Hace un tiempo me veo con Lola. La conocí en un casamiento, pero a ella le divierte decir que nos conocimos en Tinder.
(ABRO HILO)
No conozco a su familia, es bastante reciente. Lola está separada, como yo. Tiene hijos, una profesión, una casa que mantener, preocupaciones que atender, y una relación excelente con el padre de sus hijos, como yo. La diferencia más radical, quizás, está en nuestras exsuegras.
En toda ruptura hay cosas que quedan del otro lado de la pareja. Yo perdí un escritorio de roble que era de mi papá. Perdí una parrilla espectacular que había hecho a medida y cuya calidad nunca pude honrar como asador.
Perdí, además, un cuadro de un artista bielorruso que me mira desde el living cada vez que llevo a los chicos. Del mismo modo en que perdí cosas valiosas, me liberé de otras horribles (punto para la separación).
Por ejemplo, un juego de sillones de jardín más incómodos que la mierda. Igualmente, acá no tengo jardín. Además, dejé atrás un equipo de música mocho que jamás me hubiese atrevido a tirar. Y un colchón duro y angustiado que me espantaba los sueños.
También perdí cosas que no son objetos, y esa es otra historia. De todo ese gran universo inmaterial, voy a hacer doble clic en una sola cosa: mi exsuegra. ¿A dónde van a parar las suegras cuando se deshace la pareja?
¿En qué cajón cabe la mujer parió a la mujer que parió a tus hijos? En mi caso, al de la gratitud. Tengo una relación muy fluida con ella.
Lola tiene una relación casi inexistente con su exsuegra. Cuando nos conocimos, me contó con detalles la guerra fría que debió atravesar durante su matrimonio.
Me dijo que Susana era avara, porfiada, y sobre todo, muy interesada. Que le importaba la plata más que nada en el mundo, incluso sobre el bienestar de su hijo. Que era una arquitecta que sabía hacer negocios y dinero, nunca relaciones comerciales que se sostuvieran en el tiempo.
Lola llegó a sugerir que tenía un costado de persona estafadora; una vez le colgaron un pasacalle en la puerta de la casa. Que se quedó sola y sin amigos, y que la prefiere lejos, muy lejos.
Me resultó imposible creer en una suegra tan miserable e invasiva. Se metía en la vida del hijo, opinaba sobre todo, y saldaba con juguetes de mala calidad el cariño que no les daba a sus nietos. Lola decidió seguirle la corriente en vez de confrontar.
Y desde entonces comenzó la tensión entre dos potencias que solo terminó cuando cayó el muro de su matrimonio.
Todo surgió de una broma. Un día, le comenté a Lola que lo que más extrañaba de mi ex era la paella de su mamá. Mi suegra tenía un disco gigante que hacía desbordar de animales de mar y arroz amarillo. Me fascinaba verla revolver con esa pasión tan de ella.
Aparte, el perfume: el olor exquisito se sentía una cuadra antes de llegar.
Lola me habló de la especialidad de Susana, su exsuegra. Se trataba de un plato que no había escuchado nombrar. Según ella, de lo más rico que había probado en su vida. Lo dijo casi babeando, añorando con el paladar. La arquitecta era buena con los planos y con la cocina.
Enseguida dije que tenía que probar ese plato. Se rio fuerte, como el gif de la mujer que escupe el café con una carcajada. Me recordó que no veía a Susana desde antes de la separación. Eso era mucho tiempo. Que, aparte, a cuento de qué iba a participar yo en ese evento.
Le dije que no me podía dejar con las ganas. Sonrió y cambió de tema. Desde ese momento, no paré de pensar en la forma de que Susana cocinara para mí.
Una tarde, mientras cortaba cebolla, se me apareció el plan maestro en la cabeza. Con los ojos llorosos de emoción bajé toda la idea a un papel, y me sentí el Coyote planificando cómo cazar al Correcaminos: es increíble el esfuerzo que podemos hacer por comida.
Dos meses después de la charla, Lola no se acordaba de nada. Tuve que volver a contarle todo. Tenía el plan para que Susana nos hiciera su plato. Lola me miró como si estuviera loco, tal vez lo estaba. Ya había pensado todo y ejecutado la primera parte.
Le extendí una tarjeta personal. Ella la tomó con cuidado, como si le hubiera dado un revólver caliente. Leyó un nombre que no era el mío, y debajo, las palabras REAL ESTATE. Se mordió un labio y se atornilló la sien con el dedo. Vos estás chiflado, me dijo.
No le di tiempo. La avasallé y le conté mi gran mentira. Le estreché la mano y me presenté al mejor estilo Bond: My name is Berry, Steve Berry. Ella ya había visto ese nombre en la tarjeta personal. Tomé mi celular y le mostré el sitio web que había armado, también con mi nombre.
Abrió la boca cuando vio mi perfil falso en Linkedin, mis fotos trucadas en Instagram con mi familia en una playa de California.
Ya era un perfecto impostor. Había creado a un personaje yanqui atrapado en Argentina por la pandemia. Un millonario con inversiones en bienes raíces en diferentes países emergentes, buscando oportunidades donde colocar sus toneladas de dólares. Pero Lola seguía sin entender.
Entonces fui más concreto. Había moldeado un alter ego, un ricachón aburrido buscando conversación y buenos anfitriones en el país. Ella tenía que hacer el resto: contactar a Susana, su exsuegra, y contarle de mi existencia. Le alcancé una hoja, que era un guión para el llamado.
“Hola Susana, tanto tiempo, ¿cómo están tus cosas? [Solo charla superficial, vos estás bien pero no tan bien] Estuve pensando en vos. El otro día fui a lo de una amiga que trabaja en Cancillería y había un yanqui con mucha plata, de esos que están invirtiendo por el mundo...
... ¿Vos seguís con el proyecto de las torres? [No dar detalles] Se me ocurrió que podría sumarse, quizás te viene bien”.
Lola sacó su vista de la hoja y la clavó en mis ojos. No podía descifrar lo que pensaba.
Volvió a la hoja: “Por el tipo de perfil, yo creo que lo mejor es invitarlo a tu casa [declinar toda invitación a cenar afuera / oficina]. Me da la sensación de que es un tipo que si le cocinás algo rico con un buen vino, tenés la mitad adentro”.
Lola dejó de leer. Yo, metido en el papel Steve Berry, esperaba ansioso. Suspiró, se rió, y me trató de demente. En mi inglés torpe, le dije que por favor, que please, que sería muy divertido. Y que era la única forma de comer ese plato único.
Me arrodillé, y creo que eso le dio vergüenza. Me dijo que lo iba a pensar.
Llegamos a la casa de Susana en horario. Repasamos el plan antes de entrar. Yo iba a probar un plato superlativo; ella iba a vengarse de tantos años de esgrimas y confrontaciones. Tocamos el timbre y nos recordamos no hablar entre nosotros en castellano.
Susana nos recibió con una sonrisa encantadora. Estaba sola en la casa. Abrazó a Lola, que retribuyó el cariño con entusiasmo fingido. Enseguida, nos condujo a un ambiente hermosamente decorado. Había una botella de vino carísimo.
Con voz nerviosa, Lola me presentó a su exsuegra. Además del nexo, Lola iba a ser la traductora. Tenía la tarea de descifrar mis frases en un inglés rudimentario y llevarlas al castellano de Susana.
Por suerte, la anfitriona no dominaba el idioma y yo podía inventar. De hecho, en varias ocasiones tuve que hacerlo para no perder fluidez. Era el costado divertido de la aventura, las licencias que nos permitíamos tener.
La primera parte fue sencilla. Tomé dos vasos de vino para calmar la ansiedad, y ya me sentía completamente en la piel de Steve Berry. Mientras comíamos una entrada, Susana me preguntó dónde vivía y si tenía mascota. Inventé todo, y me sentí orgulloso de mí.
Sin embargo, tenía muchas ganas de que llegara rápido el momento del plato majestuoso. En un momento, escuché que Lola le decía a su ex suegra que me iba a conquistar el estómago. Se lo dijo en castellano, en porteño. Pobre Susana, pensó que yo no entendía la frase.
¿El plato? Cierto, no dije el nombre. Me resulta imposible de pronunciar, es una receta tradicional de Baviera. La mamá de Susana era muniquense, eso me lo aclaró al momento de traer el plato humeante.
Era una suerte de carne agridulce que no pude identificar, acompañada por algo parecido a un puré de papa o batata sencillamente delicioso.
Después del primer bocado, crucé miradas con Lola. Su gesto de suficiencia fue de “Viste que te dije”, y el mío fue de “Viste que lo logramos”.
Pero antes de que podamos festejar demasiado, Susana abrió el tiroteo de preguntas. Se puso muy específica sobre el tema inversiones, bienes raíces y proyectos. Yo quería disfrutar el sabor de la victoria, es decir, el plato.
No obstante, Susana dejó en claro que no estaba ahí para cocinarle a nadie sino para hacer negocios. Bastante incómoda se la veía cenando con su ex nuera. Lola me atosigó con consultas que le transmitía Susana. Yo tomaba vino para pensar las respuestas.
Hasta que en un momento, no lo supe hasta bastante después, contesté una frase en castellano. Fue un descuido, un desliz muy delator. Recuerdo un gesto de Lola hacia mí, pero en ese instante no me di cuenta de nada. Culpa del malbec.
¿Qué posibilidades hay de que un estadounidense haya adquirido tan rápido el tono argentino? Quizás Susana sospechó, aunque lo disimuló muy bien. A partir de ese error, Lola se puso muy nerviosa.
Susana parecía gozar al verla en ese estado, y se ponía más insidiosa. Preguntaba, repreguntaba, me exigía datos concretos.
Elogié a la cocinera y terminé el plato. Lola apenas alcanzó a comer la mitad del suyo. Temí que fuéramos descubiertos, o peor: que Susana llamara a la policía pensando que yo había engañado también a Lola haciéndome pasar por un millonario.
¿Me habían desenmascarado? ¿Era el burlador burlado? No tenía ganas de ir preso. Estaba algo borracho, pero me mantuve atento a que Susana no tocara su celular. Lola tenía la respiración agitada, la cadena dorada con las figuras de sus hijos subía y bajaba en el pecho.
La anfitriona nos ofreció postre con una sonrisa. “¿Flam com dulce di lechi?” repetí, sobreactuando mi personaje. Por supuesto que quería. Lola sólo un café. Susana se dirigió a la cocina y ella me susurró que nos habían descubierto.
Era evidente, porque la exsuegra ni siquiera se ocupó de mostrarme la carpeta del proyecto. De todas formas, sostuvimos la pantomima del inversor de billetera floreciente hasta el final, hasta que Susana nos despidió desde la puerta con amabilidad.
El caramelo de mi flan tenía un sabor extraño, pero no desconfié. Más tarde Lola me dijo que su expresso estaba raro también. En el auto no festejamos demasiado, aunque reconozco que fue liberador poder hablar mi idioma nativo después de dos horas.
Sentí que se me estrujaba el estómago. No eran los nervios.
Asumimos que Susana se dio cuenta de todo esa misma noche, cuando nos turnábamos para resolver nuestros problemas estomacales en el único baño de mi departamento. Sin duda, algo nos había puesto la arquitecta como resarcimiento a nuestro show infame. Nos merecíamos esa diarrea.
Lola no tuvo más noticias de ella sobre el tema, ni en forma directa ni a través de su exmarido. Yo, por el contrario, recibí los renders de las torres en la casilla de email de Steve Berry.
Y aunque no soy un millonario yanqui, el proyecto me resulta interesante. No lo hablé con Lola, pero tengo unos ahorros en dólares que podría invertir.
**** FIN DEL HILO ****
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