#CosasQuePasanEnLaGuardia #123. PRE-COVID. Nueve de la noche. Me acerco a la lista y la mayoría de los anotados son dolores abdominales que necesito acostar para revisar. Las camillas de los distintos consultorios están ocupadas por uno o dos pacientes; una sola –la del (+)
(-) fondo del primero– tiene tres –dos varones, ambos con suero, y una mujer que espera para una tomografía por un vértigo que no mejora– sentaditos uno al lado del otro. Libre, ninguna. En el consultorio dos son todas mujeres: al fondo, una que ronda los noventa con una (+)
(-) fractura de cadera y en tratamiento por una infección urinaria resistente a los antibióticos orales –está acostada y duerme sin roncar– y dos de alrededor de sesenta años, la de la izquierda por una hiperglucemia considerable (azúcar alta en sangre), diabética que abandonó(+)
(-) la medicación hace meses –su hijo se la compraba y desde que se quedó sin trabajo, ya no– y la de la derecha con una infección renal bastante fea por la que lo más probable es que tenga que quedar internada, aunque todavía no lo sepa. Le pido a la de la diabetes que (+)
(-) comparta un rato la camilla con la del riñón. Lo pronuncio algo bajo, con un “por favor” delante y todo lo rococó que puedo. Le explico –sin que me lo pida– que está todo lleno, que la lista por llamar es larga, que hay una mujer afuera que me dijeron que está bastante mal y+
(-) no puede esperar… Hablo de todo esto mientras mis manos la invitan a cruzarse de camilla.
–Está bien, querida –me frena–. Haré una amiga nueva –sonríe mientras se pasa con sus bártulos.
Tiene dos bolsas, una con lanas, agujas de tejer y el inicio de lo que parece (+)
(-) una manta de bebé –mezcla de rosa claro con verde agua– y otra que hace de cartera, con papeles, billetera, anteojos para ver de cerca y hasta un chal negro bordado con canutillos a tono.
La señora del riñón le hace lugar y le pregunta de dónde vino. Ella le contesta una (+)
(-) intersección de calles por el barrio y la otra la confiesa que no tiene idea de dónde queda eso, que los hijos la hicieron venirse desde Bolivia hace unos días porque no querían que siguiera sola allá –parece que toda su descendencia se fue viniendo con sus respectivas (+)
(-) familias en los últimos veinte años y ya no quedaba nadie–, que ella al principio no quería dejar su casa –más que nada por los gatos– pero que la convencieron con que si en unos años, de vieja, ella tenía que internarse por algo, les iba a costar el futuro de los nietos, (+)
(-) que acá la salud es gratis y buena y la vida es mejor. Cuenta que se sentía mal desde antes del viaje, que entonces pensó en lo de los nietos y la salud y armó las valijas, que no le dijo nada a los hijos para no preocuparlos, solo le dejó los bichos a la vecina –con la (+)
(-)promesa de volver a buscarlos más adelante– y se fue a la terminal. Se pasó el trayecto en micro entre vómitos, fiebre y dolor de espalda del que todavía le provoca ese riñón que ya está bastante cachuzo.
Las dejo charlando y salgo a llamar a la mujer por la que las hice (+)
(-) reacomodarse. Se levanta de una silla en el fondo de la sala de espera y resulta apenas poco más que una nena: ni sé si pasa los veinte. Avanza por el pasillo con su pelo castaño al frente. Los reflejos le nacen ya a unos tres centímetros de la raíz. Viene sola. (+)
(-) Se envuelve la panza con los brazos y, cada tres o cuatro zancadas de sus piernas eternas, la acaricia unos segundos para enseguida retomar el abrazo.
Entra y se sienta en la camilla que acabo de liberar. Se ovilla hacia adelante e igual sigue siendo alta. (+)
(-) Las mujeres de enfrente, la de la diabetes y la del riñón, la saludan y la primera le pregunta qué le pasa; me ahorra trabajo.
–Es Gervasio. Algo está mal –se señala la panza y se le caen un par de lágrimas.
Yo intento recordar su abdomen mientras me pregunto por qué el (+)
(-) orientador no la mandó directo para obstetricia. No se me dibuja más que una mísera redondez similar a la que yo debo haber tiendo aquella tarde de invierno en la que me subí al colectivo apurada porque llegaba tarde a cursar farmacología. Una mujer se apresuró a darme el (+)
(-) asiento prioritario para discapacitados y embarazadas y yo tardé unos segundos en entender. Me había puesta la misma campera clarita inflada de los últimos cuatro años, una que me había regalado mamá y que, cuando era nueva, me quedaba bastante más suelta. Abajo, un (+)
(-) sweater de lana, una remera manga larga y una musculosa cubrían los abdominales que se habían ido borrando en esos años de puro culo-silla. Le dije a la mujer que gracias, que no hacía falta y ella insistió: ¿Cómo no te voy a dar el asiento con tu embarazo?, dijo en voz (+)
(-) demasiado alta. Me dio tanta vergüenza decirle que era panza de bizcochitos que terminé aceptando el asiento. A la vuelta le conté a mamá lo sucedido –entre risas y llanto– y juntas decidimos que la campera ya había cumplido su vida útil.
–¿De cuánto estás? –le pregunto.
(+)
(-)
Hace que no con la cabeza y sigue llorando.
–No, doc. No es embarazo –responde finalmente mientras sube los mocos por la nariz.
La miro.
–¿Y Gervasio? –no puedo evitar preguntar.
(+)
(-)
–Es un nombre bien feo. ¿No les parece? –sus ojos pasan de los míos a los de las señoras de enfrente para seguir hacia los párpados de la mujer de la cadera, que ahora sí que emite un ronquido, y volver a mí–. Es el más feo que se me ocurrió.
Pienso que no me resulta tan (+)
(-) horrible. No lo elegiría para un hijo, pero ni sé si me resulta feo. Evaristo. Eusebio. Hay muchos peores. Casi le contesto eso, pero algo en esos ojos que pasean entre los nuestros me hace tragármelo.
(+)
(-)
–Porque así de feo es –se señala la panza–. Es una bola grande y fea. Un bolón –se ríe–, pero por suerte en dos semanas me lo sacan. Cesárea va a ser –se ríe otra vez y emite un quejido de dolor que le debe haber regalado el movimiento de su propia risa.
(+)
(-)
Las mujeres de enfrente la miran como yo, sin entender demasiado.
–Pasa que ahora duele más. Desde hace unos días que va peor –se mira la panza y se la acaricia–. Yo me dije que no era nada. No es nada, pensé. Pero hoy ya fue mucho, y mucho no es nada, así que pienso (+)
(-) si se habrá agarrado a algo ahí adentro…
–No entiendo nada, nena –la interrumpe la señora de la diabetes.
–¿Tenés un bebé ahí adentro o no? –agrega la del riñón.
–¿Tenés un quiste? –le pregunto yo tratando de evitar la palabra con T que tanto asusta.
(+)
(-)
–Un tumor –ella la usa sin miramientos–. Gervasio es mi tumor –lo acaricia de nuevo y nos mira con un intento de sonrisa techada por los ojos a punto de hacerse agua.
Se lo diagnosticaron hace tres semanas mientras la estudiaban por un dolorcito de panza. La ecografía (+)
(-) mostró la “bola” y la tomografía demostró que andaba por los treinta centímetros. Cuenta que el médico le dijo que no parecía tener signos de malignidad, pero que a ella le sonó más a que quería tranquilizar a su mamá que llenaba un pañuelo tras otro de mocos, que a (+)
(-) una “verdad científica”. Ahora la madre está trabajando –es enfermera, hace la noche en otro hospital– y prefirió no decirle que venía.
–Si es malo quiero saber yo primero –dice la chica a la que de nena no parece quedarle nada. Tiene los párpados a medio fruncir y las (+)
(-) comisuras de la boca, tensas.
Las señoras de la camilla de enfrente la miran y se miran entre sí.
–Tenés que llamarla –se mete la de la diabetes
–Va a querer estar –agrega la del riñón.
(+)
(-)
–Ella no puede seguir faltando al trabajo por mí y yo soy mayor de edad –las calla con las cejas amuchándose al medio.
Las mujeres no le dicen nada más, solo intercambian miradas y cuchichean mientras yo termino de interrogarla.
(+)
(-)
Tiene veintitrés con cara de nena y su nombre, tirando a religioso, quiero creer que presagia un buen pronóstico.
El tumor parece ser de ovario y me hace acordar a mi amiga que, por suerte, viene bien. A la paciente la va a operar en dos semanas un conocido de la mamá. (+)
(-) Se viene haciendo los estudios prequirúrgicos y cuenta que van saliendo bien. No tiene otras enfermedades, alergias y ni siquiera fuma.
–Estoy segura. Si no era malo, se hizo malo –sentencia con las cuerdas vocales temblorosas.
Unas cuantas lágrimas se le atragantan en (+)
(-) ese temblor.
–No nos adelantemos –la freno y ruego para adentro que no sea así.

Indago un poco más sobre el dolor y algo no termina de cerrarme: le duele bastante arriba y los ovarios están en la pelvis. Además, el dolor empeora al comer.
(+)
(-)
–Ni la pizza pude aprovechar –se ríe y otra vez lagrimea mientras se abraza.
Le indico que se acueste y, apenas lo hace, iza el tórax y me avisa que quiere vomitar. Le acerco el tacho y lanza de lo lindo una mezcla amarillenta y verdosa, casi sin restos de comida. Resulta (+)
(-) que vomitó dos veces más hoy.
Cuando cree que ya está, se acuesta de nuevo. Gervasio se palpa y le ocupa gran parte del abdomen, más que nada hacia abajo. Lo recorro y no es ahí donde le duele; es arriba, arriba y a la derecha. El dolor le corta la respiración y (+)
(-) ella larga un “Gervasio hijo de yuta” ante el que me disculpo.
Le pido un laboratorio, un suero con medicación para el dolor y una ecografía que queda para cuando los de imágenes vuelvan de comer. Yo aprovecho y devoro las empanadas de carne cortada a cuchillo (+)
(-) que me pidió la cardióloga; ni me importa que se hayan enfriado.
Voy por la mitad de la segunda –ni logro distinguir si sabe a carne vacuna o a rata– cuando el orientador me avisa que hay una mujer que no puede respirar. Para cuando llego, ya la recibió el Petiso que me (+)
(-) pide que llame al emergentólogo. Marco y me responde que está entrando. Salió a comprarse una hamburguesa que seguramente comerá fría.
Viene y lo ayudamos a intubarla. Es una señora con EPOC ya conocida por estos pagos. Se me retuerce todo (+)
(-) adentro y hasta me rugen las tripas.
Cuando ya está totalmente conectada a los aparatos, vuelvo a mi empanada que ahora sí que está helada. La liquido igual y sigo con una de jamón y queso que intercambio con el Peti. Termino en el baño tratando de no hacer demasiado (+)
(-) ruido con mi diarrea que parece que no va a acabarse nunca. Me transpiran la frente, la nuca y las palmas de las manos.
Una vez finalizado el asunto y habiéndome mojado la frente, el cuello y el pelo, busco con una silla de ruedas –la encontré abandonada en el pasillo (+)
(-) y la empujé al trote antes de que alguien la reclamara– a la paciente para llevarla a la ecografía. La enfermera, una morocha de ojos claros que nunca vi en mi vida, no solo le puso la vía y le sacó sangre, sino que también le hizo tomar una muestra de orina por si (+)
(-) llegara a ser necesaria. Le hago la orden por las dudas y subo a la paciente a la silla. Nos alejamos con un traqueteo que nos regala la rueda izquierda mientras las mujeres de la camilla de enfrente le desean suerte casi a los gritos.
La ecografía da lo que me imaginé: (+)
(-) una vesícula con las paredes gruesas y feas por la inflamación, con tres piedras adentro, una de ellas medio grandota tapando la desembocadura y complicando el asunto. Por suerte –tal vez por la que le desearon sus vecinas de consultorio– no se ven metástasis en el hígado,(+)
(-) ganglios raros ni líquido suelto en la panza o pelvis que nos hagan sospechar que Gervasio es más malo aún de lo esperado.
Volvemos con la paciente –el quejido de la rueda marca el camino–, la devuelvo a su camilla y la mujer de la diabetes nos informa que le (+)
(-) cuidaron –ella y su nueva amiga– el lugar, que un médico de corta estatura lo quiso ocupar y ellas no lo dejaron, que la del riñón se acostó en su camilla y la otra en la de enfrente y le dijeron que estaba lleno. Lo cuenta con una sonrisa cargada de orgullo y la del riñón(+)
(-) aplaude. Me dan ganas de aplaudir a mí también, pero la vesícula hace gritar del dolor a la dueña de Gervasio y me enfoco en abrirle el suero y retorcerle la vía hasta que logro que la medicación comience a pasarle.
Le mando un mensaje al residente de cirugía que está (+)
(-) de guardia y le cuento el caso. Responde que está entrando a operar, que en un rato baja y la ve. Yo mientras hablo con la paciente. Le explico que el dolor no parece venir de su tumor sino de la vesícula de la cual probablemente tengan que operarla porque está (+)
(-) bastante inflamada, pero que por suerte no se ven metástasis ni líquido del malo en la panza, así que sí, Gervasio está ahí, pero no parece haber empeorado. Apenas termino de hablar ella me salta al cuello y me abraza en medio de un quejido por ese dolor que ya parece (+)
(-) importarle muchísimo menos que a su llegada. Yo la abrazo también y la apretujo como me imagino que necesita.
Pispeo a las mujeres de enfrente y están sonrientes, secándose alguna que otra lágrima. La de la diabetes interrumpe el momento:
(+)
(-)
–¿Ahora sí vas a llamar a tu mamá? –le pregunta a la chica a la que señala con un índice huesudo de uña rosa perlada.
–Sí. Tendrías que avisarle –me meto yo tras el cese del abrazo–, porque internada hoy sí que te quedás.
(+)
(-)
Ella sube y baja la cabeza y murmura que ya la llama. La mujer del riñón aplaude y la de la diabetes –que según el último hemogluco (Test de azúcar en sangre por un pinchacito en el dedo) en breve ya estaría para irse y a la que de milagro le conseguí unas muestras de la (+)
(-) medicación que necesita– saca las agujas, su tejido y se pone los anteojos para ver de cerca.
–Dale, nena. Portate bien y te tejo una manta para cuando te internes por ese Gervasio –le larga con los anteojos sobre la punta de la nariz en un reto que medio suena a abrazo.
(+)
(-)
La chica hace que sí, suelta un par de lágrimas, saca el celular y llama a la madre. Apenas le dice “hola, ma” se le entrecorta la voz. Yo la dejo hablar tranquila y me voy para la entrada de ambulancias. Salgo y me prendo un pucho mientras llamo a mi abuela.

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13 Feb
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Disculpá la hora, doc.
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(+)
(-)
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