#CosasQuePasanPorSerMédica #34. Postguardia. Muy. Demasiado. Ni sé qué hora es. No creo haber dormido más de dos horas. Dos que pretendía que fueran ocho. Ocho al día. O por lo menos, siete. Siete que últimamente nunca llegan a ser más de cinco. Cinco que hoy no van a ser ni (+)
(-) dos porque ahí está otra vez, casi rabioso. Me tapo con el acolchado y la almohada con tal de que se calle. Suena profundo, agudo. Taladra entre mis neuronas y llega hasta el medio de mis ojos, por atrás de la nariz. Aprieto la almohada contra las orejas –hecha una U en (+)
(-) torno al pelo todavía húmedo– y me quedo quieta. Me lo imagino, a quien sea que esté tras mi puerta, pegado a la madera, intentando captar el más mínimo sonido que le ratifique mi presencia. En realidad, solo me imagino una oreja. Una oreja gigante (+)
(-) adherida cual ventosa a la puerta ahora endeble y porosa. Una oreja de la que salen dos pelos enrulados entre negros. Una oreja con un tapón de cera enorme; no encuentro otra explicación para que toque el timbre así.
El sonido infame parece cesar. Sigo igual (+)
(-) con la almohada compactada contra mi cráneo. Dos segundos. Tres. Diez. Aflojo las manos y abro –mínimo– los párpados. Siento una especie de hormigueo en un brazo. Me pregunto si me habré dormido encima. Lo muevo un par de veces para arriba y para abajo. Va bien.(+)
(-) Entre las rendijas de las persianas se escurren unas pinceladas del sol que unas nubes bastante espesas taparon en mi regreso del hospital. Nubes a las que casi les di las gracias por sacarme el nudo de la culpa –de los hombros, del cuello, del cuero cabelludo, (+)
(-) de la espalda y hasta del traste y los gemelos– por pretender dormir todo el día. Y ahora este sol intenta hacerme cuestionar esa decisión –el sol con la ayuda del timbrazo insolente–, pero no, cierro con fuerza los ojos y me obligo a dormir de nuevo.
(+)
(-)
El grito del borracho de la cabeza abierta mientras los policías lo sostenían para que mi compañera lo suturara –“Déjenme morirme en paz, mierdas”– me hace clavarme las uñas en las palmas. Duele y aflojo. Giro en la cama. La señora bajita llega con el bebé grande (+)
(-) tirando a azul. “Ayuda”, pide, grita, llora. El pediatra casi que lo acuesta sobre su antebrazo y le golpea seco –con el talón de la mano opuesta– sobre la espalda. Uno. Dos. El bebé llora, chilla, toma color. La madre lo agarra, lo apretuja, llora también. Algunas palmas (+)
(-) resuenan alrededor. Yo respiro: hace unos cuantos segundos que no lo hacía. Bajo los hombros –izados por la contractura cada vez más permanente–, inclino apenas la cabeza hacia adelante y busco en el piso algo catapultado –un pedazo de pollo, alguna bolita de vidrio, (+)
(-) un muñeco de G.I.Joe–; no veo más que el un resto de vómito de aroma bastante ácido –regalo sumamente reciente de otro borracho–, una gasa con desinfectante marrón justo al lado del tacho y el envoltorio de una jeringa. Entra un paro. La cardióloga está en el baño (+)
(-) vomitando no sé si por un embarazo de carambola –tiene cinco hijos grandes y una ligadura de trompas pospuesta por la menstruación que amagó a retirarse y que hace poco resulta que volvió– o por la hamburguesa de rata del comedor. Vamos con la pelirroja y el emergentólogo.(+)
(-) Uno, dos, tres, cuatro. Comprimo mientras mi compañera aprieta la bolsa que le mete aire al hombre en los pulmones. La panza se va inflando también. Cinco, seis, siete, ocho. El emergentólogo le apoya las paletas del desfibrilador. Línea plana. Putea. Nueve, diez, once, (+)
(-) doce. La enfermera pone la vía; la vena se rompe. Trece, catorce, quince, dieciséis. Viene el enfermero rubio grandote y prueba; lo mismo. Diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte. El emergentólogo pide adrenalina. Le pasan una maza gigante en su lugar. (+)
(-) La agarra y los ojos le brillan. Murmuro un “no” que se pierde entre la cuenta de mis compresiones. Veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro. Quiero manotear su mano en alto con la maza. Mis brazos, ya de plomo, parecen adheridos al tórax del paciente por unas manos (+)
(-) que no dejan de comprimir. Veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho. La maza impacta en el pecho a la altura del corazón. El emergentólogo sonríe. Ya nadie tiene barbijo. Alrededor comienzan una serie de aplausos y chiflidos. El paciente se sienta, ahí mismo, (+)
(-) también aplaudiendo. Es el profesor que se deleitó boludeándome en farmacología mientras inmortalizaba un dos en mi libreta con la tinta negra de su pluma verde inglés. Felicita al emergentólogo y me grita que estoy reprobada de nuevo.
(+)
(-)
Abro los ojos. Respiro hondo, cuento hasta cinco y saco el aire. Me levanto al baño. Estoy sentada en el inodoro cuando el timbre chilla –con ganas– creo que por tercera vez. Quiero limpiarme, apurarme a la puerta, abrir y rugirle al desubicado que me deje en paz. (+)
(-) Mi cuerpo no obedece; sigue de piedra. Diez segundos, veinte, cuarenta, un minuto y algo. Manoteo papel. Aparezco en la cocina preparándome un café negro que no debería tomar si pretendo dormir algo más. Lo cambio por un té de frutos rojos que me regaló mi abuela. (+)
(-) Hago una nota mental para llamarla. Nudillos espesos golpean la puerta, seco, breve. Uno, dos, silencio. Uno, dos, silencio. Uno, dos, silencio. Suenan a dupletas de un electrocardiograma –una forma de trazado con complejos que se repiten de a dos– cortado arriba (+)
(-)porque el papel no es acorde al aparato. Tiro el saquito del té, agarro la taza y voy para la puerta. Un hombre de cara redonda se deja ver por la mirilla.
Abro así, en jogging agujereado cerca del tobillo, remera manga larga sin corpiño abajo y ojeras furibundas al frente.
+
(-)
–¿Qué pasa? –ni un hola me sale.
Siento el brazo raro de nuevo. No le hago caso.
El hombre me mira desde unos ojos azules tan enojados como los míos con una tira de pelo castaño recientemente implantado haciéndoles de techo. Tendrá cincuenta y largos. (+)
(-) Larga un “al fin” y explica que el encargado le sugirió que viniera. Me endulza con que soy buena gente y que ayudo a los vecinos y pasa a lo suyo sin anestesia mientras recorro los pozos de granos de la adolescencia, las cejas tupidas y las orejas sin pelos enrulados y (+)
(-) me pregunto si alguna vez lo habré cruzado por el edificio. No.
Manguea muestras. Muestras del antihipertensivo que se le acabó. Hace tres días que ya no tiene y hoy –domingo– le escribió a su médico pidiéndole la receta por foto.
(+)
(-)
–Pasaron ya dos horas y no contesta. Y a mí se me van a reventar las venas del cerebro si no tomo eso...
Quiero ladrarle que claro que su médico no le va a contestar un domingo, que se tendría que haber acordado antes, que yo tampoco estoy para esto hoy, (+)
(-) menos en mi descanso postguardia, que anoche apenas llegué a tirarme una hora y que, si no duermo, a la que le van a reventar las venas del cerebro va a ser a mí. Él sigue con que fue a la farmacia y trató de comprarlos sin receta. Sumaban una cifra tan alta –él no es (+)
(-) amarrete, pero tampoco millonario, aclara– que se despachó con el farmacéutico con que lo iba a denunciar por estafador.
Siento olor a quemado. El vecino no parece percatarse; sigue. Así que vino acá, “a ver si puede (+)
(-) ser buena y ayudarme”, sonríe. El brazo me hormiguea cada vez más. Casi que se electrifica. Mis neuronas se mueren por rugirle que no, que cuando me despiertan no soy buena, soy mala de hecho, muy, así que mejor debería irse, lejos, a otro barrio, para no escucharme (+)
(-) mandándolo a freír churros de por vida por desubicado. En vez de eso le cierran la puerta, ahí, sin previo aviso. Casi le da en los pelos nuevos que techan esos ojos azules sobre los que quisiera proyectar mis índices catapultados por los pulgares. (+)
(-) Apoyo la cabeza contra la madera, meto aire por la nariz y cuento hasta cinco.
El olor a quemado es cada vez más fuerte. Viene de acá. Me acuerdo de las tostadas y arrastro los pies hasta la cocina. Apago el fuego, abro la ventana y me pregunto si alguna parte dentro (+)
(-) de los restos carbonizados se podrá salvar si raspo mucho; no queda más pan.
El hormigueo se extiende a la mano. Dejo las tostadas en la mesada.
Vuelvo. Sí. Vuelvo y abro. Él está ahí, puño junto al cuerpo, a punto de golpear –seguramente en dupletas– la madera (+)
(-) de mi puerta de papel. Le entrego dos cajas –las saqué de la medicación de mi abuela y se lo recalco– y le pido sus datos para hacerle las recetas.
–¿Y unas más no me convidará su abuela? –se ríe.
Se me caen unos milímetros los párpados. (+)
(-) Los hombros suben. El traste se frunce y el hormigueo se acentúa. Le ladro que le pida a su médico y que por favor no vuelva a tocarme el timbre si no es una emergencia.
–¿Hoy? –pregunta.
–Nunca.
Agrego un “adiós” y un portazo del que no me creía capaz. (+)
(-) Lo doy con la mano que no hormiguea; la otra parece dormida. Golpea nuevamente y ahora sí que no abro.
Tiro las tostadas, hago fondo blanco con el té ya tibio y vuelvo a la cama. La cabeza arrancó a latirme con furia. Intento llevar la mano hormigueante (+)
(-) al cuero cabelludo. Se queda petrificada como en el sueño. Prendo el velador y me concentro en los dedos de la mano de plomo. Les ordeno cerrarse; no se mueven. Pego un salto y me calzo las zapatillas con la otra mano. Sumo un sweater grueso, campera, barbijo, (+)
(-) celular, billetera y salgo.
Le mando un audio al Peti mientras paro un taxi con el brazo que anda. “Buscame reemplazo para mañana que no sé si no estoy teniendo un ACV” pronuncio con una risa que quiere llorar. El cerebro casi que me explota. El taxista me mira pálido (+)
(-) con un “¿está bien, señora?”. Hago que no con la cabeza mientras casi que le grito la dirección de la clínica seguida de un “es urgente”. Pisa tanto el acelerador que me bamboleo en el asiento de atrás. Me agarro de la manija con mi mano buena y miro el celular en el que (+)
(-) el petiso me pregunta si es joda. “NO”, sale con muchas O. “Clínica”, agrego nomás. Él sabe cuál.
Llego. La fila es eterna; ninguno parece grave. Me adelanto y le digo a la de la ventanilla que creo que estoy teniendo un ACV. Inclina la cara hacia un lado, me panea (+)
(-) con los ojos y me manda a hacer la fila.
–No puedo mover la mano –se la señalo con la otra.
El índice del lado problemático avanza y retrocede unos milímetros. El anular lo acompaña. Es como si titilaran. (+)
(-) La mujer pesca el movimiento, revolea los ojos y me manda otra vez al fondo con un “no se ansiosa que ya la vamos a anotar”. Mi cabeza late cada vez más fuerte y no atino ni a quejarme.
Me siento atrás. Las uñas que una mujer golpea contra el apoyabrazos (+)
(-) horadan desde mis oídos hacia el centro del cráneo. Le siguen la música del videojuego de un nene y un chicle que alguien masca sin piedad. Me envuelvo la cabeza con el brazo hábil –mano en la nuca– y cierro los ojos, albergándolos de la luz –blanca, titilante, casi de (+)
(-) pizzería de los noventa– que también me viene enloqueciendo.
–Señora –escucho a una mujer a lo lejos.
No me reconozco en el término. Tampoco puedo abrir los ojos para verificar si se refiere a mí.
–Señora –insiste.
Alguien me acaricia la espalda.
(+)
(-)
–Doctora –la corrige una voz masculina que me resulta familiar–. Que lo zaparrastrosa no te confunda –me aprieta el hombro–, somos médicos y lo suyo es una urgencia, así que te pido por favor una silla de ruedas y un colega que la evalúe –pronuncia (+)
(-) más seria que nunca esa voz que ahora sé que es del Peti.
Me muero por abrazarlo, pero, apenas giro unos milímetros, mis neuronas comienzan a realizar una especie de harakiri. (+)
(-) Abro los ojos. La luz de pizzería de los noventa acentúa los latidos en mi cabeza ya a punto de explotar.
–Duele –murmuro.
–Ya pasa –promete mientras intensifica el apretuje de mi hombro.
(+)
(-)
Alguien me carga en una silla de ruedas. Me entran a un consultorio en el que un médico de guardia unos diez años más chico que yo con voz demasiado amigable y aguda me pregunta cuántos puntos sobre diez le doy al dolor, si es la primera vez que me pasa, (+)
(-) si tomé algo para calmarlo, si ando muy estresada y hasta si comí chocolate. Quiero ladrarle que hable más bajo y que qué cuernos tiene que ver el chocolate. En vez de eso le contesto bajito: nueve puntos; sí, es la primera vez y no, no tomé nada, ni chocolate.
(+)
(-)
–¿Y el estrés? –insiste.
–Médica de urgencias –pronuncia el Peti dando por concluido el asunto.
Abro apenas los ojos y veo al médico escribiendo la palabra estrés en mayúsculas grandes sobre la hoja del recetario en la que también están mis datos. (+)
(-) Atino a manotear el tacho y vomito mitad adentro y mitad sobre el borde. Me disculpo.
–No se te puede sacar a pasear –el Peti me limpia el pelo con una gasa.
Viene alguien de limpieza. (+)
(-) Me quedo acostada respirando hondo y contando hasta cinco una y otra vez; me duele tanto que quiero llorar.
–Todo listo –escucho.
El médico me toma la presión y me hace una parva de exámenes neurológicos de esos que viví múltiples veces, pero siempre del otro lado. (+)
(-) Respondo lento, ya ni sé si por el dolor o por lo agudo de su voz que me carcome el cerebro.
Me ponen una vía, medicación, me hacen un laboratorio y, al rato, ya estamos en tomografía. Cuando me preguntan sobre la posibilidad de embarazo, niego y el Peti agrega: (+)
(-)
–Ya tiene trillizos, ¿no te parece suficiente?
El técnico me da sus condolencias.
Hasta resonancia me hacen, ya no sé si por insistencia mía o del petiso. Parece que todo bien, escucho por ahí.
(+)
(-)
De vuelta en el consultorio, me dejan dormir un rato mientras esperamos el informe y los resultados. Esta vez mi cerebro simplemente se apaga.
El Peti me despierta no sé cuánto después. Siento que podría dormir el resto del día en la camilla.
(+)
(-)
–A ver esa mano –el médico agarra la de mi lado mocho con la suya–. Apretame –ordena.
Estoy a punto de contestarle que no puedo cuando mis dedos rodean los suyos de forma automática, esta vez con fuerza. Los miro. La luz –todavía de pizzería– me molesta bastante menos.
(+)
(-)
–Bien –pronuncia con entusiasmo, más agudo que nunca.
Su voz no me retumba y ya no tengo ganas de mutearlo.
Bien, digo para adentro mío y largo todo el aire que venía juntando desde que me pidió que le apretara la mano.
(+)
(-)
–Ya lo tendría que haber sospechado. Era vagancia pura lo tuyo –me sacude el Peti por los hombros.
Lo miro y paso al médico.
–Un sustazo nomás. Tremenda migraña –dice el chico.
Miro mi mano, mi brazo, los muevo de nuevo.
(+)
(-)
–El aura… –aclara–. A mí me da parecido cuando le pego duro al chocolate.
(La migraña es un dolor de cabeza intenso, que puede verse acompañado de vómitos, en el que suelen molestar la luz y los ruidos y que, a veces, tiene antes algunos síntomas neurológicos, (+)
(-) “aura” se les llama, que pueden hacer pensar en un ACV).
Imagino su sonrisa detrás del barbijo. Me siento una tarada y a la vez quiero abrazarlo y decirle “gracias” mil veces
La enfermera me saca el suero y el médico me entrega mis estudios. Me indica algo para el dolor (+)
(-) y estudiarme con un neurólogo “por las dudas”. Sugiere también que arranque terapia, que “nunca está de más” “menos para nosotros en estos tiempos” –ni le hablo de que ya estoy en esa–, me receta “un ansiolítico chiquito para la noche” y bajar cinco cambios. (+)
(-) Hasta me da un justificativo para que haga reposo pese a que le explico que no hace falta porque soy suplente y no me puedo pedir médico. Le agradezco –mucho– y le prometo volver a traerle unos chocolates.
–Una coca, mejor –me corrijo enseguida.
(+)
(-)
Se ríe y me pide que me cuide.
–Vos también –me despido.

El Peti me lleva del brazo cual paciente anciana de la guardia.
–Vaga de mierda. Querías faltar por una migraña pedorra… –se ríe–. Ya te conseguí reemplazo igual, así que, aunque insistas, (+)
(-) ya no tenés lugar. Mañana noni noni.
Arranco a protestar y levanta el índice frente a mi barbijo.
–Necesitás un buen rato de cama –sentencia.
Necesito mi cama, sí. Lo repito para adentro de mi cerebro ya menos explosivo y avanzo de su brazo, camino a mi casa, (+)
(-) decidida a llamar a mi abuela apenas llegue; me hacen falta sus mimos.

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