Pues ahí va:
Me había hecho el propósito de no llegar con una anticipación de más de 15 minutos. Pero el Uber que me tocó estaba “terminando otro servicio”, así que llegué 3 minutos antes de la hora. Había una aglomeración y todo mundo, con cita o sin ella, tenía que formarse.
Delante de mí iba una cacarañícara gruñona que buscó mi complicidad y pretendió agarrarme de interlocutor;
–¡Es que no es posible! ¡Qué desorganización! ¡Mire nada más cuánta gente! ¿Pues no se supone que nos habían dado cita?
–No me hable de desorganización, señora –le repliqué un poco golpeado–, porque en cosa de tres meses se está terminando de vacunar a todo el patrimonio arqueológico nacional, y somos millones de tepalcates.
La mujer ya no dijo nada. Tomó su celular y se puso a regañar a alguien, no sé si hija, hijo, marido, marida o personal de servicio. Por suerte, la cola avanzó rápido y en cosa de 10 minutos ya estábamos junto a la entrada, en donde nos pidieron nuestros documentos.
Llevaba conmigo la hoja de registro y creía llevar la credencial del INE, pero cuando la saqué de la bolsa de la camisa descubrí que me había confundido y que lo que había llevado era la licencia de manejo.
–Pero aquí no dice cuándo nació –me dijo un servidor de la nación.
–Bueno, sí lo dice porque en la licencia aparece mi RFC –le respondí, angustiado.
–Pero no trae la CURP –replicó.
–Ah, pero esa está aquí, en mi hoja de registro –le respondí, triunfal.
El compa se sintió muy aliviado por no tener que negarme el ingreso, me entregó una ficha lila y me hizo pasar al recinto. En la puerta me dieron desinfectante, me tomaron la temperatura y me ofrecieron una botellita de agua.
Adentro había un hervidero de carcachas y otro hervidero de chavos. Las primeras, candidatas a la vacunación; los segundos, enjambres de servidores de la nación, empleados de la CDMX y la alcaldía, médicas, enfermeros con batas del IMSS, del ISSSTE, de la SEDESA y del INSABI...
... no menos de 200 personas, en su mayoría mujeres, atendían los puestos de registro, y había además una presencia discreta de efectivos de la Guardia Nacional. Me atrevo a pensar que había al menos dos servidores públicos por cada diez vacunables...
... o sea que había un chingo de ambas categorías. Doy fe de la amabilidad, la eficacia y la disposición de los primeros a resolver los problemas que se presentaran. De los segundos, no tanto.
Una espera de 10 minutos en unas sillas dispuestas a modo de gradería, y luego la banda de los chalecos verdes, rojos, cafés y rosas nos conducían uno por uno hasta un puesto de registro disponible. Ahí le confesé a la señora que me atendió que no llevaba la credencial del INE...
... un olvido que puede interpretarse como acto fallido; es que, aquí entre nos, me provoca repulsión cualquier cosa que me recuerde a ciertos consejeros electorales muy miserables.
Ella me vio con ojos de prefacio de tragedia y entonces recordé que en mi correo tenía alguna imagen de ese documento, así que lo busqué y abrí en el celular y se lo mostré.
–Pero no tiene su dirección –me dijo–.
Yo ya me sabía el caminito, de modo que localicé en el aparato un recibo de luz y lo exhibí, y ella prosiguió con el mínimo interrogatorio sobre hipertensión y diabetes.
–Nada de eso. Sólo estoy gordo. Y fumo.
Se rió, me dio mi hoja de registro y en cuanto me paré una chava de chaleco –ya no recuerdo el color– me condujo al puesto de vacunación: al centro, una mesa con hieleras, jeringas, desinfectantes y bolitas de algodón, y a cada lado, una hilera de 5 o 6 sillas puestas en tándem.
No bien nos acomodaron, los diez o doce miembros de la tripulación fuimos exhortados a descubrir nuestro hombro izquierdo, y a continuación una enfermera muy amable, que se presentó con su nombre, nos indicó qué vacuna nos pondrían;
nos preguntó si estábamos tomando algún medicamento de alto calibre, de esos de uso exclusivo del Ejército, y nos dio una breve explicación sobre posibles efectos secundarios y el arma principal para contrarrestarlos: paracetamol.
Luego, una doctora muy joven nos entregó unos papelitos con nuestro nombre y la cita tentativa para aplicar la segunda dosis, nos explicó que debía ser de la misma marca que la primera y nos exhortó a no jugar a la coctelería cuando se trata de inoculaciones.
Desde allí divisé a la gruñona que me había tocado en la fila inicial. Caminaba de un lado al otro, buscando con quién pelear, y eludiendo, al parecer, el piquete inexorable. “Pobre –pensé–. Tal vez lo suyo se reduzca a un pánico a la jeringa y no sabe cómo expresarlo.”
En menos de un minuto, los carcamanes allí reunidos fuimos pinchados –en mi caso, de forma indolora– y despachados con nuestro algodoncito apretado en el brazo, al espacio de observación.
Allí nos hicieron tomar asiento de nuevo y dos médicos con megáfonos nos explicaron de qué iba: si no nos sentíamos gravemente mal en la siguiente media hora, podríamos irnos a casa, en donde aguardaríamos la aparición de molestias...
... como dolor de brazo, de cabeza, sueño, cansancio y no sé qué más, y que si teníamos cualquier duda, que fuéramos tan amables de pasar a preguntarles. A continuación un servidor de la nación distribuyó bolsas con una botella de agua, una manzana y una golosina.
Me quité el cubrebocas sin ningún escrúpulo y devoré la manzana a mordidas. Creo que fui el único.
La media hora pasó muy rápido. Camino a la salida, volví a toparme con la cacarañícara, que –lo juro, lo juro – le reclamaba a una enfermera que cómo era posible que no le dieran agua fría si tenían allí tantas hieleras. Recordé, de manera inevitable, los ascos y remilgos...
... que han podido leerse y de los reproches a este pinche gobierno que no vacuna en salas VIP. No me aguanté y le dije a la enfermera:
–Ponga a enfriar el agua de la señora y ya luego le administra una vacuna al tiempo.
Y la enfermera soltó una carcajada.

F I N

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