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Ayer pintó expedición al mundo exterior.

Tuve que ir a la oficina a buscar unos remedios.

Fui en auto, a las 6 de la mañana.

Todavía no había salido el sol, no había (casi) un alma en Ciudad Vieja.

(hilo aterrador y verídico)
Estacioné en la puerta.

El edificio estaba vacío y no me crucé con nadie al entrar.

Lástima que no hay Olimpíadas de abrir puertas sin tocar el pestillo porque seguro ganaba la medalla de oro.

Mejor no. Andá a saber cuantas horas vive el virus sobre el oro...
En mi cabeza sonaba banda de sonido de película apocalíptica.

Agarré los remedios.

Me tranquilicé.

En vez de irme enseguida (mal yo) pensé que el cambio de ambiente me haría bien.

Me quedé unas horas trabajando.

Al mediodía decidí volver.
Por la ventana vi apenas dos o tres personas.

Mi auto estaba en la puerta; iba a ser fácil salir.
Nunca sufrí de hipocondría ni claustrofobia y mucho menos de fobia a los gérmenes.

Igual, me pareció más saludable meter la cabeza dentro de la taza turca de un bar de camioneros de rodovía en Mato Grosso que tocar los botones del ascensor.

Escalera.
Bajé con despacito.

Como si fuera Sigourney, en la nave, levantándose de noche para hacer pichí sin despertar al Alien.

Llegué a planta baja.
En la costa no había moros.
Ni italianos.
Ni chinos.
Ni Bolsonaro.

Ni siquiera un trencito de carrasquences casamenteros con la corbata atada en la cabeza rumbando al ritmo de la Conga de Katunga.

Nadie.

Respiré aliviado.
A lo lejos veo la puerta.

Y afuera, mi auto.

Esperándome para llevarme a la libertad de mi prisión domiciliaria.

Me freno de golpe.

Un ruido.

Detrás mío.
El portero.
¿Pero qué está haciendo el portero trabajando?

¡Exponiéndose al santo botón!

¿Nadie le dijo de no venir?

Se lo voy a decir yo.
Abro la boca para decirle que se quede en su casa, que está todo bien, que yo hablo con la administradora.

Pero no puedo.

Porque me saluda con su amabilidad habitual.

Y se acerca.

Se acerca demasiado.
Me alejo.

Sigue avanzando hacia mí.

Me dice que tiene unos amigos en la interna de Cabildo Abierto que saben de buena fuente que la semana que viene sale "El Decreto".
No entiendo nada pero sigo reculando.

Le explico que tengo padres mayores, que todo bien con charlar pero que tomemos distancia.
El portero dice que cuando salga El Decreto "vamos a terminar todos adentro".

¿Lo qué?

Sigue avanzado.

Sonríe.

¿Adentro de dónde?
Casi me tropiezo.

Él sigue.

Manoteo algo en la mochila aunque no sé bien qué busco.

¿Un crucifijo de exorcista?

Mejor sería un poco de alcohol en gel bendito...

Da otro paso más.
Se me viene encima.

Desesperado, de lo más profundo de mi ser sale un grito aterrador:

"¡Atrás! ¡Atráaaaaaaaas!
Entonces me di cuenta que nos podría haber tocado vivir mil tipos de películas apocalípticas diferentes.

Pero no.

Nos tocó una a mitad de camino entre Mad Max y Gasalla.

(fin del hilo)
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