–Es que si no hay, no hay –contesta a través de una rendija de la puerta de su habitación.
No lo noto para nada preocupado.
–Pónganle suero, analgesia y que se ocupe clínica. Si empeora, lo verá emergento –agrega.
(+)
Cierra la puerta. Con mi compañero nos miramos disconformes. Sabemos que clínica va a decir que es para emergento, y emergento que es de clínica. Nos dividimos: él busca a los clínicos y yo voy para el sucucho del orientador para ver qué es la cervicalgia que anotó recién.(+
Entro. Está charlando con el administrativo.
–¿Cervicalgia? –lo increpo con las cejas fruncidas.
–La anoté porque está gede. Está armando bardo afuera y van a tirar abajo las puertas de los consultorios si los sigue cebando. Ya me vinieron a prepear por la demora.
(+)
–¿Demora? Si no paramos ni un segundo…
–Ya sé, pero viste como son. Todos quieren pasar YA –argumenta.
–¿Y seguridad? ¿Los llamaste? –insisto.
–¿Para qué? Si no hacen una goma –contesta mientras sacude la cabeza para un costado y para el otro y chasquea la boca(+)
–Para insistirles que hagan su trabajo, digamos.
–Su trabajo es figurar. Vos sabés. Es hacer que existe la seguridad en los hospitales, o sea, mentir. Salen, le hacen un chas-chas con palabras tiernas a la gente, los putean y vienen a llorarme (+)
(+)
Aprieto las muelas, las manos, me clavo las uñas en las palmas, se me contracturan los hombros, el cuello y hasta se me estrujan los glúteos y las pantorrillas. Mis ojos se llenan de odio, no hacia él, sino a la situación, porque lo que describe es tal cual.
–Igual si es (+)
–Es que no, porque no tiene nada, como mucho una contractura. Es para inyectarle algo y que se vaya así no arma más bardo. Los traumatólogos la van a ver en tres horas y van a decir que no es de ellos. Mientras la loca va a incendiar+
Meto aire y trato de aflojar los músculos. Lo largo de a poco.
–Última boludez que veo para conservar la paz. Estoy harta. Así tardamos en ver lo importante. ¡Se nos va a morir alguien por ver tanta pavada!
(+)
El orientador levanta los hombros. Su cara denota menos preocupación que la del jefe y sé que nos va a anotar todas las boludeces que aparezcan. Cuento hasta cinco y camino hacia los consultorios. Leo de la lista el apellido de la mujer de la cervicalgia, salgo y lo (+)
–Una vergüenza lo que tardan –murmura mientras entra.
Es alta, enorme, no solo alta, sino también ancha de hombros. En parte entiendo el miedo del orientador. Su mandíbula es cuadrada y la frente le protruye haciéndole sombra a la nariz. (+)
–Es que la guardia es para urgencias y emergencias. Para el resto están el consultorio y las salitas –pronuncio desde mi sonrisa falsa.
(+)
–Vos no me vas a venir a echar de la guardia a mí. No podés no atenderme. Es mi derecho que me atiendas. Pago impuestos como todos, así que hacé tu trabajo, ¿o querés que te haga una nota? Nota, demanda, vos elegí. Soy abogada.
(+)
Hilvana las palabras demasiado rápido. Casi que se le enredan. No le creo nada.
–Tranquila, señora, que si la llamé es para atenderla. No es necesario que amenace.
–¿Cómo que no? Si ya fui a tres hospitales y me echaron con que no es para guardia lo mío. Anoche de uno, (+)
(+)
La miro y no le contesto. Saco el recetario del bolsillo, la lapicera y arranco:
–¿Nombre, apellido y edad?
Incorporo la edad en la misma pregunta por primera vez. Quiero medicarla y que se vaya –como dijo el orientador– antes de que me contagie su mala onda. (+)
–¿Obra social? –continúo el interrogatorio.
La mujer me mira fijo, seria, recorre cada uno de mis músculos faciales con la vista.
–¿No te vas a reír? –me larga–. Dale, burlate así lo sumo a la demanda.
(+)
Sigo imperturbable, firme.
–¿Obra social? –repito.
–¿Vos te pensás que estaría acá si tengo obra social? –ladra.
“Tuviera”, pienso, pero no la corrijo.
–¿Vive en capital o provincia? –sigo.
–¿Qué te importa? Igual me tenés que atender, es mi derecho.
(+)
–Es para anotarla, nada más. Nos piden esos datos.
–Provincia. Casi capital.
Asiento y escribo.
–Cuénteme qué le pasa.
–Pasa que piso mal, me duelen la columna, las piernas, tengo gases, fui descompuesta dos veces esta semana, me salieron llagas, me retumba la cabeza y(+)
Otra vez las palabras salen como torpedos, pisoteándose. Mi cerebro salta de una a la otra y al llegar a la última se olvidó de lo previo. Quiero asesinar al orientador.
–A ver… ¿desde cuándo está así? –la freno.
(+)
–Años. Pasa que no tengo tiempo, viste cómo es, con el trabajo, los hijos, la casa, el marido, la cena… Ahora conseguimos mucama nueva, porque a la otra la eché por desastre. Era lenta, no me hacía caso, cocinaba con mucha sal. Así no se puede. Y ahora (+)
Dejo de escuchar después del “mucama” y me pregunto si habrá alguien grave esperando. Veo de refilón al orientador (+)
–El tema es que por guardia yo no puedo solucionarle dolores que tiene desde hace años, así que, si le duele (+)
–Yo sabía. Era obvio. No me querés atender. Sos igual que los otros. No entendés que no puedo dormir con todo esto.
Estoy por contestarle cuando se asoma el petiso.
–Necesito una mano –me larga pálido y empapado en (+)
Desaparece casi como hizo el orientador. Me asomo, lo veo correr hacia el consultorio del paciente de la pancreatitis y me apuro atrás suyo.
–Dejame hablando sola. Atrevete, dale. Otro punto a mi favor para la demanda –grita la mujer de la mandíbula amenazante+
Ni me gasto en contestarle.
Llego junto a mi compañero. Los enfermeros y la emergentóloga aparecen con el carro de paro. Salgo y les hago lugar.
–¿Qué pasó? –pregunto desde el marco de la puerta.
(+)
–Yo lo había dejado de costado, pero se giró. Vomitó y se aspiró me parece –contesta él.
–¿Te parece? –remarca la emergentóloga.
Los ruidos ventilatorios del paciente se escuchan desde donde estoy. Miro la saturación. No sube de ochenta y dos. El petiso pide todo para (+)
–No se alegren tanto que va a quedar en la camilla. No hay lugar enserio –nos subraya–. Y sepan que si se para, no me parece (+)
Con mi compañero la miramos. Ninguno entiende.
–Hombre grande, enolista, EPOC, diabético amputado en situación de calle y con un laboratorio espantoso. No va a salir de esta –aclara.
Pienso en el paciente, en las sonrisas que me regala en la vereda cada vez que(+)
–¿Tiene familia? –nos pregunta la emergentóloga.
–Yo nunca lo vi con nadie –contesta el petiso.
–Más aún –dice ella.
–Los de la sala de espera son su familia –murmuro.
–No me lo digas así. Ya sé que pensás que soy una hija de puta, pero soy la única que ve las cosas (+)
Me quedo en silencio y muerdo para que no se me escapen las lágrimas. Pienso en los pacientes que viven meses en los consultorios a la espera de un hogar. Sé que algo de razón tiene, pero me niego a dársela. Llegan los camilleros con la camilla. Dos de esos (+)
Vuelvo al consultorio donde dejé a la mujer del nombre gracioso y la mandíbula de boxeador. Ella zapatea y recién ahí caigo en sus tacos: deben medir diez (+)
–¿No los pensás atender? –me increpa.
–La estoy atendiendo a usted.
Escribo veloz. Armo una lista por un lado y una orden de aplicación por el otro. Le entrego los dos papeles. (+)
–Se ahoga –escucho.
Abro y un hombre morocho de pelo brillante –que me hace acordar a los zapatos recién lustrados de mi papá– pasa en brazos a una chica con la respiración acelerada y los huecos (+)
Vuelvo. La chica satura realmente bajo (ochenta y siete porciento) y tiembla. Le conecto el oxígeno y le pongo el termómetro. (+)
–Vamos a hacerle un laboratorio y a pasarle una dipirona –le digo.
Asiente y gira para buscar lo que le falta. (+)
–Eso no es problema –le sonrío en medio del apuro.
En dos segundos la enfermera tiene la vía y la sangre listas, le pasó el corticoide y le puso la dipirona en el suero+
Me pongo el estetoscopio y le indico a la paciente que se siente y que se levante la parte de atrás de la remera.(+)
–¿Hace cuánto que estás así? –le pregunto.
Ella tose. No puede ni hablar. Hace un cuatro con los dedos.
–En la farmacia le dieron el Qur@ plú –dice el padre, así sin la “S” y acentuando la “U” – y viene con eso.
Sonríe
–¿Y la fiebre cuándo(+)
–Eso no sé decirle, doctorcita. Ella vive con la ma –el hombre baja la cabeza en señal de disculpas–. Toser hace un mes sí la vi.
La chica hace un dos con la misma mano que antes y tose de nuevo. Miro el saturómetro que todavía tiene puesto. (+)
–¿Tiene alguna enfermedad?
–No. Nos salió sanita, sanita. Su hermanita tiene mal de bronquios, pero ella na’.
Lo pronuncia así, cortado. Mi cerebro no completa la palabra; le gusta así.
(+)
–¿Y la hermana vive con ella? ¿Está enferma también?
–Con ella, sí. Yo les ando haciendo una piecita más, para que estén más cómodas, ¿sabe?, pero hago de a poco, y falta. Duermen en la misma piecita con ella y la ma.
Tiemblo.
(+)
Veo que la gigante mandibuluda se me acerca desde atrás y levanto la mano antes de que llegue a emitir palabra.
–¿Y la madre y su otra hija están enfermas también? –insisto.
(+)
–La ma no sé, no me dijo na’. Se quedó cuidando a la nena que empezó con los bronquios hoy.
Asiento.
–¿Fumás? ¿Drogas? –le pregunto a la chica.
Ella hace que no con fuerte con la cabeza y el padre recalca que la crió bien.
(+)
–¿Tosés con moco amarillo? ¿Verde? ¿Largás sangre? –le pregunto a la paciente.
Hace que sí a todo.
–¿Bajaste de peso?
La chica levanta los hombros y vuelve a toser.
–Está floja, sí. Yo la veo floja.
(+)
–¿Venís transpirando a la noche? –me dirijo a la hija.
Ella asiente de nuevo. Se me cae una gota de transpiración por la nuca y siento su camino hasta mi corpiño gris de algodón desgastado. Miro alrededor. En el consultorio hay un chico con gastroenteritis (+)
–Le voy a pedir que llame a la madre y que traiga a su otra hija así la reviso. No vaya a tener lo mismo.
–Pero a esta hora, con el frío… ¿No mejor mañana?
(+)
Sonríe. Se nota que no cae en la gravedad del cuadro de su hija mayor. La chica sigue respirando con ayuda de los músculos del cuello, de su panza y de entre las costillas, pero, si no mejora pronto, va a terminar requiriendo un respirador.
(+)
–No. Mañana no. Mejor ahora –sentencio firme.
Recién ahí abre un poco más los ojos y su piel oscura se vuelve clara. Asiente de inmediato y manda un mensaje por celular. Yo salgo y vuelvo con barbijos. Le doy uno a él, uno al chico de la gastroenteritis (+)
Al chico le cierro la chapita del suero, se lo descuelgo y lo mando a enfermería a que se lo saquen. Mientras, la mujer de la mandíbula me increpa:
–¿Por qué no me terminás de atender así me voy? Yo estaba antes.
–No pasa por antes o después. La chica requiere toda mi (+)
–Sí, pero yo estaba antes. Y lo mío es rápido y ya me voy –insiste.
–Pero la chica está grave y tengo que correr con ella.
–Claro, pero ella vino después. Y lo mío es un segundo, te digo.
(+)
La dejo hablando sola. Escribo la orden para la placa de la chica de la tos y salgo a buscar un camillero. Necesito una silla o camilla con oxígeno. Como nunca, encuentro a uno fumando en la puerta. Le cuento el caso y lo apuro sin pedirle ni una pitada. Uno de los choferes(+
–¿Cuánto tiene la piba? –pregunta.
–Dieciocho –contesto.
–Como la mía, que encima es asmática. ¿No se acuerda de ella? Usted me la atendió una vez.
Asiento y vuelvo a mirar al camillero que apagó el cigarrillo y se va a buscar una silla.
(+)
–Llevémosla con la de la ambulancia –ofrece el chofer–. También tengo tubo de oxígeno.
El enfermero lo escucha y vuelve hacia nosotros. El chofer baja la silla, el tubo y nos acompaña. Agarran guantes, barbijos, se los calzan, la suben a la silla y yo busco un barbijo para+
Volvemos al consultorio y enchufamos a la paciente al oxígeno de nuevo. El chofer (+)
El hombre me infoma que la mujer está trayendo a su otra nena que resulta que tiene doce. (+)
–Creo que ya te esperé lo suficiente. Lo mío se resuelve rápido y vos no te estás ocupando.
(+)
Lo dice con un intento de sonrisa que se parece un poco a mi sonrisa falsa.
–Tengo que hablar para pasar a la paciente que está grave al shock-room. Lo suyo no lo es, así que puede esperar –pronuncio seria.
Doy un paso al costado y trato de esquivarla. Me corta el camino. (+)
–Por eso. Lo de la chica va a llevar tiempo y lo mío no. Además, yo llegué primero.
Me pregunto qué alma malvada la habrá criado así. Respiro hondo y le saco de la mano los dos papeles que le entregué.
(+)
–Vaya a enfermería a que le apliquen esto. Le va a sacar el dolor por un rato –le digo sacudiéndole el primer papel en la cara y se lo entrego–. Esta es la lista de todos los especialistas a los que debe consultar por sus múltiples dolencias que no le puedo resolver (+)
–¿Y hasta que me den turno qué hago? –insiste.
–Lo mismo que hasta ahora –le gruño.
–Te creés graciosa. ¿No? ¿Te gusta tener poder sobre tus pacientes? Ya vas a ver cómo se te va a caer (+)
Ahora sí que la corro a un costado y avanzo hacia el shock-room sin importarme la sarta de idioteces que me larga.
–Yo te voy a seguir esperando acá hasta que me resuelvas mis dolores. No me pienso ir –grita a mi (+)
Freno y giro en seco.
–Como usted quiera. Solo le recomiendo que espere en la sala de espera, porque en la guardia se puede contagiar CUALQUIER COSA –le digo y remarco las dos últimas palabras.
(+)
Apenas las escucha, parece caérsele la mandíbula. Se queda quieta con la boca abierta. Resulta enorme y se le ven las amígdalas a la distancia. Se lleva las manos a la cabeza. Sus uñas color coral parecen incrustarse en el cuero cabelludo. Me acuerdo de la respiración de (+)
–Coronavirus –escucho a mi espalda–. Me expusiste al coronavirus, asesina –grita la mujer desde su mandíbula gigante.
Sigo en lo mío y entro al shock-room. La emergentóloga escribe la historia clínica del (+)
–El último respirador –dice y señala con su mano como si sostuviera una bandeja a la camilla con el hombre alcohólico, diabético y EPOC, ahora con una pancreatitis por el (+)
Me muerdo el labio de abajo.
–Sí –agrega.
Miro otra vez al techo y ruego porque el corticoide y el antibiótico hagan su efecto y que la chica no necesite ser intubada, (+)
Vuelvo a los consultorios. La mujer de la mandíbula enorme y el egoísmo todavía más grande ya no está. (+)
–Dale. Vos prepará todo que yo ya vengo –le contesto.
(+)
Me apuro hacia la entrada de ambulancias, me prendo un pucho, doy una pitada honda apoyada contra la pared, largo el humo de a poco mientras aprieto los ojos para frenar las lágrimas, apago el cigarrillo con cuidado para retomarlo después y vuelvo a entrar.