#CosasQuePasanEnLaGuardia #138. PRE-COVID. Once y doce de la noche. El chico de las empanadas me acaba de entregar los paquetes y su mano espera, palma arriba, la propina que debería suceder al pago cuantioso que acabo de depositarle. Recorro, bolsillo por bolsillo, y (+)
(-) recolecto un rejunte de monedas y billetes chicos que no provocan en su cara de ojos ansiosos la más mínima emoción positiva. Hago una nota mental para putear a mi compañero alto –que calculó cuánto era por cabeza– por no haber tenido en cuenta la propina.
(+)
(-)
Le entrego al chico la suma –bastante miserable– que logré reunir y estoy a punto de pedirle que me espere unos minutos a que le busque algo más, cuando un auto tan oscuro como la noche de nubes amenazantes que nos sobrevuela –decorado con restos de barro, (+)
(-) deyecciones de palomas varias, alguna que otra pluma contra el limpiaparabrisas y unos cuantos cadáveres de bichos de ruta– se detiene de un frenazo brusco en la entrada de ambulancias adyacente a la puerta a través de la cual (+)
(-) el repartidor –que ya tiene las cejas y boca ladeadas– acaba de hacerme entrega de las empanadas que no sé cuándo vayamos a comer.
La puerta del conductor se abre y un hombre de chomba a rayas y hombros anchos se aproxima a la de atrás mientras exige, (+)
(-) firme, una silla de ruedas. Del lado del acompañante baja otro, de hombros similares envueltos en una chomba rosa, y se le une junto a la puerta de atrás. Desde adentro del auto una voz femenina –algo rasposa y con un dejo de vino al final– grita (+)
(-) el típico “Ayuda. Un médico…”.
El repartidor me mira, entrecierra los párpados, baja la cabeza y se aleja con su mísera propina mientras le entrego los paquetes al de seguridad y le ruego que se los acerque a mis compañeros. La respuesta llega con voz monocorde (+)
(-) de bajos decibeles y desde lejos –ya avancé unos cuantos pasos en la búsqueda de una silla de ruedas– “no puedo moverme de acá, cuando aparezca alguien se los doy”.
Me olvido de las empanadas, de mi hambre, de la propina faltante y del chico de ojos primero (+)
(-) ansiosos y luego resignados; en mi cabeza solo retumba el pedido de ayuda de esa mujer a la que imagino de caderas prominentes, rímel chorreado sobre las mejillas y manos potentes de uñas con esmalte negro con brillitos saltado hasta casi la mitad.
(+)
(-)
Consigo, no solo silla de ruedas, sino también un camillero macanudo de pelo hecho pirinchos negros. Entiende la urgencia y corre atrás mío. El traqueteo de la silla nos marca el ritmo.
Para cuando llegamos, un hombre de algo menos de cincuenta años y (+)
(-) que parece sobrepasar con creces los ciento cincuenta kilos, está sentado –desparramado, en realidad– contra la pared opuesta al escritorio del de seguridad sobre el que todavía reposan los paquetes de empanadas. Tiene una gorra negra con la visera para atrás y (+)
(-) algo hacia el costado, los ojos abiertos – demasiado– y la boca apenas ladeada. A su lado, una mujer morocha de cuarenta y tantos, de hombros casi tan anchos como los de los hombres de chomba, maquillaje a lo revoque –base oscura mal desparramada, (+)
(-) sombra entre negra y violeta que la asemeja a un mapache y rouge fucsia derretido hacia las comisuras y algo hacia arriba–, con una mochila color salmón colgando del hombro derecho, lo sacude y le ordena que se despierte.
(+)
(-)
–Hablame, te digo, papi. Dale, no nos hagas esto –acentúa el “hagas” en la segunda sílaba y llora con exceso de mocos.
El hombre de la chomba a rayas –de ojos rojos algo acuosos– le acaricia la espalda mientras pispea, de a ratos, alrededor. (+)
(-) El de rosa –con una aureola en el medio del pecho y dos bajo las axilas– que hace girar un juego de llaves en torno a su dedo índice, las guarda en el bolsillo y se arrima a la derecha del paciente con un “Vamos, gordo”. Los cuatro huelen a una mezcla de asado, (+)
(-)alcohol en exceso, perfume cítrico, cigarrillo, porro y un dejo de transpiración mal tapada por un desodorante berreta.
Lo depositan, los de chomba, con ayuda del camillero macanudo, en la silla de ruedas que me ocupo de sostener –el freno no funciona–; (+)
(-) entra medio de coté.
Intento averiguar qué pasó.
–Le sangró el cerebro, estoy seguro –dice el de rayas–. El viejo se fue igual.
Tiene la frente transpirada y se la seca con el dorso de la mano que después se pasa por el jean.
(+)
(-)
–Un aneurisma –agrega el de rosa–. Estaba bien, fue a cagar y chau.
Quiero indagar sobre si el viejo era el padre del paciente o de ellos y cómo fue bien lo que pasó hoy, pero el llanto con mocos cada vez más intenso de la mujer y la canción de los redondos (+)
(-) silbada por el camillero mientras empuja la silla que rechina por el pasillo –una conocida cuyo título se me queda en la punta de la lengua–, me lo impiden.
Le pregunto al paciente cómo se llama. La mujer me larga dos nombres cortos –una combinación de telenovela– y el de(+)
(-) la chomba a rayas, con la frente transpirada de nuevo, agrega el apellido; el paciente apenas emite un par de sonidos incomprensibles, más gruñidos que otra cosa, y me mira. Cuando se calla, su boca chanfleada, ahora, sopla de a ratos. Se me tensan la espalda, el cuello (+)
(-) y hasta el tujes.
Le pido –ahí en medio del pasillo, en esa silla que chilla mientras se arrastra– que cierre los ojos; nada. Que me apriete las manos; menos. Le retuerzo el puño contra el esternón y ahí sí que manotea. Se me aflojan, apenas un poco, los músculos del culo.(+)
(-) Los de los hombros y el cuello siguen hechos piedra. Respiro hondo y cuento para adentro.
–¿Shock-room directo? –el camillero me interrumpe cuando voy por el tres.
–Tomógrafo mejor –contesto mientras saco el celular.
–¿Decís que entra, doc? –me remarca el asunto del peso.
(+)
(-)
Levanto los hombros, miro al techo y ruego para que sí.
Llamo al emergentólogo; no atiende.

Seguimos avanzando. El camillero cambió de canción; a esta sí que no la conozco. Un par de mis neuronas siguen buscando el nombre de la anterior. (+)
(-) El chirrido de las ruedas es cada vez más ahogado. Creo que en cualquier momento se van a abrir para los lados hasta quedar tiradas sobre las baldosas, surcadas por pelusas, pervin0x y alguna que otra gota de sangre.
(+)
(-)
Le pregunto a la mujer el documento del paciente. Me lo dicta y aclara que es cédula, de su país. La nariz le gotea. Abre el bolsillo de afuera de la mochila salmón y saca un paquete de pañuelos de papel. El de rayas le sostiene la mochila y le acaricia la espalda.
(+)
(-)
Un diabético con dos dedos del pie podridos que aguardan amputación y una bolsa de orina mal cerrada pasea por el pasillo y nos saluda. El hombre de rosa dice que se va a estacionar. Mira al de rayas con un “¿venís?” en los ojos. Este gira hacia la mujer, le apoya (+)
(-) la mano en el hombro, hacia mí, aduce que no quiere molestar, vuelve hacia ella, le devuelve la mochila mientras le indica que esperan afuera y se evapora.

Llegamos. Adentro hay un paciente y afuera (+)
(-) dos politraumatizados –golpeados por todos lados, probablemente por algún tipo de choque– a la espera; uno respira bastante rápido y, el otro, pálido tirando a transparente, tiene una sábana apretada alrededor de la pelvis y un brazo que parece roto. (+)
(-) El emergentólogo me pide que lo aguante, que me ocupe y que le consiga una coca cuando termine. Se ríe un segundo.
–¿Lo meto en el shock-room? –le pregunto.
–Pará que no sé qué va a pasar con éstos y tengo una sola cama –se pone serio–. Bancame diez minutos.

El paciente(+)
(-) que llegó para las empanadas hereda la camilla de adicto habitué que venía internado hace unos días tras haber entrado dado vuelta y con dolor de pecho, para luego asegurar que quería recuperarse –esta vez de verdad– e implorar por techo y comida. (+)
(-) La policía terminó sacándolo cuando le manoteó el celular al oficial que estaba custodiando a su compañero de consultorio –uno de salud mental– y se lo ahogó en los excrementos del vecino.
La camilla expele un aroma agrio que intento tapar con un algodón con alcohol (+)
(-) a la vez que barro el moco que el adicto habitué nos dejó de regalo. La mujer mapache de labios fucsias mira con asco a la vez que se pasa sus uñas comidas por debajo de la nariz que le sigue babeando.
El camillero sube al paciente a la camilla con ayuda de dos enfermeros(+)
(-) y mi módica contribución a los pies. Se le cae la gorra y un trapo teñido de rojo, embadurnado en un coágulo de un tamaño interesante, se escapa de adentro.
–¿Y esto? –le pregunto a la mujer.
Ahí me explica que es de la bañera. (+)
(-) Resulta que estaban los cuatro –ella, su marido y los hermanos de ella– comiendo un asado y tomando “alguito” –no mucho, solo vino y unas cervezas– cuando el hombre fue al baño. Aclara que venía seco de vientre hacía unos días. Dice que al ratito nomás (+)
(-) escucharon el grito y sí, venía del baño, así que fueron los tres y no lograban entrar, pero ahí estaba, ella lo vio por la rendija, agarrándose la cabeza. Que trató de pararse él, pero ahí nomás se fue para el costado y terminó dándose contra la bañera. Que ahí sí (+)
(-) pudieron pasar y ella trató de que reaccionara, pero ·estaba “como ido”. La miraba, sí, pero no le contestaba. Así que los hermanos lo sacaron mientras ella llamaba a la ambulancia, que se tardó y se tardó. (+)
(-) Ella llegó a desinfectarlo –le tiró alcohol y el apenas frunció la cara– y como gasas no tenía, le apretó primero con una toalla y después, cuando decidieron traerlo ellos, le puso ese trapito limpio que usa para planchar la ropa delicada. Uno de los enfermeros trae (+)
(-) un pañal y lo pone bajo la cabeza del hombre.
Hago las órdenes de laboratorio y pido que le coloquen una vía mientras le pongo el saturómetro y me acerco a la cabecera para verle las pupilas: están parejas y reaccionan a la luz. Además, satura bien. Meto y saco aire (+)
(-) dos veces.
Le ruego al camillero que me espere un minuto y busco lo que necesito para la sutura; así no me lo van a aceptar en el tomógrafo.
–Tiene un sangrado, seguro, una aneurisma –sigue la mujer mapache de labios fucsias; lo pronuncia así, en femenino. Me imagino un (+)
(-)aneurisma pintado de violeta y rosa furioso que revienta y decora las paredes del consultorio–. El viejo se fue así –me saca de mi boludez.
Me quedo con la última frase, la misma que dijo el hermano. La mastico y le pregunto que cuál viejo, si el de ellos o el del paciente.(+)
(-)
–No, Diosito me cuide a mi pá –se persigna tres veces–. El viejo malo; el de él.
Bajo la cabeza y me apuro a buscar todo para la sutura. Vuelvo y arranco a una velocidad que hace mucho que no ponía en práctica.
(+)
(-)
El camillero se ofrece a ir a ver si está el tomógrafo. Le agradezco y me quedo recabando los antecedentes del hombre que resulta tener cuarenta y ocho, ser diabético, hipertenso y fumador. Además, toma fuerte, pero “solo en las jodas”, (+)
(-) aclara la mujer mapache de labios fucias y se muerde la uña del pulgar derecho.
Los enfermeros logran ponerle una vía –tras cuatro pinchazos– unos segundos antes de que el camillero de los pirinchos negros aparezca con una camilla con olor a lavandina.
(+)
(-)
–Vamos, doc –me arrea.

El emergentólogo saca del tomógrafo –sobre tabla y con collar cervical– a una chica de veinticortos con los ojos bordó –los párpados, en realidad– que protruyen como bolas de pool. Tiene bastante machucada la nariz también.
(+)
(-)
–Hoy me gané la coca y un chocolate –me larga.
Ni le contesto.
Deja a su paciente sobre la camilla a un costado del pasillo con un “vas a tener que esperarme” y se acerca al mío al que le pregunta cómo está. El hombre gruñe. Le mira los ojos, así, sin linterna, (+)
(-) ahora tiene una pupila algo más chica que la otra.
–Le dieron con ganas… –señala la cabeza que acabo de vendarle.
–La bañadera –lo corta la mujer–. La bañadera después del sangrado que lo quiere matar como (+)
(-) al viejo… –gruñe y llora a la vez–. Y usted acá que habla tonteras y no hace nada para salvarlo…
Ahí me meto yo y le resumo el asunto a mi compañero. Se le juntan las cejas al medio y se le frunce la frente. La mira. Se sostienen la mirada unos segundos y, finalmente, (+)
(-) le pide a la mujer que aguarde en la sala de espera mientras hacemos la tomografía, que enseguida sale a contarle lo que vemos. Ella se aleja sacudiendo las caderas y sus hombros anchos.

Lo entramos al tomógrafo y el técnico, apenas lo ve, ladra que estamos locos (+)
(-) y que vamos a destruir el equipo.
–Ustedes saben que no banca este peso ni a palos… –agrega.
–Dale que es solo la cabeza y está judicializado porque lo fajaron lindo –agranda un poco las cosas el emergentólogo.
(+)
(-)
–Hagan lo que se les cante, como siempre –el técnico levanta las manos junto al cuerpo y enfila hacia la consola–. Si se caga, el que te jodés sos vos, con tu sarta de hechos fruta –le escupe.
(+)
(-)
Pasamos al paciente y lo acomodamos como podemos. Ahora sopla más marcado. El camillero sale y con el emergentólogo nos amuchamos en la consola para ver las imágenes: tiene un sangrado en la cabeza, sí. Un sangrado y varias contusiones. (+)
(-) Un sangrado, varias contusiones y, por lo menos, dos huesos rotos.
–Bañadera las pelotas –masculla mi compañero.
Devolvemos al hombre a la camilla del olor a lavandina. Las ruedas giran lento y relinchan. (+)
(-) El camillero hace la mayor parte de la fuerza y yo apenas guío la marcha desde el frente. Mi compañero, que avanza al lado nuestro –su mano acaricia ida y vuelta el borde de la camilla casi de forma compulsiva–, llama al jefe para que le consiga un neurocirujano urgente.
(+)
(-)
La chica de los ojos de pool queda a la espera del camillero que vuelva a buscarla. Por suerte, no tiene más que los huesos de la nariz hechos pedazos. La sacó más barata que los otros dos que subieron a quirófano. La mujer mapache de labios fucsias no está (+)
(-) donde le dijimos que espere.
–¿Pediste intervención policial, no? –me pregunta el emergentólogo mientras avanzamos hacia el shock-room.
Me muerdo el labio de abajo, cierro los ojos y respiro profundo.
(+)
(-)
–¿Te comiste el buzón? –se ríe.
–Por ahí está en el consultorio –murmuro.
El camillero silba el tema del principio cuyo nombre todavía no me sale.
Corro hasta el consultorio. (+)
(-) La gorra y el trapito de planchar la ropa delicada reposan en el piso junto a la mochila salmón. Agarro esta última y la llevo para el shock-room.
Los enfermeros y el emergentólogo acomodan al paciente en la cama. Apoyo la mochila a los (+)
(-) pies y ayudo a conectarlo al monitor.
–¿Y eso? –pregunta mi compañero.
–De la mujer –contesto.
–¿Y no la abriste? –los ojos se le van para adelante.
–Mirá si aparece… –me defiendo.
–Dale –prolonga la A y ahí sí que escupe una carcajada.
(+)
(-)
–Igual hay que hacer recuento de valores… –agrego.
(Los enfermeros anotan todo lo que trae un paciente y lo guardan en una bolsa bajo llave).
Ahí mismo la agarra y la abre, delante de todos. Saca un pijama azul manga corta, un calzón de corazones, (+)
(-) un par de medias blancas con pelotitas, un cepillo de dientes, pasta y un frasco de colonia. Abre los dos cierres y sacude la mochila; no hay nada más. Pasa a la colonia. La huele y pone cara de asco. Me la acerca a la nariz y doy un paso atrás. Parece de pino concentrado (+)
(-) mezclado con desodorante de ambientes medio pelo.
–Ahora sí, pedí la intervención policial, no te olvides… –la tapa, viene hacia mí y me sacude por los hombros–. Y menos de mi chocolate y mi coca.

Marco mientras voy caminando hacia la entrada de ambulancias con la (+)
(-) esperanza de encontrarme con los hombres de chomba y la mujer mapache fucsia apoyados sobre el auto de los bichos de ruta a la espera de un informe. Un trueno me cachetea.
Pido policía y me refugio en el estar. Queda una sola empanada y ni siquiera es de las que (+)
(-) encargué. Indago –con bastante mal humor– en busca del ladrón. Todos juran haber comido solo las propias. Sigo con la propina faltante y con que al próximo lío que entre lo agarre alguien más. El alto me ofrece un café.
(+)
(-)
Voy por el último sorbo cuando golpean la puerta. Es la policía que nunca llegó tan rápido. Son dos, uno pelado más joven y otro de nariz tipo flecha. Preguntan por mis datos –se los doy–, los del paciente –también se los paso–, de la mujer –no los tengo–, de los hombres (+)
(-) de chomba –menos– y del auto. Les hablo de que era oscuro, del barro, de las plumas y de los bichos de la ruta.
–¿Modelo? ¿Patente? –me corta el pelado.
–Era viejo, de la época de mi secundaria, no lo vi tan bien… –murmuro.
La nariz del otro señala mi imbecilidad.
(+)
(-)
–¿Pero el documento de la víctima sí que lo vio? –insiste el pelado–. ¿Lo tiene al carnet?
La palabra víctima me retumba entre los huesos del cráneo.
Mis párpados bajan con el peso de la derrota y se quedan ahí. Por una rendija los veo alejarse con un “gracias” que (+)
(-) no agradece.
Vuelvo a la entrada de ambulancias. Me muero de ganas de prenderme un pucho. Abro la puerta. La tormenta se me ríe en la cara. Mis neuronas tararean “Un poco de amor francés”, de Los Redondos. Me quedo mirando los autos que pasan a través de la cortina de agua.

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