#CosasQuePasanEnLaGuardia #121. PRE-COVID. Lo traen en ambulancia y grita que lo dejen bajar. Lucha contra las correas de la camilla hasta que mi compañera pelirroja se le para al lado con una jeringa –vacía, aunque el paciente no parece haberlo notado– con aguja larga y lo (+)
(-) amenaza con inyectarlo. De la camilla cae un hilo de sangre que se derrama del charco que parece haber brotado predominantemente de la cabeza del hombre. Él sigue protestando que quiere irse a su casa, ni enterado del bruto corte que debe tener.
(+)
(-)
–Te cosemos y te vas en un rato –le prometo.
–¿Qué me querés coser vos? –retruca.
Agarro una gasa, la paso por su cabeza sangrante y se la muestro con un “tu cabeza”. Mira lo rojo con los ojos demasiado abiertos y enseguida sonríe exhibiendo las pocas piezas (+)
(-) dentarias que le quedan teñidas de un amarillo amarronado y expeliendo un olor rancio que por ahora no logro identificar y que me obliga a apretar las alas fosas nasales.
–¡Qué buen tuco! –larga una carcajada rasposa.
Uno de los enfermeros se acerca y (+)
(-) cuelga un suero de un gancho en la pared.
–Qué regalito nos trajo, doctor –se dirige, con una sonrisa chueca, al hombre de barba vestido de ambo azul parado junto a la parte ensangrentada de la camilla móvil.
La mujer morocha alta de rulos cortos (+)
(-) y ambo blanco, parada junto a la cabecera, revolea los ojos para arriba.
–¿Nos ayuda a pasarlo? –le larga finalmente al enfermero.
–Este se pasa solo, señora –dice él sin mirarla y gira hacia el paciente–. ¿No campeón?
El hombre intenta tirarse de la camilla (+)
(-) a la cual todavía está atado y casi la tumba.
–¿Ve que puede? –señala el enfermero y se aleja hacia su estar.
Al paciente el choffer de la ambulancia –el del ambo azul– le suelta las correas y se pasa de la camilla rodando. No termina en el piso solo porque del otro lado (+)
(-) hay una pared. Queda de costado, con la herida contra los azulejos y su sonrisa aún jocosa.
La médica –la morocha alta de rulos cortos y ambo blanco al que ahora le noto unas cuantas manchas de sangre– nos cuenta que lo traen de una plaza, que unos vecinos dicen haberlo (+)
(-) visto rodar por una escalera de por ahí.
Estoy firmando que recibo al paciente –mientras la médica se pasa agua oxigenada por las manchas– cuando un camillero entra a otro hombre, este con la pierna abierta y sangrando de lo lindo. La pelirroja se apura a llamar a los (+)
(-) traumatólogos que resulta que están con un paro, raro. El camillero deposita al hombre en la camilla de al lado mientras mi paciente le larga un “te hiciste chota, hermano” y vuelve a reírse, ahora con una carcajada mucho más estruendosa que retumba contra los azulejos. (+)
(-)
–¿De qué te reís, pelotudo? –lo increpa el de la pierna.
El camillero huye veloz, huele la que se viene. También se van la médica de rulos y el choffer.
Mi paciente sigue con su risa y pulveriza para todos lados una mezcla pestilente que ahora noto que es de alcohol con (+)
(-) restos pasados de comida.
–Cortala o me vas a conocer –lo amenaza el otro.
Le pido a mi paciente que basta, que necesitamos silencio para poder trabajar, pero se ríe todavía más fuerte.
(+)
(-)
–Hermano –grita prolongando la R y le señala la herida–. Vas a quedar re cojo. Cojo que te cojo –se ríe otra vez.
Ahora sí que el de al lado se levanta tiñendo de rojo espeso las baldosas y se le viene encima.
(+)
(-)
La pelirroja corre a llamar a los de seguridad mientras yo les grito a ambos pacientes que basta. El de la pierna está sacudiendo a mi paciente, que no para de reírse, cuando ve su propio charco de sangre y larga un “wow”. Tambalea hacia su camilla en la que se apoya (+)
(-) y se chorrea hasta el piso en el que primero se sienta y luego se acuesta.
–Choborra de mierda –murmura desde ahí, pálido casi transparente.
La pelirroja llega con el de seguridad y me mira con cara de que no entiende nada. Yo le levanto las (+)
(-) piernas a su paciente para que levante la presión mientras ella se acerca y le revisa la herida. No hay ninguna arteria escupiendo (por suerte). El de seguridad ya se esfumó
El hombre recobra color mientras mi paciente tararea una canción de cancha a los gritos. (+)
(-) Dos enfermeros se asoman por la puerta, el que antes no ayudó a pasarlo y un pelado altísimo.
–Mirá la mugre que hicieron –se queja el primero.
El segundo agarra un par de guantes y nos ayuda a levantarlo.
(+)
(-)
Con la pelirroja nos ocupamos cada una de su paciente. El mío tiene cuarenta y ocho, dice llamarse “Carlín”, vive en la calle y dice que es adicto a todo. No sabe qué le pasó. Al de ella, cinco años menor, se le cayó un tablón mientras intentaba armar una estantería.
(+)
(-)
Mi paciente canta –apenas un poco menos fuerte ante mis pedidos reiterados– mientras le lavo la cabeza. La catarata de solución fisiológica y sangre desborda el pañal hacia el tacho que puse abajo. Finalmente, encuentro el problema: tiene un corte medio en zig-zag de unos (+)
(-) siete centímetros, con los bordes finos, irregulares, casi como mordidos, y parece que un pedazo –chico por suerte– debe haber quedado en alguno de los escalones. Le explico que voy a desinfectarlo, a ponerle anestesia y luego a suturarlo. Él no dice que sí ni que no, solo(+)
(-) canta; es un Carlín Pavarotti.
Cambio el pañal de abajo, me calzo antiparras, preparo todo, me pongo doble par de guantes por las dudas y arranco. La anestesia se la banca bárbaro, creo que ni siente la aguja. Ovaciona cada vez más fuerte a River y el de al lado le larga (+)
(-) un “callate gallina de mierda”. Él ni caso.
La pelirroja le ladra a su paciente que ni se le ocurra moverse mientras le zampa los últimos puntos. Yo voy dos cuando Pavarotti empieza a aullar.
–¿Le dolió? –pregunto.
–¿Qué me hacés, vos? –intenta sentarse.
(+)
(-)
Le pido que se acueste, que todavía no terminé, pero me saca con un manotazo y un “la que te parió”. Intento convencerlo una vez más, pero resulta imposible. Mira por encima de mi hombro y alrededor.
–Yo me voy a la mierda –larga y se levanta.
(+)
(-)
El mareo que le pega me ayuda un poco y logro que se siente en la camilla. Lo vendo así como está, decidida a llevarlo al tomógrafo.
La silla de ruedas aparece de milagro: recién trajeron a una mujer con el tobillo en un ángulo horrendo y la depositaron en una camilla del(+)
(-) pasillo. Con ayuda de la pelirroja convencemos a Pavarotti para que se siente.
–Me dan la vueltita y me las piro –nos previene.
Ella le pide al hombre de la pierna que la aguarde unos minutos y viene atrás mío. (+)
(-) Llegamos al tomógrafo y el técnico se queja de que cómo no le consultamos antes para llevarlo. Pispeo por arriba de su hombro, está vacío.
–Creo que está sangrando adentro –me señalo mi propia cabeza.
–Andá hacete ver entonces –se ríe de su propio chiste.
(+)
(-)
Intento avanzar y se me para adelante.
–Así no lo entrás acá –señala la venta, ya ensangrentada.
–¿Anotamos en la historia que te negaste a hacerle la tomografía entonces? –lo increpa mi compañera y le pasa por el costado.
(+)
(-)
Agarra un camisolín, cubre la camilla del tomógrafo y retruca que ya está.
–¿Pero ustedes quién se creen que son? –nos mira con los ojos que se le van para todos lados.
Yo avanzo con la silla de ruedas sin darle bola.
(+)
(-)
Entre las dos ayudamos al paciente a levantarse de la silla y a pasarse al tomógrafo. Justo el tipo se pone a cantar. El himno, que antes recitó perfecto, ya no le sale entero.
–Me sacan YA mismo a este loco de mierda de acá –ruge el técnico.
(+)
(-)
Nos lo quedamos mirando y mi compañera le escupe un “Eso no va a pasar”. Él infla el pecho, levanta los hombros, se suena el cuello para un lado y para el otro y se nos acerca.
–Vamos flaco, te tenés que ir –le dice al paciente mientras intenta levantarlo del hombro.
(+)
(-)
Yo lo miro y mis ojos le ruegan por más que sé que no debería ser necesario.
–Realmente creo que está sangrando –imploro.
–No creo que quieras quedar escrachado si se muere –le remarca mi compañera.
(+)
(-)
El técnico nos mira, mira a mi Carlín Pavarotti, y de vuelta a nosotras.
–Salgan las dos YA de acá –ladra.
El paciente intenta levantarse y él lo empuja contra la camilla.
–Vos no.
(+)
(-)
Esperamos afuera y chocamos los cinco. Termina y nos grita que lo saquemos. Remarca que las planchas van a tardar un rato.

Volvemos y sentamos al hombre en la camilla. Su venda está completamente empapada en sangre. (+)
(-) Se la saco mientras retoma el cántico que ya le sale totalmente enredado. Le mando un mensaje al neurocirujano, aunque todavía no vi las imágenes; pinta mal la cosa. No contesta y su última conexión fue hace tres horas. Lo llamo. Atiende una instrumentadora (+)
(-) que me informa que está operando y que cuando termine, pasa.
Sigo con el paciente. Le explico que quiero darle unos puntos más para que deje de sangrar tanto. Dice que sí y otra vez me muestra sus dientes. Ahora la sonrisa le sale chanfleada. Me (+)
(-) olvido de la baranda que larga y también de los puntos, le pongo gasas, un apósito y vuelvo a vendarlo. Solo quiero correr a conseguir esa tomografía.
Voy tres vueltas de la venda cuando el tipo me saca con el brazo. No llego a correrme del todo y me da con (+)
(-) el puño justo abajo del hombro. La venda termina en el piso. El tipo grita y revolea los brazos para todos lados. El de la pierna de al lado, ya listo. Se le tira encima. La pelirroja sale a pedir directamente a la policía y yo busco a algún enfermero forzudo que me ayude (+)
(-) a contenerlo. No encuentro más que a una rubia que me dice que los demás se fueron a comer. Son las once y media y ni hambre tengo.
Repaso en mi cabeza a mis compañeros de la guardia de hoy y los ordeno por tamaño. Gana el emergentólogo que, (+)
(-) aunque está medio piel y hueso, tiene algo de músculo y además me viene bien si realmente tiene un sangrado alrededor del cerebro. Voy al shockroom. No está. Corro al estar. Tampoco. La cardióloga me avisa que se fue a comer a la habitación. Hago rechinar (+)
(-) los suecos de goma en el camino hasta ahí; casi sacan chispas. Golpeo y abro. Tiene un medio bocado de hamburguesa con queso y ketchup sobresaliéndole de la boca. Mastica rápido y me larga:
–No me vas a dejar comer, ¿no?
(+)
(-)
Le cuento todo mientras lo arrastro hacia el lugar del caos. Él murmura que mínimo le debo un cuarto de helado y le prometo que sí.
Llegamos. El paciente de la pierna se aprieta una gasa contra la ceja.
–Creo que necesito más puntos –dice y me muestra el corte.
(+)
(-)
Tiene razón, pero también va a necesitar un oftalmólogo para el ojo que no puede abrir y cuyo párpado parece una morcilla. Miro alrededor. Hay sangre por el piso, camillas y hasta una huella de mano roja en la pared, pero ni rastros de Carlín.
(+)
(-)
–¿Y el paciente que estaba acá? –le pregunto al de, ahora, la pierna, el ojo y la ceja.
La pelirroja entra justo con dos oficiales. No puedo creer la velocidad con la que los consiguió. Mira para todos lados como yo acabo de hacer.
(+)
(-)
–¿El sacado ese? –el paciente señala la camilla donde se nota que ocurrió gran parte del aletercado–. Se fue a la bosta…
El neurocirujano se asoma mordiendo una manzana. Tiene las planchas de la tomografía en la otra mano.
(+)
(-)
–En cinco lo subo a quirófano –larga–. ¿Es él? –señala al paciente de la pierna, el ojo y la ceja.
Le informamos que no, que el otro se fue.
–¿Hace mucho? –pregunta.
–¿Diez minutos? –digo yo.
–Veinte minutos –responde el de pierna-ojo-ceja al mismo tiempo.
(+)
(-)
–Quince y chirolas –pronuncia a la vez la pelirroja.
El neurocirujano da otro bocado a su manzana mientras lleva los ojos para arriba. Mastica y traga bastante rápido.
–Muy lejos no va a llegar –sentencia.
Da media vuelta y se va por donde vino.
(+)
(-)
Los oficiales piden una descripción y me avergüenzo de la poca información que puedo aportar. Morocho, sin bigote, barba o tatuajes que recuerde y remera oscura que si no era negra sería azul marino. El de la ceja agrega que tenía un pantalón también oscuro arremangado (+)
(-) y mi compañera que tenía ojotas o sandalias y uñas largas en los pies.

La pelirroja se ocupa de la ceja del señor y yo salgo atrás de los oficiales. Me asomo en búsqueda del hombre, pero nada. Salgo por la entrada de ambulancias y me fijo para los costados. Ni un alma. (+)
(-) El emergentólogo aparece atrás mío.
–¿Lo encontararon, che? –pregunta.
Hago que no con la cabeza y sigo mirando para todos lados como si eso lo fuera a hacer materializarse.
–Tranquila. Ya va a volver –dice.
(+)
(-)
Yo miro el cielo y las pocas estrellas que se ven. Cierro los ojos unos segundos y ruego para que venga pronto, caminando, que cante todo lo que quiera, aunque sea a los gritos y entrecortado.
–¿Vamos? –mi compañero me saca del trance.
(+)
(-)
Hago que sí con la cabeza y giro hacia la entrada. Damos dos pasos y frena. Freno yo también y miro para todos lados, pensando que Carlín Pavarotti apareció.
–No te olvides de mi helado –me larga el emergentólogo y se ríe.
(+)
(-)
Yo me masajeo adelante, abajo del hombro –ya empezó a doler bastante– mientras le contesto:
–Pidamos, dale. Me va a venir bien.

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No te quería molestar antes, pero no me pasa.
¿Estás?

(+)
(-)
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