#CosasQuePasanEnLaGuardia #55. Hombre de cuarenta y tres llega a la guardia con su hijo de diez que se abrió la pierna hace cuatro días. Lo trae porque “se le volvió a abrir”. Pienso que es un nene de esos que viven potreando y se cortó en un sitio nuevo. (+)
(-)
–Pero la primera herida está bien? –le pregunto.
–Cómo?
–Pregunto si al volver a caerse se le salieron los puntos de la primera herida; la que se hizo hace cuatro días.
–Pero es una la herida –me dice el padre.
Ahí soy yo la que pregunto:
–Cómo?
(+)
(-)
Me explica que el nene se cayó de un banco arriba de una chapa cuando lo acompañó al trabajo cuatro días atrás y él –como sabe que su hijo le tiene miedo al doctor– apenas vio la sangre y que el corte era profundo (+)
(-) le metió primero azúcar –como le enseñó su abuela que era curandera de las buenas– y, una vez que paró de chorrear, le puso pegamento.
–Qué pegamento usó? –indago.
–Uno de lata que hay en el galpón del trabajo con mis hermanos.
–Y cómo se llama?
(+)
(-)
–No sé. Está tan sucia la lata que no se lee. Pero pega re fuerte y cerró re bien la herida.
Sonríe orgulloso y casi se aplaude a sí mismo por lo resolutivo que fue.
(+)
(-)
–Y por casualidad, antes de hacer todo eso, le lavó la pierna y la desinfectó? –le pregunto con los dedos cruzados.
–No. Eso no. A mí mi abuela me dijo que el azúcar mata todo.
Tiemblo de solo imaginarme con lo que me voy a encontrar.
(+)
(-)
–Y después de ponerle el azúcar, la enjuagó o le tiró el pegamento encima?
–No –contesta prolongando la O–. Si no el azúcar no puede matar todo.
–Ah –contesto prolongando la A.
(+)
(-) Me dirijo al nene y le explico que necesito mirarle la pierna lastimada. Acepta y se sube el jogging. Señala con las dos manos su herida de guerra y sonríe mostrando las ventanitas entre sus dientes. Le indico al padre que lo alce a la camilla que le queda un poco alta.(+)
(-) El chico se recuesta y sonríe. Tiene la herida cubierta por una bolsa pegada a la piel con cinta de la que usan los pintores. En realidad, no solo está cubierta la herida, sino toda la pierna en forma circunferencial. Le aviso que voy a despegar la cinta. (+)
(-) Mueve la cabeza para arriba y para abajo y se apoya sobre sus antebrazos para izar lo más que puede la cabeza y pispear –de a ratos– lo que hago. Saco los pedazos de cinta con suavidad para no arrancar la piel de abajo. Apenas aprieta los párpados y sonríe a la vez. (+)
(-) Me enternece. El padre se tapa los ojos. Le digo que por favor no le tape más la herida así, que yo le voy a enseñar cómo tiene que curarlo, y me dice que es parte de la receta de la abuela.
–Le prometo que mi receta es mejor –contesto.
Me pinto en la cara mi sonrisa falsa(+
(-) y me trago los gritos que me gustaría largarle. Vuelvo a la pierna del nene. La cinta le dejó toda la piel roja y se llevó la capa más superficial en algunos sectores. Me duele de solo mirarlo. (+)
(-) Debajo de la bolsa, veo la herida rodeada de un halo rojo, con material amarillento que sale desde adentro. El halo está caliente y apenas lo aprieto se hunde como si tuviera algo líquido apretado en las capas profundas.
–Eso me dolió un poquito –dice el nene.
(+)
(-) Veo que se agarra fuerte de la camilla. Le pido perdón y prometo hacerle doler lo menos posible.
La herida tiene una especie de fibras en el medio. Le aviso al nene que voy a tocar la zona y acerco mis dedos con cuidado. Son duras. Están teñidas de rojo y suciedad. (+)
(-) Me dirijo al padre y le consulto por las curaciones. Dice que al principio le dejó la pierna totalmente tapada y sin mojar, y que, al ver la bolsa manchada de rojo, la destapó y le volvió a echar más azúcar. Trato de explicarle que ese no es un método apropiado (+)
(-) para las heridas y le pido que, la próxima vez, por favor concurra a una guardia. Se ríe.
–Es que usté no entiende las cosas de campo.
–Algunas sí. Esta me preocupa un poco.
–Va a estar bien, ya va a ver –me dice y sigue sonriendo.
(+)
(-) Le explico al nene que le voy a tirar algo frío y le lavo la herida con solución fisiológica para ver mejor. Su herida me espanta. Le pido que me esperen y busco al traumatólogo. Por primera vez desde que lo conozco –más de cinco años– lo veo espantarse a él también. (+)
(-) Le pide una placa para ver si la infección llegó al hueso. Hablo con los pediatras y se suman a las caras fantasmales. Le hacen sacar sangre al nene. El padre lo lleva en alzas a rayos y las pediatras lo acompañan. (+)
(-) Creo que temen que se lo lleve y le meta cucaracha pisada en la herida porque es otra receta de su abuela. Vuelven. El traumatólogo mira la placa. Su cara nos dice demasiado. Pide una ecografía que le informa que la infección es más grande incluso de lo que se ve (+)
(-) y que tiene aire en la parte profunda, algo muy malo. Le dice al papá que va a haber que operar al nene. Al hombre recién ahí se le borra la sonrisa de la cara. Pide que esperen, que va a llamar a la madre. El nene festeja cuando se entera de que va a venir su mamá. (+)
(-) Es hijo de padres separados y no la ve hace días. Dice que trabaja mucho. La madre llega empapada en transpiración. Habla rápido y pide hablar con el médico a cargo. Ni estaba enterada de la caída de su hijo, mucho menos de la herida. (+)
(-) (El padre le hizo prometer al nene que no le dijera nada). Le explicamos –con los términos más sencillos que podemos– lo que pasa con su hijo.
–Entiendo. Soy enfermera –contesta.
Veo los ojos de mis compañeros tan abiertos como deben estar los míos. (+)
(-) La mujer pide que hagamos todo lo necesario para salvarle la pierna a su hijo y firma el consentimiento para la cirugía. Camina a la camilla en la que espera el nene y lo abraza. Le explica lo que le van a hacer. Él asiente y pide que lo curemos rápido (+)
(-) para volver a jugar a la pelota. Ella lo abraza otra vez. Recién ahí gira hacia su ex-marido.
–Cómo no me llamaste? –le reclama–. El Sebi y la Mari están bien?
El hombre se queda mudo. Su cara denota pánico.
–Contestame, te digo –sigue ella–. Contestame que están bien.
(+)
(-)
–Están bien, mami. Están con la tía Flo –interviene el nene.
Ella le da un beso en la frente y de nuevo arremete contra el ex.
–Siempre te digo que no le hagas caso a tu abuela. Cómo puede ser que no lleves a tus hijos al hospital? –sigue ella con voz cada vez más alta.
(+)
(-)
Se le resbalan tres o cuatro lágrimas por las mejillas y las seca con prontitud.
–Te voy a sacar la custodia. Sos un mal parido. No vas a ver a los chicos nunca más –le grita al hombre que la mira también con lágrimas a punto de escaparse.
(+)
(-)
–No. Por favor eso no. Perdoname. Perdón. Vos sabés que me dan miedo los doctores –contesta él y explota en llanto.
El nene no dice nada, los mira, los trata de abrazar –por la cintura– a uno con cada brazo. (+)
(-) Les golpetea las espaldas con las manos como para que se acerquen, y llora –apretando las mejillas como para frenarlo y que no se note– él también.
• • •
Missing some Tweet in this thread? You can try to
force a refresh
#CosasQuePasanEnLaGuardia #140. Bajo el pie derecho del colectivo a la vereda. Despego el izquierdo, lo avanzo en el aire y la máquina monstruosa arranca antes de que toque el suelo. Mi mano –prendida de la manija cromada– se suelta unos segundos tarde. (+)
(-) Caigo. En realidad, primero giro. Giro, caigo y aterrizo algo hacia atrás y para el costado. Mi mano izquierda salva al trasero blanco del ambo de terminar estampado contra el pavimento y sostiene a mi cuerpo –todavía dormido– casi medio minuto en el aire en un fino intento(+
(-) de equilibrio del que, tras una serie de movimientos intempestivos, logra retornar a su posición erguida. Miro la hora: siete y cincuenta y ocho de un sábado que ya quiero que sea domingo. Soplo la frutilla que se me hizo en la mano y apuro el paso.
(+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #139. El hombre del tajo en la cabeza que hasta hace unos segundos tarareaba a Luis Miguel, junta moco –probablemente espeso y verde o, como mínimo, amarillo virando hacia el marrón– primero en la garganta y luego en la boca.
(+)
(-)
–Ni se le ocurra –lo prevengo mientras le subo, ayudándome con una gasa limpia para no ensuciarme los guantes estériles, el tapabocas de Racing que le decora el mentón.
Son las seis de la mañana. Hace más de media hora que estoy tratando de suturarlo y, entre las (+)
(-) protestas porque la anestesia le quema y el hilo le tira y sus sacudidas de torso y brazos compenetrados acompañando un súbito grito de “Suave, como me mata tu mirada. Suave”, recién voy por el tercer punto de los diez –mínimo– que necesita. “Última guardia”, pienso y (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #138. PRE-COVID. Once y doce de la noche. El chico de las empanadas me acaba de entregar los paquetes y su mano espera, palma arriba, la propina que debería suceder al pago cuantioso que acabo de depositarle. Recorro, bolsillo por bolsillo, y (+)
(-) recolecto un rejunte de monedas y billetes chicos que no provocan en su cara de ojos ansiosos la más mínima emoción positiva. Hago una nota mental para putear a mi compañero alto –que calculó cuánto era por cabeza– por no haber tenido en cuenta la propina.
(+)
(-)
Le entrego al chico la suma –bastante miserable– que logré reunir y estoy a punto de pedirle que me espere unos minutos a que le busque algo más, cuando un auto tan oscuro como la noche de nubes amenazantes que nos sobrevuela –decorado con restos de barro, (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #137. Once y cuarenta y siete de la noche. Recién pudimos sentarnos a cenar. Dejamos sobrepobladas hasta las camillas del pasillo.
Calentamos la pizza –mitad napolitana, mitad cuatro quesos– al microondas –encimada a lo (+)
(-) torre– y ninguno se queja por lo blandengue que sale. La pediatra intenta robarse una porción y la pelirroja le golpea la mano con un “tremenda milanga te mandaste sin convidar”. La otra le escupe un “me hubieras pedido” y, tras un intercambio de miradas fruncidas, (+)
(-) liga medio triángulo.
Devoramos en silencio. El flacucho de aros negros circulares con ventanas en los lóbulos de las orejas que parece que terminó ayer la facultad –lo conseguimos de reemplazo a un buen rato de empezada la guardia; faltaron dos– mastica rápido (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #136. PRE-COVID. La puerta del consultorio resuena a puños de boxeador. Adentro el residente de cirugía con olor a chivo acumulado de dos días intenta revisarle la panza al paciente que recién le comenté: un chico con un retraso (+)
(-) madurativo –tiene casi veinte, en realidad; veinte menos cinco días– con sospecha de apendicitis que acaba de plegarse sobre sí mismo, enterrando la cabeza contra la panza raquítica de su madre a la cual abrazó cual garrapata. La sangre sube por la tubuladura de la vía (+)
(-) que la enfermera logró colocarle –tras unas cuantas sacudidas y con la ayuda de tres más– en el pliegue del codo. Cierro los ojos y ruego para que no se tape.
El residente acerca su mano de dedos eternos y huesudos por demás al abdomen contorneado (+)
#CosasQuePasanPorSerMédica #34. Postguardia. Muy. Demasiado. Ni sé qué hora es. No creo haber dormido más de dos horas. Dos que pretendía que fueran ocho. Ocho al día. O por lo menos, siete. Siete que últimamente nunca llegan a ser más de cinco. Cinco que hoy no van a ser ni (+)
(-) dos porque ahí está otra vez, casi rabioso. Me tapo con el acolchado y la almohada con tal de que se calle. Suena profundo, agudo. Taladra entre mis neuronas y llega hasta el medio de mis ojos, por atrás de la nariz. Aprieto la almohada contra las orejas –hecha una U en (+)
(-) torno al pelo todavía húmedo– y me quedo quieta. Me lo imagino, a quien sea que esté tras mi puerta, pegado a la madera, intentando captar el más mínimo sonido que le ratifique mi presencia. En realidad, solo me imagino una oreja. Una oreja gigante (+)