#CosasQuePasanPorSerMédica #28. Bajo del colectivo todavía pensando en la mujer de no más de sesenta con la pierna amputada y la otra que largaba un tremendo olor a gusanos en cuyo talón –por suerte– no le encontré más que tres. Me pregunto si quedarán otros escondidos (+)
(-) en lo oscuro de esos recovecos en los que a la pinza le costaba avanzar; eran como cavernas en forma de serpiente. Miro al cielo, celeste, con alguna que otra nube pomposa –no amenaza a lluvia de esa que tanto añoro para dormir– y ruego que no haya más y que le encuentren(+)
(-) un hogar donde pueda curarse así no termina amputada de este lado también. Respiro hondo y el aire que acaricia mis cuerdas vocales me obliga a cerrarme el polar tan poco acorde a la estación. Cuento hasta cinco para adentro mientras cruzo con los ojos apenas abiertos (+)
(-) y casi me tumba una bici de esas que hacen delivery (me pregunto si llevará un desayuno de cumpleaños e intento recordar quién de mi familia es el próximo en cumplir). El chico me larga un fuck you acompañado de un “pelotuda” antes de subir a la vereda y me (+)
(-) hace acordar a un tipo bastante pintón con el que salí hace unos años, que en la segunda vez que nos veíamos prometió llevarme a “un lugar espléndido que seguro me iba a encantar”. En el camino le gritó a una mujer que cruzaba escribiendo por celular algo así –bastante así– +
(-) como “volvé a la cueva peluda de tu vieja, pedazo de infradotada” y le pedí que me llevara a casa con una excusa mediocre (me produjo vergüenza y rechazo, además casi tuve miedo de recibir un trato similar). No quise volver a verlo –ni siquiera para conocer (+)
(-) el lugar espléndido en cuestión– ni charlar por teléfono. Recuerdo haberle dicho, cuando me increpó sobre por qué de mi “bomba de humo”, que me consideraba bastante infradotada para su persona, y ahí fue él el que no contestó más.
Mis pies se arrastran por los baldosones.(+)
(-) Los escasos autos del domingo a la mañana no logran tapar la queja de los suecos de goma. Freno en la panadería y me compro las tres facturas reglamentarias –hoy un cañoncito de dulce de leche, un vigilante y un coso alargado de hojaldre con manzana– que voy comiendo (+)
(-) por el camino. Llego a casa y solo queda media de la última. Me acomodo el barbijo, me tiro alcohol en las manos y abro la puerta. Llamo rápido el ascensor y, por si baja alguien, escondo detrás de mí la bolsa de supermercado en la que traigo el ambo sucio. Tarda. (+)
(-) Las luces no prenden. Me muerdo la uña del pulgar derecho. Aparece, vacío. Subo. Entro sin que mi vecina de al lado haga ruido con la puerta o las llaves y me pregunto si estará enferma. Hago una nota mental para escribirle en un rato, no quiero despertarla.
(+)
(-)
Mastico el fragmento sobrante de la última factura camino hacia la ducha. Dejo que el agua caliente me extraiga del cerebro la imagen de la señora con cáncer de mama terminal que gritaba del dolor pese al goteo de morfina, hasta que finalmente se durmió. (+)
(-) Me lavo con el jabón con olor a coco el pedido del hijo sobre ayudarla a irse en paz, cosa que no pude hacer por miedo a terminar presa. Masajeo el cuero cabelludo con ese shampoo y acondicionador todo en uno –que cierto hombre abandonó hace (+)
(-) bastante– sin mirar si está vencido. Anoto en mi mente que tengo que ir al chino a comprar eso, queso untable y dulce de leche. Subrayo lo último. Me seco con la toalla peluda mucho más rápido de lo habitual y me teletransporto a la cama.
Me tapo hasta (+)
(-) el pelo –dejando apenas la nariz afuera– y cuento mis inhalaciones y exhalaciones. La puerta del ascensor se abre y se cierra. Los pasos no son de mi vecina. Canto para adentro una canción de misa. Me acuerdo de mi amiga que tocaba la guitarra y lo bien que entonaba. (+)
(-) La paciente del cáncer de mama se agarra que le duele. Rezo medio padrenuestro. Los gusanos no paran de salir del talón de la otra señora y ahora también los larga por los ojos. Sigo con la otra mitad y paso a un Ave María. Un borracho del consultorio tres grita (+)
(-) que no le llevaron la comida. El Petiso le prepara un té con galletitas y lo abrazo de pasada. Me reta por la distancia social y lo hago de nuevo. El borracho se quema con el té y lo revolea. La mujer de los gusanos levanta el vaso y le mete sus bichos adentro. Se los come(+)
(-) como pochoclo y le convida al hijo de la paciente oncológica. Él mastica uno mientras me sugiere que me trague un par “a ver si me ablandan”. El Peti ya no está.
Cerati me saca del suplicio con “Lago en el cielo”. Me siento –empapada– en la cama y manoteo (+)
(-) el celular para posponer de la alarma. No se calla. Me fijo la hora en el reloj violeta que me hace pensar en papá; casi acaricio las diez y veintidós que marca. Las facturas gruñen desde mi intestino. Entorno el ojo derecho en un intento de repeler la luz que se mete (+)
(-) de lleno por la ventana –bajé a medias nomás la persiana– y fijo el izquierdo en el celular; llama un número que no conozco. La mayoría de mis neuronas votan por el botón rojo; la sensata del fondo grita que puede ser para avisarme que alguien de mi familia tuvo un (+)
(-) accidente y me obliga a atender.
Largo un “hola” sin tratar para nada de ocultar mi voz de dormida o incluso haciendo un esfuerzo para que se note.
–Ay, doctora, perdón, ¿te desperté? –es una voz masculina la del otro lado. Suena joven.
(+)
(-)
Revuelvo en mi cerebro intentando dilucidar quién es, o, al menos, arrimar el bochín.
–Sí. La verdad es que sí. ¿Quién habla? –pregunto ya de mal humor porque probablemente sea una consulta médica.
–Perdón. Ay, no, me siento pésimo. Perdón –responde.
(+)
(-)
Me quedo callada. Ya ni me interesa saber quién es. Solo quiero que se digne a cortar y a dejarme retomar mi sueño que, por más nefasto que fuera, es mejor que estar despierta a esta hora en mi postguardia de fin de semana.
(+)
(-)
–Perdón de nuevo –insiste–, pero ya que atendiste...
Sigo en silencio y arranco a contar para adentro mis inhalaciones y exhalaciones; pretendo quedarme dormida apenas le haya respondido la consulta que ya me estoy preguntando si será sobre una uña encarnada de hace una (+)
(-) semana.
–Soy el hijo de la señora fulana –pronuncia un nombre que podría hacer referencia a más de diez pacientes que atendí en el último año–. Mi mamá es la del cáncer… –sigue.
Pienso en el hijo de la señora del cáncer de mama de anoche. No recuerdo haberle (+)
(-) dado el teléfono y creo que su madre no se llamaba así, aunque con el sueño que tengo no estoy segura de nada.
–¿Cómo sigue? –pregunto a ver si recabo alguna pista.
–Mal, vos sabés cómo es esto…
–Horrible, sí, el cáncer es horrible –me siento una forra por no tener idea de(+
(-) quién me está hablando.
–Sí, eso. El cáncer, la morfina, el bolo fecal, lo que le grita a mi papá que se murió hace tres años…
–Le puedo recetar un laxante y unos enemas si te parece… Te mando la foto y los (+)
(-) comprás –lo interrumpo–. Con lo de los gritos no puedo ayudarte, perdón, y siento mucho lo de tu papá –me escucho y sueno de cartón.
Me reto y busco algo para decirle que realmente pueda consolarlo. En vez de eso se me cae el único párpado que permanecía algo levantado. (+)
(-)
–Ya le mandaron, no te preocupes. Pero bueno, yo sé que me diste tu teléfono para ayudarla, eso te lo agradezco hasta el infinito –dice.
Me hace acordar a mi ahijado cuando señala las estrellas y me dice que me quiere hasta “más, más, más allá”. (+)
(-) Me pregunto que estará haciendo y me voy quedando dormida mientras sueño en que corremos por el parque del árbol viejo ese que le gusta trepar acompañados de su cachorro que ya parece de diez años por lo menos.
–Y bueno, no sabía si llamarte, es que (+)
(-) con este domingo tan lindo… –me devuelve a mi habitación sin ahijado, perro, árbol viejo ni cielo celeste.
–¿Con qué los ayudo? –lo interrumpo impaciente por seguir soñando lo mismo.
–En realidad sería más ayudarme a mí…
–Bueno, sí. ¿Te sentís mal? ¿Qué tenés?
(+)
(-)
–Tristeza tengo. Bastante. Tristeza y angustia.
–Entiendo… el tema es que yo psicofármacos no receto. Tendrías que ver a un psiquiatra… –me atajo y hago una nota mental sobre no darle más mi teléfono a los pacientes.
(+)
(-)
Los ojos ojos se me cierran de nuevo pero el ruido a muebles que se golpean me hace abrirlos de golpe. Es una sumatoria de sonidos encadenados: madera, metal, vidrio, ¿libro?. Miro alrededor: no se cayó nada. Paso al techo y lo miro fijo como si pudiera (+)
(-) atravesarlo con mi visión de rayos equis y espiar a mi vecino. “Quedate ahí”, escucho con voz de reto. Es la voz masculina del otro lado del teléfono.
–Perdoná –pronuncia justo antes de que le pregunte si está todo bien–. Es mi mamá, no se queda quieta.
(+)
(-)
–¿Le pasó algo? ¿Se cayó?
–No, ella no. Una mesa alta con cosas. Quiso agarrar una revista desde su silla ella y se le vino…
–¿Pero se golpeó?
–Y sí, se hizo torta.
–Llevala a una guardia entonces...
–¿A la mesa? –se ríe.
Me quedo callada.
(+)
(-)
–La vieja está bien, muy bien desde que la atendiste –agrega.
–Ah, bueno. Menos mal.
–Y por eso me animé a llamarte también…
–Claro, pero como te dije, no receto psicofármacos.
–¿Ehhh? –larga con tono agudo–. ¿Ya me tildaste de loquito?
–¿Cómo?
–Chiste. Que no quiero (+)
(-)pastis para la felicidad, digo.
–Ah… Bueno… –contesto sin entender por dónde va la mano mientras me arranco un pellejo del labio y lamo la sangre algo salada que escupe lenta, pero tenaz.
–Se me ocurrió que, con este día tan (+)
(-) lindo, entre tu trabajo tan pesado y mi vieja que tan mal me tiene… –no termina la frase.
Yo tampoco lo ayudo. Me quedo en silencio y le pongo negrita a mi última nota mental.
–Nada. Pensé que tal vez querías ir a tomar un café.
(+)
(-)
Ahí sí que mis párpados que tiraban para abajo se abren completamente.
–Disculpame –arranco–, espero que la cosa mejore pronto, pero no creo ser la persona acorde.
–¿Por qué? Si me encantaste… Y eso del teléfono…
–Es que no mezclo el trabajo con la vida personal –sigo.(+)
(-)
–Pero la paciente fue mi vieja, no yo. Además, ya ni es tu paciente… Si la atendiste una sola vez por la guardia…
–Igual, no corresponde –insisto.
–Bien que me diste el número… –emite un chasquido de lengua con paladar.
(+)
(-)
–Para tu mamá, por si podía ayudarla porque sé que en pandemia se complica…
–Claro –prolonga la A y me lo imagino con una sonrisa engreída.
–Bueno, discúlpame, no quise que se malinterpretara, pero el teléfono era solo para eso –pronuncio firme, seca, con los labios (+)
(-) contraídos.
–¿Vas a pasar este domingo radiante sola entonces? ¿No te parece que es mejor conmigo?
–Estoy muerta así que lo mejor es con mi almohada –le retruco.
–Bueno, te llamo otro día que no estés tan cansada entonces.
–Prefiero que no.
(+)
(-)
–¿Te me hacés la linda ahora? Bien que cuando me diste tu número me revoleaste las pestañas.
Me quedo callada, respiro hondo y cuento hasta cinco.
–¿Te digo la verdad? No tengo idea de quién sos…
–Ah bueee… Ahora te hacés la dolobu…
(+)
(-)
–Espero que tu mamá siga bien. Vuelvo a dormirme. Saludos –le largo y cuelgo.
Cierro los ojos y me tapo hasta el pelo otra vez. Llego a contar tres respiraciones y Cerati vuelve al ataque. Rechazo la llamada y muevo rápido los dedos hasta silenciar el (+)
(-) teléfono por primera vez en meses.
Retomo el baile de inhalaciones y exhalaciones. Me obligo a pensar en mi ahijado, en la plaza y en su cachorro envejecido. Mi cerebro trata de recordar las pacientes a las que le di mi número de teléfono y si en alguna (+)
(-) circunstancia hubo algo similar a un mínimo coqueteo; no encuentra coincidencias. Sigue por ocasiones en las que el sol me haya dado en los ojos y me haya hecho pestañar; tampoco. Intenta recapitular todas las “fulanas” que atendí y las caras de sus hijos. Gracias (+)
(-) si logra ubicar las de dos o tres de las pacientes. Sacudo la cabeza y doy un giro de ciento de trescientos sesenta grados hacia el medio de la cama. Mis brazos y piernas se extienden en un intento de equis en el que cada tanto me despierto. Paso a la misa de los doce y (+)
(-) canto para adentro. La que dirige el coro me reta porque desafino. El petiso se mata de risa y baila sacudiendo las pestañas.
Suena el timbre, breve y seco. Son dos timbrazos como cuando piden ropa. No junté nada. Me tapo la cabeza con la almohada y pienso otra vez en las (+)
(-) chicas y en la última vez que nos juntamos a tomar mate. Hago una nota mental para organizar para ir a caminar a la plaza con la única soltera sin hijos que vive cerca. Otra vez el timbre, esta vez profundo, con saña. Déjenme dormir. Aprieto la almohada contra las orejas (+)
(-) y pienso en el Peti. Tal vez podría llevarlo a dar una vuelta manzana, hay que ver si no se agita. Hago otra nota mental para preguntarle. Ruido a madera, a puerta, a MI puerta. Me siento en la cama y mis neuronas se preguntan si el encargado habrá dejado entrar a (+)
(-) los que piden ropa. Giro la cabeza y miro alrededor. Los golpes se repiten. Me planteo hacerme la sorda hasta que se vayan y los párpados que tiran para abajo apoyan la moción. Acabo de cerrarlos de vuelta cuando alguien me llama por mi nombre. Mi nombre solo, no doctora, (+)
(-) mi nombre y un “¿Estás?”. Pienso que tal vez se esté incendiando el edificio y me levanto de un salto. Me pongo un buzo sobre la remera casi transparente que uso de pijama, una calza y me apuro a la puerta arrastrando las pantuflas que suenan bastante más suaves (+)
(-) contra el piso de madera que los suecos de goma de la guardia.
Me asomo a la mirilla. Del otro lado hay alguien con una máscara rara que parece un astronauta. Pregunto quién es y la voz de mi vecina de las galletitas ricas me devuelve un “Menos mal”. Abro. (+)
(-) Tiene puesto medio bidón de agua mineral atado con un elástico en torno a su cabeza enbarbijada. El perro ladra desde al lado con un intento de máscara haciendo juego.
–Creo que me vas a tener que hisopar –me saluda ella–. Tengo diarrea y fiebre.
(+)
(-)
Levanto la mano derecha en señal de que frene. Entro, me visto, me pongo el N95, la máscara, unos guantes y busco mi instrumental médico mientras el perro ladra y aúlla. Salgo y señalo la puerta del departamento contiguo al cual entramos, primero el perro, (+)
(-) y luego nosotras. Es como el mío, pero en espejo. Las paredes están cubiertas de cuadros y tapices que hacen que mi casa me parezca desnuda.
Nos sentamos en un sillón de pana verde. El perro se acuesta al lado y mastica parte de la máscara. (+)
(-) Le acaricio la cabeza y ladra dos veces –grave, tirando a ronco– para volver a la máscara. La interrogo. Tiene fiebre y diarrea, sí, pero también náuseas, ardor al hacer pis y sensación de que se queda con ganas cuando va a orinar, cosa que hace cada dos por tres, (+)
(-) aunque sean unas gotitas nomás. Le pido que se acueste para revisarla: no está taquicárdica, satura bien, ahora está sin fiebre –se tomó un paracetamol hace un rato–, su presión está normal y le duele la panza justo encima del pubis y a ambos lados del ombligo, (+)
(-) aunque sin signos que me hagan preocupar. Le pido que se siente y le escucho la espalda: nada. Cuando le golpeo a los lados de la columna con el lado meñique del puño cerrado, se queja sobre el lado derecho.
Le paso alcohol igual por las dudas a mi (+)
(-) estetoscopio y a los aparatejos y los guardo mientras le explico que no creo que necesite un hisopado, pero que sí, debería ir a una guardia, porque parece tener una infección urinaria con afectación del riñón derecho.
–Ni loca –larga apenas termino de hablar.
(+)
(-)
–Es que habría que hacerte un análisis de sangre, uno de orina y una eco renal… –insisto.
–No voy a ir. No. Ni lo digas.
–Sería importante…
–¿Así me agarro el virus? No.
–Es que hay que ver cómo están funcionando tus riñones y si hay algo que amerite internarte.
(+)
(-)
–Menos. No me voy a internar. Te tengo a vos acá. No –pronuncia rotunda.
–Pero yo no tengo suero ni antibiótico endovenoso en casa…
–No voy a necesitar eso, estoy bien.
–Es que al menos andá y hacete el análisis de sangre.
–Me hice ya uno.
–Ah, ¿ya consultaste (+)
(-)entonces? –indago.
–Sí, hace un mes mi médica me hizo un control.
–Claro, pero necesitaríamos un laboratorio de ahora.
–No hinches. Miralo. Vas a ver que vengo bien...
Se levanta, saca unos papeles del cajón de un escritorio de madera junto a la pared (+)
(-) opuesta del living y los revuelve. El perro la sigue y le ladra.
–Este quiere salir justo ahora –me entrega los análisis.
Es verdad que estaban bien. La convenzo de al menos tomar una muestra de urocultivo en un frasco que tengo en el placard del baño para (+)
(-) situaciones como esta, que lo guarde en la heladera y yo mañana lo llevo a la guardia. Le hago prometer que si en cuarenta y ocho horas de antibiótico –unas muestras que tengo en la mochila– no está mejor, o si en el medio empeora, va a consultar. Hace una cruz (+)
(-) con el índice y el pulgar y la besa.
Voy un segundo a casa, busco el frasco, unas gasas –les tiro pervin0x–, el antibiótico, dejo mis cosas, vuelvo y le entrego todo. Le explico cómo tomar bien la muestra mientras agarro la correa del perro –ya sin máscara, la cual (+)
(-)prácticamente destruyó– que ahora me ladra, pero de alegría, mientras me salta alrededor. Salimos mientras ella me promete una doble ración de galletitas.
El bicho me lleva a las corridas al primer arbolito que encuentra y casi me tumba durante (+)
(-) gran parte de nuestra vuelta manzana. Lo dejo atado en la puerta del chino y le pido a la china de la caja que me lo mire mientras busco de una corrida lo que necesito y agrego un chocolate relleno de galletitas. Volvemos y le entrego a mi vecina el chocolate –que (+)
(-)le aclaro que es para cuando se le vaya la diarrea– y el perro.
–Te abrazaría –dice, pero no lo hace.
Entro a mi departamento. Me lavo las manos y meto al lavarropas la ropa de recién y el ambo de ayer, todo en un programa largo. Me enfundo en una remera vieja y busco el (+)
(-) celular que dejé abandonado: quiero poner la alarma en no menos de tres horas. Encuentro un mensaje de un número que no tengo agendado, pero que me imagino de quién es: “Vos te lo perdés” escrito en mayúsculas que gritan. Aprieto los labios y me río para adentro (+)
(-) como si estuviera en la guardia. Le mando un mensaje al Peti para dar una vuelta manzana a la tarde, aprovechando que el día está lindo. Responde con una mano con el meñique y el pulgar estirados y el resto de los dedos doblados, seguida de un “duermo”. Sonrío (+)
(-) y me zambullo a hacer lo mismo.
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#CosasQuePasanEnLaGuardia #113. Estar médico, seis de la tarde. Afuera diluvia. Los consultorios están llenos y la lista, vacía. Hace media hora que no viene ni una ambulancia, y casi que la calma asusta, aunque intento no pensar en eso. Volvió la pelirroja –totalmente (+)
(-) recuperada salvo por el agotamiento– y trajo cosas ricas. Hay cuadraditos de torta de ricota, pastafrola de batata –¿a quién se le ocurre tremendo pecado?–, triples de jamón y queso, jamón y huevo, jamón y tomate –tomate fresco, dulzón, casi que parece cherry–, (+)
(-) queso y choclo –turbio–, jamón y aceitunas y unos con palmitos de los que rebasa la salsa golf, papas fritas, palitos y hasta chizitos. Para tomar: coca y dos de esos jugos diluidos que no me llaman. El olor es a fiestita de cumpleaños de primaria de esas que tanto nos (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #112. PRE-COVID. Las traen juntas en una sola ambulancia. Son las once de la noche, pero se sienten como las tres de la mañana. Mi estómago emite un gruñido que me recuerda las tres porciones de pizza que traje en un (+)
(-) tupper y metí en la heladera; espero que no me las coman. Las recibo junto con la pelirroja que constriñe tanto los labios como las fosas nasales. El médico de la ambulancia nos cuenta que vienen de un departamento enorme –del segundo piso de un edificio antiguo (+)
(-) de esos de techos altos y puertas con ventilete arriba– con solo dos habitaciones en uso, que el resto estaban tapadas de bolsas con restos varios de los que no puede descartar que alguno fuera humano. Cuenta que la que dio aviso fue una vecina y la mujer aparece (+)
#CosasQuePasanPorSerMédica #27. Ocho de la mañana. No vino nadie a relevarnos y mi compañera me pide que haga el pase sin ella: tiene que reemplazar al marido –que entra de guardia a las ocho en un hospital de provincia al que siempre llega algo tarde, (+)
(-) aunque tampoco tanto– en el cuidado de la beba a la que dejó sola doce horas de corrido por primera vez. La noche estuvo tan movida que ni tiempo de sentirse culpable le dio; la mitad llena del vaso. Le digo que vaya, que yo me ocupo, y me siento en la silla (+)
(-) de tapizado rojo deshilachado –que ruge, disconforme– a esperar a los de la guardia entrante. Ella se mete en el baño a cambiarse y protesta por el olor a cloaca al que se desacostumbró durante su licencia. Le grito que es solo por su bienvenida y al menos putea riéndose. (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #111. PRE-COVID. Guardia de sábado, once de la noche. Avanza con las manos hechas un nudo sobre la parte alta de la panza un poco hacia la derecha. Tiene el torso inclinado para adelante y sus raíces blancas me hacen (+)
(-) preguntarme hace cuánto que no me tiño. Subo una mano a las mías y las recorro de adelante hacia atrás como si los pulpejos de mis dedos tuvieran algún superpoder –u ojos diminutos– que les permitiera evaluarlas. Pienso en lo estúpido del gesto y se me pinta (+)
(-) una sonrisa que entiende que es mi segunda guardia al hilo.
–No. No se me burle usted también. No me vaya a tratar de pirada, no se lo permito… –me larga la mujer de las raíces que ya está a unos breves pasos de la puerta del consultorio.
Se acerca aún más con (+)
Comparto. El refuerzo nunca llegó. Somos los mismos desde el inicio en la lucha. Estamos agotados. Salen malos modos, malos tratos, sin darnos cuenta, porque no podemos más. Un bono de $5000 por mes y cinco días de vacaciones no alcanzan. Necesitamos que nos cuiden en serio. (+)
(-) El recambio de barbijos cada mes es una vergüenza, si querés cambiarlo porque está empapado y ya no sirve te cuestionan. Los camisolines cada tanto vienen más finitos. Los barbijos que nos dan para los pacientes con covid son un papel. No nos tomamos vacaciones desde (+)
(-) el principio, ahora nos van a dar cinco días que nos van a descontar de las vacaciones que no nos dejan tomarnos. ¡En cinco días nadie acomoda su cabeza y cuerpo maltrechos! No tuvimos paritarias ni aumento pese a que el trabajo se multiplicó y nuestro riesgo también. (+)
#CosasQuePasanEnLaGuardia #110. Once de la noche. Camino rápido por el pasillo de los consultorios de guardia –sin notar el quejido de mis suecos contra el piso– con una máscara de oxígeno con reservorio para conectarle a una chica con sospecha de Covid (+)
(-) que satura noventa y uno y que respira rápido. Sé que si no mejora pronto, va a terminar intubada. Escucho pasos que se acercan, pasos pesados que suenan a hombre fornido. Se alternan veloces, aunque no corren. Son del de seguridad de la entrada que me alcanza a (+)
(-) la mitad de mi recorrido y me frena con un “Doctora” que no aguarda respuesta.
–Afuera en un auto hay un hombre que dicen que está muy mal –me larga agitado.
–¿Quiénes dicen?
–La familia.
–¿Y qué le pasa?
–Eso, que está muy mal.
Le indico que lo entren al consultorio(+)