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He aquí por qué no es útil (aunque teóricamente pueda parecer más preciso) esperar a que haya cientos de miles de cadáveres para comenzar a hablar de genocidio.
Por lo general, para que suceda un genocidio lo primero que se presenta es el odio a un grupo de personas que, de forma real o supuesta, comparten alguna característica común.
El mayor riesgo de genocidio sobreviene cuando dicho odio es profesado y alimentado abiertamente por parte de quienes manejan el Estado, ya que emplean medios «legales» para convertirlo en acciones.
Ese odio siempre se expresa en palabras. Todo genocidio viene precedido por la práctica sistemática de un lenguaje de odio («hate speech»). Así, el odioejercicio del odio y la criminalización del otro se va naturalizando en la población.
Sólo de este modo un grupo de personas comunes termina pensando que esos otros, esas personas que concentran su odio, son superfluos: su vida y sufrimiento no valen nada.
Una vez que en la mente de un gran grupo de personas, y sobre todo entre quienes manejan el Estado, se ha instalado la idea de que esos otros son superfluos, sólo una delgada línea los separa del exterminio. Una línea sutil que ciertos detonantes pueden romper con facilidad.
El problema es que todo esto sucede poco a poco, a la luz del día, a la vista de todos. Pero vamos corriendo la arruga porque nos parece increíble, lejano, imposible. Porque no queremos dejar nuestra vida cotidiana.
La situación de Venezuela es ya estructuralmente peor que la que en otras partes ha motivado el envío de cascos azules. Vivimos las consecuencias de una guerra sin ni siquiera haber pasado por ella en términos convencionales.
Las condiciones y supuestos de aplicabilidad de la Responsabilidad de Proteger están dados, la emergencia humanitaria está ahí. Lo que hace falta es la voluntad multilateral, oportuna y suficiente para atender el problema al costo que sea necesario.
