#CosasQuePasanEnLaGuardia #112. PRE-COVID. Las traen juntas en una sola ambulancia. Son las once de la noche, pero se sienten como las tres de la mañana. Mi estómago emite un gruñido que me recuerda las tres porciones de pizza que traje en un (+)
(-) tupper y metí en la heladera; espero que no me las coman. Las recibo junto con la pelirroja que constriñe tanto los labios como las fosas nasales. El médico de la ambulancia nos cuenta que vienen de un departamento enorme –del segundo piso de un edificio antiguo (+)
(-) de esos de techos altos y puertas con ventilete arriba– con solo dos habitaciones en uso, que el resto estaban tapadas de bolsas con restos varios de los que no puede descartar que alguno fuera humano. Cuenta que la que dio aviso fue una vecina y la mujer aparece (+)
(-) detrás de él. Resulta que insistió en acompañarlas hasta acá y cuando le dijeron que no podían traerla en ambulancia, se subió a su auto y los siguió. La mujer cuenta que lo que la alertó fue el mal olor, que primero golpeó la puerta, pero nadie contestó, que sabía que (+)
(-) la madre no iba a abrirle por lo loca que es, que la chica tal vez se había ido por fin, pero la más grande no, por su retraso, y ella siempre abre; no aprende. Que al inicio golpeó con la palma, después con los nudillos y por último con el anillo de oro que era de su (+)
(-) abuelo militar. Que ahí cuando no obtuvo respuesta se prendió del timbre que su marido tanto odia porque suena hasta la planta baja, y que ahí esperó, pero nada. Nada o quizás una especie de mugido. Un mugido y un taca-taca de algo como su anillo contra otra (+)
(-) madera que no era la puerta. Que no estuvo segura de eso porque las puertas son gruesas y el ventilete estaba cerrado, que igual volvió a tocar y el olor se hizo más fuerte. Que entonces dio un paso atrás, y otro, y uno más, que se tapó la nariz, juntó fuerzas y dio un (+)
(-) último timbrazo. Que los minutos pasaban y nadie abría. Supo entonces que algo tenía que estar mal, muy mal. Así que llamó a todos, a la policía, por si estaban muertas, que por el olor podía ser, a los bomberos, que son forzudos y tiran puertas abajo, y al SAME, (+)
(-) esta vez no por una gripe de su marido o un ataque al hígado suyo, esta vez por preocupación genuina de que hubiera ocurrido una catástrofe, porque el olor… el olor sí que era de esos que te recorren por adentro la nariz y se infiltran por cada poro para (+)
(-) quedarse a vivir ahí en una repugnancia eterna. Era olor a caca rancia, a pis desbordado de pañal viejo, a vinagre volcado, a restos de pollo pasados mínimo por media semana, a vómito que no limpiaron del todo y a trapo húmedo olvidado en un rincón. Era olor a (+)
(-) muerto, o casi. Y parte de ese olor parece que vino con ellas según los músculos faciales tensionados de la pelirroja, hundidos contra el cráneo para alejarse del mismo.
Agradezco a los mocos que invadieron mi nariz esta mañana y me acerco. Son tres, las (+)
(-) tres mujeres que nombró la señora. La mayor tiene pelo completamente blanco formando marañas, rastas y un intento de media cola. Luce una pollera azul –tirando a negro de la roña– hasta debajo de las rodillas que estoy casi segura de que está al revés, una blusa (+)
(-) blanca a rayas beige con restos de mermelada, queso crema y salsa de tomate sobrecondimentada de esas de paquete, y un saco negro con unas cuantas pelotitas de las que de chica me encantaba arrancar. Parece de sesenta y largos, tal vez más. La que sigue, (+)
(-) pecosa, con los ojos marrones enormes sobrepoblados de ese miedo que tantas veces reconocí en mi ahijado ante los gritos de su padre, con los cachetes rojos empapados en llanto, con el tobillo derecho en una posición que no resulta para nada natural y con dos (+)
(-) colitas castañas rojizas que se sacuden hacia arriba y hacia abajo al compás del llanto despidiendo olor a cebo, a días y a cuero cabelludo tirando a ácido –que, si no fueran por el viraje al rojo, me recordarían aún más a la chilindrina– viene en silla de ruedas y (+)
(-) manoteando todo lo que encuentra a su paso para revolearlo cargada de furia. Tiene mirada de seis en un cuerpo de treinta, aunque algo encorvado hacia adelante. Ella también luce manchas de diversos alimentos –junto con una que no me cabe duda de que (+)
(-) es de heces propias o incluso ajenas– en su remera rosa oscuro y en el pantalón celeste que casi resulta gris.
Queda una, la más chica, de no más de veinticinco, que ingresa en camilla. Está blanco fantasma tirando a terroso y se le notan las gotas (+)
(-) de transpiración que le bajan por la frente. Viene girada hacia un costado con las rodillas para el ombligo: rara posición para arriba de una camilla de ambulancia. Su ropa no está tan adornada por restos de comida como la de sus familiares, pero su pelo –también (+)
(-) tirando al rojizo– luce apenas algo mejor que el de ellas.
Me pongo un par de guantes, me acerco y le agarro la muñeca, un poco para que sienta que estoy, y otro poco para tomarle el pulso; es débil y rápido. Su piel resulta fría –demasiado– y pegajosa como (+)
(-) la de esos sapos que mis primos atrapaban para asustarme en las vacaciones de mis siete a diez años en la casa de los techos azules.
El de la ambulancia me cuenta que está hipotérmica como si no se le notara, que apenas puede hablar, que encontraron (+)
(-) en la habitación en la que dormía cajas vacías de ibuprofeno, paracetamol, busc@pina y amoxicilina, aunque no puede precisar cuánto tomó de cada uno. Dice que la madre no tiene idea de mucho y que la hermana, menos.
Busco un consultorio donde ubicarlas, lo más al fondo (+)
(-) posible para que no me puteen por el olor. No hay ninguno. Muevo a un paciente masculino de salud mental que apenas salió de la adolescencia. Ingresó agresivo por consumo de sustancias varias y está con consigna. Lo guío con su escolta al consultorio tres en (+)
(-) el que duerme –al menos desde hace una hora que dejó de gritar– un anciano algo demenciado y ahora con un síndrome confusional –no sabe en qué año vive, cree estar en la cárcel y asegura llamarse Perón– cuya sonda, de esas que salen por el pito, le extrae dulce (+)
(-) de leche de la vejiga. El policía no pone la mejor cara –asumo que por el aliento añejo del nuevo consultorio– pero no se queja. El chico sí, aunque apenas lo escucho.
Llevo a las mujeres al consultorio que despejé. Estoy casi segura de que huele a cigarrillo
(+)
(-) y tal vez a marihuana. Me trago la duda que casi no lo es y, con ayuda del médico y choffer de ambulancia, las acomodo mientras le pido a la vecina que espere afuera.
La señora de pelo blanco se sienta, mira alrededor, y empieza a gritar que le robamos sus (+)
(-) cosas y que somos unos sátrapas. El médico de ambulancia se compadece de mí y se ofrece para ayudarme a pichicatearla e incluso atarla. Le pido que espere un momento y llamo al psiquiatra a ver si logro evitarlo. En menos de cinco minutos está con nosotros. (+)
(-) Viene con sus secuaces –la psicóloga y el trabajador social– que para esta altura creo que tienen alas blancas escondidas. Entre los tres la convencen para que tome unas pastillas que la van a hacer sentir mejor, todo gracias a los caramelos de menta que saca del bolsillo (+)
(-) el trabajador social y usa como soborno. La paciente lo hace enseguida y hasta sonríe. Yo no puedo dejar de pensar en el encantador de víboras de un dibujo animado que veía de chica y que no recuerdo cuál era, solo que me daba un miedo bárbaro.
Le pido al (+)
(-) médico de ambulancia que les relate las condiciones en que encontró a las mujeres y los datos que pudo recabar de los vecinos y me quedo escuchando de lejos mientras le pongo el saturómetro a la hija casi fantasma. La pelirroja se ocupa de buscar a los de tráumato (+)
(-) por el tobillo de la restante.
El médico les dice lo mismo que me contó a mí y la vecina aporta datos cada tanto. Él la interrumpe, pide una firma de recibido, se despide y la mujer sigue.
Había bolsas. Bolsas por todos lados. (+)
(-) Negras, verdes, blancas, rojas. Bolsas, cajas, papeles, cartones, botellas, frascos, envases de plástico –algunos llenos, otros vacíos o a medias–, todo eso por las mesas, el sillón, sobre las sillas, en la biblioteca y más que nada en el piso. El aroma ya resulta el de la(+)
(-) muerte misma. Cuenta que la hija menor es la que saca siempre la basura. Bolsas y más bolsas sacaba a diario y se escuchaban los gritos de protesta de la madre. Igual la chica se ocupaba. Se ocupaba de eso, de la hermana, de la madre a veces y hasta de las cuentas. (+)
(-) La veían salir a la mañana –a veces ella, otras el marido–, volver a la tarde, irse a otro trabajo y venir de noche. Pensaron que se había hartado, ¿cómo no hacerlo?
De la madre relata que en algún momento estuvo bien. Fue pelirroja, coqueta y agraciada, (+)
(-) justa de carnes y de maquillaje. El marido un día salió a trabajar y a la noche no llegó de vuelta. La señora canosa, pelirroja todavía, pensó que le había pasado algo. Las nenas eran bastante chicas aún y lloraban con el paso de los días mientras la madre recorría (+)
(-) comisarías y hospitales. Para cuando llegó la carta ya había dejado de pintarse. Tras leerla nunca lo retomó. Fue cerca de ahí que dejó de tirar cosas. Al principio ella –la vecina– ayudaba, cuidaba a la nena del problemita y a la otra también por lo chica, les llevaba (+)
(-) comida, les lavaba la ropa y las hacía ir a la escuela. Un tiempo después “la loca” ya no la dejó entrar más. Ella se siguió preocupando, claro, pero qué iba a hacer. Le agradezco y le pido que espere afuera.
Los traumatólogos vienen y le hacen una (+)
(-) placa del tobillo a la hija que parece la chilindrina colorada. La más chica, cuando ve que se la llevan, rumia; la madre ni se inmuta. Está fracturada, me entero al rato. Para acá no la trajeron más, así que tal vez la estén operando. Me pregunto quién habrá (+)
(-) firmado el consentimiento y si el jefe habrá dado una mano con eso.
La pelirroja se ocupa de pedirle un laboratorio, unos tóxicos en orina –no sé cómo va a lograr que junte el pis– y una tomografía de cerebro a la madre. Yo me aboco a la más (+)
(-) chica que apenas logra decirme cómo se llama: tiene nombre de dama antigua. Sus datos completos los copio del documento que me entregó el médico de ambulancia. Carnet de prepaga no hay. Le pongo el tensiómetro: la presión está más baja que cuando mi papá (+)
(-) dejaba el auto en el tercer subsuelo del estacionamiento de la vuelta. Yo odiaba subir caminando. El saturómetro no lee como era de esperar por lo frío de sus dedos. Se los seco y pruebo una vez más: nada. Le pongo el termómetro aunque no hace falta, sé que (+)
(-) no va a marcar más de treinta y cinco. De ahí voy directo a su abdomen que resulta horrible: le duele por todos lados, está tenso y cuando suelto, grita. Por las dudas le golpeo la espalda para ver si el asunto viene de los riñones. Lo hago sin demasiada fuerza, con (+)
(-) el lado meñique de mi puño cerrado. Se queja de dolor cuando toca del lado derecho, sí, pero no como cuando le suelto la panza. El estetoscopio en el tórax se lo pongo por las dudas, pero ahí da todo bien. Me lo cuelgo del cuello y le prometo que la vamos a cuidar (+)
(-) mientras le aprieto la mano de la que le saqué el saturómetro.
Le pregunto si hay la más remota posibilidad de que esté embarazada antes de salir. Niega y lo repito, enfática. Sacude la cabeza de nuevo.
Hago las órdenes para un análisis de sangre, (+)
(-) uno de orina, un suero y le mando un mensaje al residente de cirugía para que se vaya preparando. “¿Y el labo?”, responde. “En camino pero es re quirúrgica” es mi respuesta. “Vamos a ver. ¿Tiene tomo?”, pone. “Acaba de entrar. Igual, en serio, es de ustedes”, insisto. (+)
(-) “Vamos a ver”, repite. Guardo el teléfono con las muelas apretadas.
Busco a los enfermeros; están cenando. Les cuento el caso, que realmente urge, y la rubia copada se levanta para ocuparse.
(+)
(-)
Corro al tomógrafo. En el camino rezo medio padrenuestro. Respiro hondo antes de golpear la puerta. Tardan en abrir. Una chica de las de limpieza con los pelos para todos lados sale adelante del técnico mala onda. Lo miro intentando tragarme la sonrisa y le (+)
(-) cuento el caso.
–Traela en quince –contesta.
No aplaudo, pero casi. Quiero sobornar a la de limpieza –con chocolates, coca cola o caramelos mágicos de los del trabajador social– para que lo mantenga así de copado.
(+)
(-)
Vuelvo al consultorio con el paso algo menos apurado. Cuando llego están terminando de ponerle la vía entre la enfermera rubia grosa y uno morocho que no conozco, pero que ya me cae de diez. Llevo las muestras corriendo para que salgan rápido. Antes, dejo (+)
(-) pedido el camillero y le aviso a la pelirroja por si aparece demasiado pronto.
De regreso al consultorio, está la pelirroja con el emergentólogo y una camilla.
–¿Qué harían ustedes sin mí? –se ríe él.
Entre los tres la llevamos a tomo. (+)
(-) Su panza resulta la catástrofe que esperé. Tiene líquido suelto por todos lados, aire, todo. Parece ser el apéndice, aunque puede ser cualquier cosa ya.
Le mando las imágenes al residente de cirugía con un “te dije”. Me devuelve un pulgar arriba y a los quince minutos está(+
(-) en el consultorio de guardia en el que ya depositamos a la hija. La madre parece más tranquila.
–¿Cóagulo tiene? –pregunta él refiriéndose al estudio de coagulación de la paciente que necesita para operarla, sin anteponer un hola.
(+)
(-)
Le digo que salió, igual que todo el resto, pero que todavía no está. Hace que sí con la cabeza y se va arrastrando los pies.
Intento explicarle a la hija que va a haber que operarla. Le digo que tranquila, que los cirujanos de acá son buenos, y le aprieto (+)
(-) la mano una vez más. Ella abre los ojos, me mira, y, como si el suero fuera mágico, sonríe y pregunta por su hermana.
–Está con los traumatólogos. Tiene mal el tobillo –respondo.
–Sí, se cayó por ayudarme –explica.
(+)
(-)
–Tu hermana también va a estar bien –casi que le prometo y repito lo de la mano que ya se hizo costumbre.
Ella me aprieta de vuelta.
Media hora más tarde el residente de cirugía viene con una silla en la que carga a la chica que apenas puede sentarse. Escucho sus (+)
(-) quejidos al compás del clac clac de la rueda mocha. Miro para el techo y reugo para que salga entera de esta.
Vuelvo al consultorio y le cuento a la mujer del pelo blanco que solía ser pelirrojo acerca de sus hijas. Ella sonríe con los ojos entrecerrados.
(+)
(-)
–Está bien. Todo va a estar bien y vos me vas a devolver mis cosas –contesta.
Hago que sí con la cabeza y le aprieto la mano a ella también. Le digo que duerma un rato, avanzo hacia la entrada de ambulancias y me prendo un pucho mientras pienso en (+)
(-) mis porciones de pizza. Doy una pitada y ruego para adentro que sea la última mano que tenga que apretar esta noche.

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