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#CosasQuePasanEnLaGuardia #88. Guardia de sábado, una y media de la mañana. El orientador acaba de anotar a alguien como “cervicalgia” (dolor de cuello). En las últimas dos horas con mi compañero petiso vimos tres pacientes con gripe, una faringitis de hace dos días, (+)
(-) varios con gastroenteritis que demandaban algo que les “cortara” la diarrea, un anciano con una picadura de catorce horas de evolución que él aseguraba que era de araña –pese a no haber visto el bicho– y que para mí no era más que de mosquito, (+)
(-) una mujer con su “nene” de quince que se había clavado una astilla en un dedo del pie –ella no se había animado a intentar sacársela con una aguja de coser como hacía mi mamá–, un hombre que aseguraba estar haciendo una reacción alérgica al perfume de su amante (+)
(-) –que pretendía que le borrara del todo las ronchas– y un señor de los que viven en la sala de espera –amputado de una pierna, con muletas, al que todos conocemos por su EPOC descompensado y por su diabetes casi sin tratamiento– con una pancreatitis por alcohol (+)
(-) (el único que ameritaba atención urgente, aunque todos la demandaran). El petiso está tratando de pasar al shock-room a este último. No hay cama y la emergentóloga argumenta que el paciente no está tan mal. Llama a terapia: tampoco hay lugar. Lo acompaño y hablamos (+)
(-) con el jefe.
–Es que si no hay, no hay –contesta a través de una rendija de la puerta de su habitación.
No lo noto para nada preocupado.
–Pónganle suero, analgesia y que se ocupe clínica. Si empeora, lo verá emergento –agrega.
(+)
(-)
Cierra la puerta. Con mi compañero nos miramos disconformes. Sabemos que clínica va a decir que es para emergento, y emergento que es de clínica. Nos dividimos: él busca a los clínicos y yo voy para el sucucho del orientador para ver qué es la cervicalgia que anotó recién.(+
(-)
Entro. Está charlando con el administrativo.
–¿Cervicalgia? –lo increpo con las cejas fruncidas.
–La anoté porque está gede. Está armando bardo afuera y van a tirar abajo las puertas de los consultorios si los sigue cebando. Ya me vinieron a prepear por la demora.
(+)
(-)
–¿Demora? Si no paramos ni un segundo…
–Ya sé, pero viste como son. Todos quieren pasar YA –argumenta.
–¿Y seguridad? ¿Los llamaste? –insisto.
–¿Para qué? Si no hacen una goma –contesta mientras sacude la cabeza para un costado y para el otro y chasquea la boca(+)
(-) llena de resignación.
–Para insistirles que hagan su trabajo, digamos.
–Su trabajo es figurar. Vos sabés. Es hacer que existe la seguridad en los hospitales, o sea, mentir. Salen, le hacen un chas-chas con palabras tiernas a la gente, los putean y vienen a llorarme (+)
(-) que ellos no pueden hacer nada, que llame a la cana. Y si llamo vienen y te obligan a ver a la cervicalgia y a todos los que no tienen criterio para calmar la cosa. Creeme que mejor les anoto la cervicalgia.
(+)
(-)
Aprieto las muelas, las manos, me clavo las uñas en las palmas, se me contracturan los hombros, el cuello y hasta se me estrujan los glúteos y las pantorrillas. Mis ojos se llenan de odio, no hacia él, sino a la situación, porque lo que describe es tal cual.
–Igual si es (+)
(-) cervicalgia, es para tráumato –le marco.
–Es que no, porque no tiene nada, como mucho una contractura. Es para inyectarle algo y que se vaya así no arma más bardo. Los traumatólogos la van a ver en tres horas y van a decir que no es de ellos. Mientras la loca va a incendiar+
(-) la sala de espera.
Meto aire y trato de aflojar los músculos. Lo largo de a poco.
–Última boludez que veo para conservar la paz. Estoy harta. Así tardamos en ver lo importante. ¡Se nos va a morir alguien por ver tanta pavada!
(+)
(-)
El orientador levanta los hombros. Su cara denota menos preocupación que la del jefe y sé que nos va a anotar todas las boludeces que aparezcan. Cuento hasta cinco y camino hacia los consultorios. Leo de la lista el apellido de la mujer de la cervicalgia, salgo y lo (+)
(-) pronuncio en tono alto y firme.
–Una vergüenza lo que tardan –murmura mientras entra.
Es alta, enorme, no solo alta, sino también ancha de hombros. En parte entiendo el miedo del orientador. Su mandíbula es cuadrada y la frente le protruye haciéndole sombra a la nariz. (+)
(-) Le indico con la mano que pase y cierro la puerta atrás de ella.
–Es que la guardia es para urgencias y emergencias. Para el resto están el consultorio y las salitas –pronuncio desde mi sonrisa falsa.
(+)
(-)
–Vos no me vas a venir a echar de la guardia a mí. No podés no atenderme. Es mi derecho que me atiendas. Pago impuestos como todos, así que hacé tu trabajo, ¿o querés que te haga una nota? Nota, demanda, vos elegí. Soy abogada.
(+)
(-)
Hilvana las palabras demasiado rápido. Casi que se le enredan. No le creo nada.
–Tranquila, señora, que si la llamé es para atenderla. No es necesario que amenace.
–¿Cómo que no? Si ya fui a tres hospitales y me echaron con que no es para guardia lo mío. Anoche de uno, (+)
(-) anteanoche de otro. Unos maleducados, insolentes, irrespetuosos. Yo los voy a demandar a todos. Voy a hacer que los clausuren, que los multen y que me den un resarcimiento por el tiempo que me hicieron perder. ¿Qué se creen? No saben con quién se metieron.
(+)
(-)
La miro y no le contesto. Saco el recetario del bolsillo, la lapicera y arranco:
–¿Nombre, apellido y edad?
Incorporo la edad en la misma pregunta por primera vez. Quiero medicarla y que se vaya –como dijo el orientador– antes de que me contagie su mala onda. (+)
(-) Contesta y no sé qué es más cómico, si su nombre o su apellido, aunque la conjunción forma un combo magnífico. Contengo la risa, al fin y al cabo, llamarse así no es su culpa. Me pregunto si –de ser realmente abogada– los jueces podrán contenerla tan hábilmente como yo. (+)
(-) Es un arte que me llevó años, un arduo entrenamiento. Pienso en mis primeros pacientes de nombre ridículo. En “Lucila Berga” y en cómo lloré de risa a escondidas antes de salir a llamarla. No pronuncié su apellido al hacerla pasar. La llamé como “Lucila la del dolor (+)
(-) abdominal". Preferí eso, develar parte de su cuadro, antes que exponerla a las miradas en la sala de espera. Me mentí un poco también. No era solo por eso, sino para no estallar de la risa al vociferar su nombre y su apellido juntos. (+)
(-) Recuerdo la fiebre y el dolor lumbar que refería y en cómo mis neuronas seguían riéndose tontamente por dentro mientras la revisaba. Ella no era de acá. No le pregunté de dónde, pero tenía DNI noventa y tantos millones. (+)
(-) Era grande y había venido a Argentina arrastrada por sus hijos y nietos. Tal vez de chica no lo haya sufrido, no sé. Tal vez en su país la conjunción de su nombre y su apellido no fueran un karma, ojalá. Porque pobre, acá la hubieran torturado y seguro que (+)
(-) terminaba asesinando a sus padres y suicidándose luego, o casi. Después de ella hubo otros, varios, y las risas cada vez fueron menos. Ahora, con la mujer de la frente prominente y la mandíbula de boxeador, mi interior apenas suelta un guiño, un mero “ja” (+)
(-) sin gran algarabía. Me pregunto si debo preocuparme al respecto.
–¿Obra social? –continúo el interrogatorio.
La mujer me mira fijo, seria, recorre cada uno de mis músculos faciales con la vista.
–¿No te vas a reír? –me larga–. Dale, burlate así lo sumo a la demanda.
(+)
(-)
Sigo imperturbable, firme.
–¿Obra social? –repito.
–¿Vos te pensás que estaría acá si tengo obra social? –ladra.
“Tuviera”, pienso, pero no la corrijo.
–¿Vive en capital o provincia? –sigo.
–¿Qué te importa? Igual me tenés que atender, es mi derecho.
(+)
(-)
–Es para anotarla, nada más. Nos piden esos datos.
–Provincia. Casi capital.
Asiento y escribo.
–Cuénteme qué le pasa.
–Pasa que piso mal, me duelen la columna, las piernas, tengo gases, fui descompuesta dos veces esta semana, me salieron llagas, me retumba la cabeza y(+)
(-) el cuello me mata.
Otra vez las palabras salen como torpedos, pisoteándose. Mi cerebro salta de una a la otra y al llegar a la última se olvidó de lo previo. Quiero asesinar al orientador.
–A ver… ¿desde cuándo está así? –la freno.
(+)
(-)
–Años. Pasa que no tengo tiempo, viste cómo es, con el trabajo, los hijos, la casa, el marido, la cena… Ahora conseguimos mucama nueva, porque a la otra la eché por desastre. Era lenta, no me hacía caso, cocinaba con mucha sal. Así no se puede. Y ahora (+)
(-)con la nueva vamos bien, usa otros condimentos y es más joven, menos pesada. Y mi marido me vio agarrándome el cuello. Me hizo sonar la espalda, y sonó fuerte, y me dijo que no, que así no puede ser, que tengo que cuidarme para poder cuidarlo a él y a los chicos. Tiene (+)
(-) razón. La verdad es que tiene razón. Así que vine. Fui a varios, pero nadie me arregló nada, y estoy acá a ver si vos sos más competente.
Dejo de escuchar después del “mucama” y me pregunto si habrá alguien grave esperando. Veo de refilón al orientador (+)
(-) que agrega gente a la lista. Quiero arrastrarlo de la oreja y que la atienda él. Me apuro hasta el pasillo y cuando llego ya se evaporó. Vuelvo con la paciente.
–El tema es que por guardia yo no puedo solucionarle dolores que tiene desde hace años, así que, si le duele (+)
(-) tanto, su marido tendrá que cuidarla a usted.
–Yo sabía. Era obvio. No me querés atender. Sos igual que los otros. No entendés que no puedo dormir con todo esto.
Estoy por contestarle cuando se asoma el petiso.
–Necesito una mano –me larga pálido y empapado en (+)
(-) transpiración.
Desaparece casi como hizo el orientador. Me asomo, lo veo correr hacia el consultorio del paciente de la pancreatitis y me apuro atrás suyo.
–Dejame hablando sola. Atrevete, dale. Otro punto a mi favor para la demanda –grita la mujer de la mandíbula amenazante+
(-)
Ni me gasto en contestarle.
Llego junto a mi compañero. Los enfermeros y la emergentóloga aparecen con el carro de paro. Salgo y les hago lugar.
–¿Qué pasó? –pregunto desde el marco de la puerta.
(+)
(-)
–Yo lo había dejado de costado, pero se giró. Vomitó y se aspiró me parece –contesta él.
–¿Te parece? –remarca la emergentóloga.
Los ruidos ventilatorios del paciente se escuchan desde donde estoy. Miro la saturación. No sube de ochenta y dos. El petiso pide todo para (+)
(-) intubarlo. La emergentóloga lo corre y toma el mando. Ventila al paciente con el ambú, le indica a los enfermeros las drogas que deben pasarle y lo intuba. Un enfermero fija el tubo con tiras de venda mientras ella bolsea y le ordena a la otra que llame a un camillero. (+)
(-) Finalmente lo vamos a pasar al shock-room. Miro a mi compañero y nuestras comisuras se estiran cómplices. La emergentóloga nos pesca en el acto.
–No se alegren tanto que va a quedar en la camilla. No hay lugar enserio –nos subraya–. Y sepan que si se para, no me parece (+)
(-) reanimable.
Con mi compañero la miramos. Ninguno entiende.
–Hombre grande, enolista, EPOC, diabético amputado en situación de calle y con un laboratorio espantoso. No va a salir de esta –aclara.
Pienso en el paciente, en las sonrisas que me regala en la vereda cada vez que(+)
(-) llego al hospital, en el "hermosa" que usa al saludarme, en las veces que nos lo entraron borracho a dormir en el consultorio y que cuando se despertó se fue sin hacer lío a diferencia de otros, en lo feliz que se lo veía en las fiestas cuando le convidamos de nuestra cena.+
(-)
–¿Tiene familia? –nos pregunta la emergentóloga.
–Yo nunca lo vi con nadie –contesta el petiso.
–Más aún –dice ella.
–Los de la sala de espera son su familia –murmuro.
–No me lo digas así. Ya sé que pensás que soy una hija de puta, pero soy la única que ve las cosas (+)
(-) como son. Porque suponele que se para. Yo lo reanimo y sale hemipléjico del otro lado, lelo, ciego, con incontinencia, pañales, con requerimiento de oxígeno… ¿Cómo va a vivir en la calle? ¿Lo vas a cuidar vos? ¿Te lo vas a llevar a tu casa? ¿Y al próximo que tengamos como(+)
(-) él? ¿También?
Me quedo en silencio y muerdo para que no se me escapen las lágrimas. Pienso en los pacientes que viven meses en los consultorios a la espera de un hogar. Sé que algo de razón tiene, pero me niego a dársela. Llegan los camilleros con la camilla. Dos de esos (+)
(-) que rara vez consigo de noche. Entre la emergentóloga y los enfermeros trasladan al hombre al shock-room. Yo miro al techo y ruego porque no se pare, porque se recupere pronto, entero, porque ya no sienta más la necesidad de emborracharse, porque se vuelva (+)
(-) obediente, o al menos consciente, respecto a sus tratamientos y los cumpla como debe. Pido porque salga mejor de lo que entró, digamos. Que salga agradecido de estar vivo y que se ponga las pilas. Que no solo busque trabajo, sino que encima consiga y que le dure. (+)
(-) Que pueda irse de acá con sus cosas y que no lo veamos tan seguido. Pido mucho, ya sé, pero igual lo hago.
Vuelvo al consultorio donde dejé a la mujer del nombre gracioso y la mandíbula de boxeador. Ella zapatea y recién ahí caigo en sus tacos: deben medir diez (+)
(-) centímetros. Igual, sigue siendo alta. De afuera golpean.
–¿No los pensás atender? –me increpa.
–La estoy atendiendo a usted.
Escribo veloz. Armo una lista por un lado y una orden de aplicación por el otro. Le entrego los dos papeles. (+)
(-) Estoy por explicarle todo cuando los golpes se vuelven más insistentes.
–Se ahoga –escucho.
Abro y un hombre morocho de pelo brillante –que me hace acordar a los zapatos recién lustrados de mi papá– pasa en brazos a una chica con la respiración acelerada y los huecos (+)
(-) sobre las clavículas que se le hunden. Está entre pálida y azul pese a lo morocho de su piel. Tendrá unos veinte años como mucho. La mujer de la mandíbula y los tacos se sentó en la camilla de la que se había parado, la única libre de toda la guardia, que, por suerte, (+)
(-)tiene oxígeno. Le pido que nos haga lugar y casi que tengo que empujarla. El hombre de pelo lustroso acuesta a la chica en la camilla mientras yo le pongo el saturómetro y corro a buscar una máscara para colocarle oxígeno. Mientras revuelvo los cajones hasta (+)
(-) encontrar una, le indico a la enfermera rubia copada que prepare una vía y un corticoide para pasarle endovenoso.
Vuelvo. La chica satura realmente bajo (ochenta y siete porciento) y tiembla. Le conecto el oxígeno y le pongo el termómetro. (+)
(-) No puedo dejar de ver lo rápido que sube. Va por treinta y ocho - ocho cuando la enfermera llega con lo que le pedí.
–Vamos a hacerle un laboratorio y a pasarle una dipirona –le digo.
Asiente y gira para buscar lo que le falta. (+)
(-) La freno y le indico que le busque una vena mientas yo me ocupo del resto. La mujer de la mandíbula asesina sigue con el taconeo junto a la camilla. Me apuro y traigo una jeringa, los tubos para el laboratorio y la dipirona para bajarle la fiebre a la chica. (+)
(-) Entro al consultorio y le pregunto si es alérgica a algo. Ella niega y el padre aclara que a los perros.
–Eso no es problema –le sonrío en medio del apuro.
En dos segundos la enfermera tiene la vía y la sangre listas, le pasó el corticoide y le puso la dipirona en el suero+
(-) Yo pregunto los datos filiatorios que me llegan de boca del padre. Los anoto, lleno las órdenes de laboratorio y se las doy a la enfermera para que las lleve.
Me pongo el estetoscopio y le indico a la paciente que se siente y que se levante la parte de atrás de la remera.(+)
(-) Lo hace con ayuda del padre y apoya sus brazos extendidos con las manos abiertas sobre las rodillas. Los huecos de las clavículas se le notan succionados hacia el tórax. Alguien me golpea el hombro con los dedos dos veces. Giro. Es la mujer de la mandíbula de boxeador. (+)
(-) La noto más gigante que antes y me pregunto si no tendrá acromegalia (enfermedad que da gigantismo). Le hago que espere con la mano y ausculto a la chica. Los ruidos que emite su espalda no me gustan ni un poco. Son una mezcla de casi todos los que conozco. (+)
(-) Me saco el estetoscopio.
–¿Hace cuánto que estás así? –le pregunto.
Ella tose. No puede ni hablar. Hace un cuatro con los dedos.
–En la farmacia le dieron el Qur@ plú –dice el padre, así sin la “S” y acentuando la “U” – y viene con eso.
Sonríe
–¿Y la fiebre cuándo(+)
(-) empezó? –sigo.
–Eso no sé decirle, doctorcita. Ella vive con la ma –el hombre baja la cabeza en señal de disculpas–. Toser hace un mes sí la vi.
La chica hace un dos con la misma mano que antes y tose de nuevo. Miro el saturómetro que todavía tiene puesto. (+)
(-) Marca noventa y tres. No está tan mal, aunque es poco para alguien joven.
–¿Tiene alguna enfermedad?
–No. Nos salió sanita, sanita. Su hermanita tiene mal de bronquios, pero ella na’.
Lo pronuncia así, cortado. Mi cerebro no completa la palabra; le gusta así.
(+)
(-)
–¿Y la hermana vive con ella? ¿Está enferma también?
–Con ella, sí. Yo les ando haciendo una piecita más, para que estén más cómodas, ¿sabe?, pero hago de a poco, y falta. Duermen en la misma piecita con ella y la ma.
Tiemblo.
(+)
(-)
Veo que la gigante mandibuluda se me acerca desde atrás y levanto la mano antes de que llegue a emitir palabra.
–¿Y la madre y su otra hija están enfermas también? –insisto.
(+)
(-)
–La ma no sé, no me dijo na’. Se quedó cuidando a la nena que empezó con los bronquios hoy.
Asiento.
–¿Fumás? ¿Drogas? –le pregunto a la chica.
Ella hace que no con fuerte con la cabeza y el padre recalca que la crió bien.
(+)
(-)
–¿Tosés con moco amarillo? ¿Verde? ¿Largás sangre? –le pregunto a la paciente.
Hace que sí a todo.
–¿Bajaste de peso?
La chica levanta los hombros y vuelve a toser.
–Está floja, sí. Yo la veo floja.
(+)
(-)
–¿Venís transpirando a la noche? –me dirijo a la hija.
Ella asiente de nuevo. Se me cae una gota de transpiración por la nuca y siento su camino hasta mi corpiño gris de algodón desgastado. Miro alrededor. En el consultorio hay un chico con gastroenteritis (+)
(-) –al que mi compañero le colgó un suero– que no se despega del celular y una anciana demenciada a la que hubo que atar a la camilla y que duerme sin emitir ni un ronquido. Tiene la boca abierta y a baba le chorrea por la comisura derecha. (+)
(-) Vuelvo hacia la chica y el padre. Él le acaricia la espalda. Se lo ve sano.
–Le voy a pedir que llame a la madre y que traiga a su otra hija así la reviso. No vaya a tener lo mismo.
–Pero a esta hora, con el frío… ¿No mejor mañana?
(+)
(-)
Sonríe. Se nota que no cae en la gravedad del cuadro de su hija mayor. La chica sigue respirando con ayuda de los músculos del cuello, de su panza y de entre las costillas, pero, si no mejora pronto, va a terminar requiriendo un respirador.
(+)
(-)
–No. Mañana no. Mejor ahora –sentencio firme.
Recién ahí abre un poco más los ojos y su piel oscura se vuelve clara. Asiente de inmediato y manda un mensaje por celular. Yo salgo y vuelvo con barbijos. Le doy uno a él, uno al chico de la gastroenteritis (+)
(-) que enseguida se siente mejor y exige que le retire el suero, otro a la mujer de la mandíbula gigante y le pongo uno a la anciana demenciada que ni se inmuta. Saco de mi bolsillo el barbijo de alta eficacia que vengo usando hace dos guardias y me lo coloco. (+)
(-)
Al chico le cierro la chapita del suero, se lo descuelgo y lo mando a enfermería a que se lo saquen. Mientras, la mujer de la mandíbula me increpa:
–¿Por qué no me terminás de atender así me voy? Yo estaba antes.
–No pasa por antes o después. La chica requiere toda mi (+)
(-) atención –le ladro.
–Sí, pero yo estaba antes. Y lo mío es rápido y ya me voy –insiste.
–Pero la chica está grave y tengo que correr con ella.
–Claro, pero ella vino después. Y lo mío es un segundo, te digo.
(+)
(-)
La dejo hablando sola. Escribo la orden para la placa de la chica de la tos y salgo a buscar un camillero. Necesito una silla o camilla con oxígeno. Como nunca, encuentro a uno fumando en la puerta. Le cuento el caso y lo apuro sin pedirle ni una pitada. Uno de los choferes(+
(-) de ambulancia escucha el relato.
–¿Cuánto tiene la piba? –pregunta.
–Dieciocho –contesto.
–Como la mía, que encima es asmática. ¿No se acuerda de ella? Usted me la atendió una vez.
Asiento y vuelvo a mirar al camillero que apagó el cigarrillo y se va a buscar una silla.
(+)
(-)
–Llevémosla con la de la ambulancia –ofrece el chofer–. También tengo tubo de oxígeno.
El enfermero lo escucha y vuelve hacia nosotros. El chofer baja la silla, el tubo y nos acompaña. Agarran guantes, barbijos, se los calzan, la suben a la silla y yo busco un barbijo para+
(-) el de rayos (a ella no puedo ponerle por la máscara). Vamos. Tras un par de protestas, consigo las placas. Son tan feas como pensé, o incluso más.
Volvemos al consultorio y enchufamos a la paciente al oxígeno de nuevo. El chofer (+)
(-) le desea fuerzas y le aprieta el hombro. Se va con la silla y el tubo de oxígeno y le grito un “gracias”. Levanta la mano y sigue su camino. El camillero ya desapareció.
El hombre me infoma que la mujer está trayendo a su otra nena que resulta que tiene doce. (+)
(-) Miro al techo y ruego porque no esté tan mal como la que tengo enfrente. Ella sigue respirando con dificultad y no veo gran mejoría. Agarro la placa y decido buscar a la emergentóloga, aunque todavía no tengo los laboratorios y sé que me va a preguntar por ellos. (+)
(-) Salgo del consultorio, me bajo el barbijo y respiro el aire fresco. La mujer de la mandíbula de boxeador se me adelanta y se arranca el suyo.
–Creo que ya te esperé lo suficiente. Lo mío se resuelve rápido y vos no te estás ocupando.
(+)
(-)
Lo dice con un intento de sonrisa que se parece un poco a mi sonrisa falsa.
–Tengo que hablar para pasar a la paciente que está grave al shock-room. Lo suyo no lo es, así que puede esperar –pronuncio seria.
Doy un paso al costado y trato de esquivarla. Me corta el camino. (+)
(-)
–Por eso. Lo de la chica va a llevar tiempo y lo mío no. Además, yo llegué primero.
Me pregunto qué alma malvada la habrá criado así. Respiro hondo y le saco de la mano los dos papeles que le entregué.
(+)
(-)
–Vaya a enfermería a que le apliquen esto. Le va a sacar el dolor por un rato –le digo sacudiéndole el primer papel en la cara y se lo entrego–. Esta es la lista de todos los especialistas a los que debe consultar por sus múltiples dolencias que no le puedo resolver (+)
(-) por guardia –sigo y le doy el otro papel–. Y haga dieta liviana –agrego.
–¿Y hasta que me den turno qué hago? –insiste.
–Lo mismo que hasta ahora –le gruño.
–Te creés graciosa. ¿No? ¿Te gusta tener poder sobre tus pacientes? Ya vas a ver cómo se te va a caer (+)
(-) la sonrisa cuando te caiga mi demanda, no te preocupes.
Ahora sí que la corro a un costado y avanzo hacia el shock-room sin importarme la sarta de idioteces que me larga.
–Yo te voy a seguir esperando acá hasta que me resuelvas mis dolores. No me pienso ir –grita a mi (+)
(-) espalda.
Freno y giro en seco.
–Como usted quiera. Solo le recomiendo que espere en la sala de espera, porque en la guardia se puede contagiar CUALQUIER COSA –le digo y remarco las dos últimas palabras.
(+)
(-)
Apenas las escucha, parece caérsele la mandíbula. Se queda quieta con la boca abierta. Resulta enorme y se le ven las amígdalas a la distancia. Se lleva las manos a la cabeza. Sus uñas color coral parecen incrustarse en el cuero cabelludo. Me acuerdo de la respiración de (+)
(-) la chica de la tos y retomo mi búsqueda de la emergentóloga.
–Coronavirus –escucho a mi espalda–. Me expusiste al coronavirus, asesina –grita la mujer desde su mandíbula gigante.
Sigo en lo mío y entro al shock-room. La emergentóloga escribe la historia clínica del (+)
(-) señor de la pancreatitis. Le cuento la paciente. Ella deja de escribir, tapa la lapicera y me mira.
–El último respirador –dice y señala con su mano como si sostuviera una bandeja a la camilla con el hombre alcohólico, diabético y EPOC, ahora con una pancreatitis por el (+)
(-) chupi, que vive en la sala de espera.
Me muerdo el labio de abajo.
–Sí –agrega.
Miro otra vez al techo y ruego porque el corticoide y el antibiótico hagan su efecto y que la chica no necesite ser intubada, (+)
(-) porque si llegara a necesitar un respirador, se haga alguna cama en terapia o que, si no hay ninguna y el hombre de la sala de espera no va a salir bien de ésta, tal vez que se muera, pero solo si no va a poder vivir bien y conseguir el trabajo que pedí antes. (+)
(-) Ruego encarecidamente también porque su hermana esté mejor que ella y a la vez me pregunto a quién carajo le ruego.
Vuelvo a los consultorios. La mujer de la mandíbula enorme y el egoísmo todavía más grande ya no está. (+)
(-) Me cruzo con uno de los clínicos y le comento la paciente. Me pide ayuda para hemocultivarla, así puede ponerle el antibiótico.
–Dale. Vos prepará todo que yo ya vengo –le contesto.
(+)
(-)
Me apuro hacia la entrada de ambulancias, me prendo un pucho, doy una pitada honda apoyada contra la pared, largo el humo de a poco mientras aprieto los ojos para frenar las lágrimas, apago el cigarrillo con cuidado para retomarlo después y vuelvo a entrar.
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