le lleva el vestido hacia arriba y ella, por unos segundos, se ríe.
–Te voy a revisar despacito –le explico.
No sé cuánto de eso vaya a entender. Froto mis manos entre sí para entibiarlas. Luego las acerco a su abdomen y lo toco (+)
Vamos de nuevo. Muevo las manos de forma ágil. Para cuando la chica se larga a llorar, no encontré nada raro. Tiene la bombacha manchada con sangre y le pregunto a la madre si está menstruando.
(+)
–Puede ser. Hace un tiempo que no le bajaba. Por tanto cambio, me parece. Entre mi novio que se fue, que le cambié la cuidadora porque la otra decía que la quería, pero ni la cuidaba y hasta metía hombres en mi casa, que yo empecé a trabajar más. Fue mucho.
(+)
Mi cerebro casi que dejó de escuchar después del “hace un tiempo que no le bajaba”. Tiemblo. Me quedo tan muda como antes estuvo el orientador.
–No me mire así –dice la madre–. No, que yo hace rato que le doy pastillas.
Me aflojo un poco, aunque con cierta desconfianza.
(+)
–¿Se las da siempre usted? –indago.
–Cuando no estoy yo, se las da la cuidadora.
Los pelos de mis brazos se alertan antes que mi cerebro.
–Por las dudas, me gustaría hacerle un análisis de sangre –le pido.
–Va a ser difícil. No le gusta que la pinchen.
(+)
Pienso en los enfermeros, en que solo son dos y están ocupados, en mi compañera que está con la señora sapo y en el emergentólogo que está más ocupado todavía. Miro la hora. Todavía no es tan tarde.
(+)
–Hay otra opción: una ecografía, pero hay que ver si se deja–le propongo a la madre.
–Antes que las agujas… –dice la mujer.
Camino hacia imágenes y rezo para que esto funcione. Golpeo. Me llega un “Ya va” medio ronco. Es una voz femenina que no me suena. (+)
–Traela. Pero si no se queda quieta, maga no soy –me previene.
(+)
Voy a buscar a la paciente y a la madre. Ni intento encontrar a un camillero; las llevo caminando. En el medio del trayecto, la chica vomita en el piso. Anoto en mi mente que tengo que llamar a los de limpieza. La madre le pasa por la boca un poco de rollo de cocina (+)
(+)
Llegamos a Ecografía. La que nos abre –ya cambiada– es la imagenóloga suplente que estuvo en Noche Buena. Hace pasar a la paciente y le pide que se acueste. La madre ayuda a la chica.
–Le va a tener que levantar el vestido –le informa la imagenóloga.
(+)
La madre intenta, pero la hija hace fuerza con los brazos.
–No hay hombres por acá –trato de tranquilizarla–. Somos solo nenas.
La chica parece pensarlo.
–Solo queremos ayudarte a que no te duela más.
(+)
Ella sonríe como antes y hasta colabora levantándolo. Mira a la imagenóloga con miedo.
–Te voy a poner un poco de frío –le explica ella.
–Frío –repite la paciente y se ríe.
La madre le acaricia la frente.
(+)
Mi compañera le pone gel en el abdomen y la paciente se ríe una vez más. “Vamos bien”, pienso. Apoya el transductor, y aparece lo que tanto temía. Se ve perfecto en la pantalla.
–No puede ser –murmura la madre–. No puede ser.
(+)
Noto que apenas termina de pronunciarlo por segunda vez, se le escapan un par de lágrimas.
–Pero si le doy la pastilla. Y está con la regla –dice señalando la bombacha.
La miro con la boca para el costado. No creo que explicarle que las pastillas pueden fallar, (+)
(+)
En medio de sus lágrimas y de mi impotencia, un sonido rítmico irrumpe en la habitación. Proviene del ecógrafo. La madre me mira como preguntando si es lo que cree, aunque en verdad sabe que lo es. La hija comienza a gritar. Empuja la mano de la imagenóloga fuera de su (+)
–No te preocupes, chiquita, ya lo vamos a sacar –dice mientras sigue refregando.
Vuelvo con ellas a los consultorios. (+)
–Bueno, dada la situación especial de su hija, tenemos que hacer la denuncia –le informo a la madre.
–¿Denunciar qué? Si no sabemos quién fue –me increpa la mujer.
(+)
–Denunciar lo que pasó, porque, por lo especial de su hija, estamos ante una violación y tengo la obligación de denunciarla.
–Claro. Porque es especial. Que pongan en el diario: “Violada por especial” –llora–. No, cierto que no escriben sobre gente como nosotras.
(+)
–Entiendo la bronca. Yo estaría igual –trato de consolarla–. Hay un grupo de salud mental muy bueno que puede venir a hablar con ustedes, me gustaría llamarlos si le parece.
–¿Para qué? ¿Para que la internen y que nos digan que su bebé también va a ser especial?
(+)
Huelo su temor.
–Nada de eso. Solo para acompañarlas hoy y para que no estén solas con esto, sea lo que sea que decida hacer.
–¿Y a usted qué le parece? Porque sabe lo que quiero hacer. ¿Soy un monstruo?
(+)
–Ningún monstruo. Solo una madre en una situación imposible.
La mujer estalla en un llanto torrencial. La abrazo. La hija grita. La madre aleja su cuerpo. La suelto y ella abraza a su hija.
–Todo va a estar bien –le dice.
(+)
Asiento y camino a despertar a los de salud mental. Llego a su habitación con las lágrimas atragantadas. Golpeo. El psiquiatra abre con el pelo revuelto. Tiene puesto el pantalón del ambo y una remera blanca. Le pido disculpas y le cuento el caso.
–¿Vos estás bien? –me (+)
Recién ahí me doy cuenta de que las lágrimas me mojaron los cachetes durante el relato. Levanto los hombros y me revuelve el pelo con los nudillos. Me pide que espere un minuto y despierta al resto. Yo me seco la cara y me sueno los moscos con la última gasa (+)
–Se la llevó –me informa la mujer que ya es un cuarto de sapo.
(+)
Miro alrededor. Corro hacia la puerta a buscarlas. Ya no están. En lo único en que me permito pensar es en cómo van a volver a su casa.
Vuelvo. Busco los datos que anoté de la chica y se los paso al trabajador social. Maldigo no haberles pedido un domicilio y un teléfono.(+
–No te preocupes. Hiciste lo que pudiste –me consuela.
Me rodea con su brazo. Lo dejo hacerlo.
–¿Te preparo un café? –ofrece.
Niego.
–Todavía quedan varios en la lista –agrego al gesto.
(+)
–Está bien. Igual, date un respiro –me sugiere antes de irse.
Miro la lista. Si paro de atender, sé que voy a explotar en ochocientos pedazos. Llamo a la gastroenteritis que sigue. No está. Paso al de la infección urinaria. Se fue. No contesta nadie, (+)