#CosasQuePasanEnLaGuardia #118. Once y cuarenta de la mañana. Vine de reemplazo y somos tres nomás para todo. Quedé sola en la UFU y ya tengo los hombros hechos piedra y la cabeza que me late. Con la suma de barbijos y la máscara no huelo nada, pero estoy segura de que (+)
(-)que mi desodorante ya fue reemplazado por un aroma a chivo potente. Acabo de llamar a un hombre de unos setenta con andador cuando se acercan. Ella tiene una mancha color vino tinto en la mejilla izquierda –le sobresale hacia arriba y hacia atrás del barbijo– y él un lunar (+)
(-) tirando a cuerno –del que salen unos cuantos pelos negros– en la frente. Se quejan porque hicieron cola adentro y el orientador los mandó para acá donde otra vez les toca ir a la fila.
–Ese mocoso no entiende que esto no es (+)
(-) el virus. Alguien que le explique porque es duro –el hombre prolonga la U de la última palabra mientras su mujer tose.
El paciente del andador apura el avance (parece que se ve venir la puenteada). Llega a la puerta del consultorio y apoya con fuerza las patas del coso (+)
(-)remarcando que le toca a él. Resuenan contra el piso que nunca me pregunté de que es –tampoco logro dilucidarlo– y emiten cierto eco hacia arriba. Entra, gira y observa, atento, balconeando cabeza y torso sobre el andador.
–A ver si alguien me escucha –insiste el del lunar.+
(-) El del andador lo mira y niega.
–Nos dijeron que no tenemos el covid –informa la mujer, respira hondo, y tose.
–¿No ven cómo está? Tiene la EPOC ella –el marido la señala–, la tienen que ver allá.
Agarro el saturómetro y le pido al del andador que me aguarde un segundo.(+)
(-)
–Todos vivos son acá –protesta.
Voy de una corrida hacia la mujer y se lo pongo. Mis suecos de gomas traquetean sobre el piso.
–Cuénteme qué le anda pasando –le pregunto al marido mientras el aparato lee.
Ella no puede ni hablar.
–Está con tos desde anoche, hoy peor.
(+)
(-)
–¿Y está usando su medicación del EPOC?
–Los chuff, sí, pero nada.
–¿Fiebre tuvo?
–No, ni fiebre ni el virus. Somos negativos –refunfuña él con los brazos a los costados que suben y bajan en un gesto de que yo tampoco entiendo.
(+)
(-)
Miro el saturómetro. Marca 92% ahora que dejó de toser (no está mal para alguien con EPOC).
–¿Se hisoparon?
–Anteayer nos dieron el negativo.
–¿Pero ella no empezó con los síntomas ayer?
–Hubo un contacto antes con mi compadre que está internado. Fue con (+)
(-) barbijo igual –se señala el tapabocas.
Me ahorro el discurso sobre la distancia social y que el tapabocas no es barbijo y observo a la mujer que dejó de toser, pero sí, respira algo rápido. Les hago señas para que me sigan al otro consultorio –en el que debería (+)
(-) haber un médico más atendiendo– mientras me asomo al primero y le pido al hombre del andador que me espere.
–Puro vivo –repite.

La mujer de la mancha vinosa se cuelga del codo del señor del lunar-cuerno y avanza lento, pero con la respiración rápida, (+)
(-) demasiado rápida para saturar así. Llegamos y, antes de entrar, le pregunto a él si también tiene síntomas.
–Tengo un resfrío nomás –se ataja.
Estoy a punto de pedirle que espere afuera cuando una neurona un poco más despierta me (+)
(-) susurra que lo haga pasar. Mastico la idea y la acato.
Entran juntos y se quedan parados, ella inclinada hacia adelante con las manos apoyadas los muslos. Le indico que se siente en la camilla, que empiezo por ella; lo hace y él la imita.
(+)
(-)
Arranco con el interrogatorio y la mitad me lo responde él. Cincuenta y dos años, tabaquista severa de toda la vida, hipertensa y con colesterol alto. Fueron a un asado por el cumpleaños del “compadre” que “no tenía síntomas ahí, solo estornudos de alergia” y (+)
(-) a los dos días el hombre cayó internado por una neumonía que resultó ser por Covid.
–Apenas supimos fuimos a la obra social y nos hisoparon –agrega él.
–¿Sin síntomas? –indago.
Me resulta raro, no es así el protocolo.
(+)
(-)
–No íbamos a esperar. Yo tenía un amigo ese día –infla el pecho y sonríe sobre el tapabocas de independiente que se le fue bajando.
Se me contraen los músculos de los hombros y aprieto las muelas. Pienso en el hombre del consultorio de al lado que llegó (+)
(-) primero con su andador; él no tiene obra social ni un amigo que lo acomode.
–¿Y por qué no fueron a ver a su amigo hoy? –le largo mientras le señalo que se acomode el tapabocas. No me puedo contener.
–No vive ahí –se ríe.
(+)
(-)
La mujer tose y me roba de la discusión que igual no quiero tener. Me aboco a ella. Respira rápido, bastante, pero la saturación sigue en noventa y dos. Está taquicárdica y dice que la falta de aire empezó hace un rato, en la sala de espera de la guardia. Le pongo (+)
(-) el termómetro y le escucho la espalda a la vez. La escasez de ruidos feos me cachetea: esperaba un concierto. Fiebre no tiene y la presión safa.
Me pongo alcohol arriba de los guantes, me saco el primer par y manoteo mi teléfono. Le mando un mensaje al más alto de los de (+)
(-) adentro para meterla en la guardia; no hay adonde. Le pido que apenas se haga un hueco se lo reserve y recibo un pulgar en alto.
Paso al marido. Tiene mocos y dolor de garganta, pero está estable. Cincuenta y siete años, no fuma, toma algo, aunque no tanto y no mucho más.(+)
(-) Al revisarlo, está re entero.
Interrogo por los contactos estrechos. Desde el negativo vieron a sus tres hijos, a unos cuantos amigos, a la suegra de él y a la tía de ella. Tiemblo.
Los hago pasar al lugar del hisopado.
–Todos vivos –grita el hombre del andador con voz (+)
(-) rasposa y carraspea. Le digo que ya voy y me apuro con la pareja; quiero entrarla a ella a la guardia apenas sea posible.
El marido tiene el tabique tan torcido que termino hisopándole la garganta desde la boca. La mujer se queja de que por qué con ella no (+)
(-)hago lo mismo y saca la cabeza hacia atrás y al costado mientras me adentro por su primera fosa nasal. Cuando giro el hisopo al fondo, lagrimea y tose. Con el segundo, putea.
Salgo, entrego los hisopos, me descambio –paso a paso como siempre, cada nueva guardia, más rápido;(+)
(-) cada hora que pasa, más lento– y dejo pedida la placa de él. Voy para el tomógrafo –ella amerita tomo directo– y el técnico –uno que no conozco– me dice que la lleve en dos horas, que está con estudios programados y que ahora imposible.
–No me gusta cómo está ella, en (+)
(-)serio –casi ruego.
–Los que tengo son cánceres… a ellos tampoco les gusta.
Insisto, pero nada.
Voy para la guardia en busca del jefe. Está en una reunión. Espero que sea sobre los refuerzos que no llegaron o las vacaciones que no nos dejan tomarnos: no doy más.
(+)
(-) Vuelvo a la UFU y me ocupo del hombre del andador que gruñe por la espera. Es un fumador empedernido con tos, dolor de garganta y diarrea que pretende hisoparse y volver a donde vive amontonado con la hija, los nietos y un biznieto. La hija, encima, es (+)
(-) asmática. Le explico que va a tener que quedarse y gruñe unas cuantas quejas que apenas escucho.
–Ni un calzón traje. Usted me hace el hisopado, yo voy, busco mis cositas y le prometo que vuelvo –se ríe.
Me veo venir el desenlace.
(+)
(-)
Termino con él y lo deposito a esperar el hisopado (me es más fácil interrogar y revisar a varios y después hisoparlos al hilo).
–A ellos no los hizo esperar –protesta.
No contesto.
(+)
(-)
Llamo a un hombre en silla de ruedas. Quiere hisoparse porque en la panadería en la que trabaja van muchos clientes con Covid. Cuando le digo que no cumple con los criterios me putea y se niega a irse. Hablo con el jefe y me dice que lo hisope igual. Aprieto las (+)
(-) muelas, los puños y los músculos de mis hombros se vuelven de piedra. Respiro hondo, cuento hasta cinco y vuelvo a hacerle la ficha. Estoy en eso cuando el hombre del lunar-cuerno me golpea la puerta que su mujer está peor. Salgo a verla.
(+)
(-)
–Yo de acá no me muevo sin mi hisopado –me grita el de la silla de ruedas.
Le regalo un pulgar en alto y sigo hacia la mujer que satura un punto menos y respira aún más rápido. Se me paran los pelos del cuello. Entro y se la presento al emergentólogo.
(+)
(-)
–¿Cuánto satura? –me pregunta mientras come una hamburguesa.
Mi panza hace ruido de la envidia.
–Noventa y dos cuando llegó, ahora noventa y uno.
–¿No te parece que es para clínica eso? Es EPOC… debe vivir así –mastica otro bocado.
(+)
(-)
–Es que su frecuencia respiratoria está por encima de treinta –insisto.
(Eso es muy malo)
–¿La contaste? –sube una ceja.
–De verdad creo que deberías verla.
Se queda callado y me mira. Da otro bocado, mastica y traga.
(+)
(-)
–Traela… Si veo que no es para mí, te la llevás, eh. Mirá que no tengo lugar.
Bajo y subo la cabeza cual resorte y salgo corriendo a buscar un camillero que mágicamente aparece con una silla. Se cambia rápido mientras el hombre del andador sale y reclama su hisopado. (+)
(-) Lo reto que vuelva a su lugar y ladra que él estaba antes. Le aseguro que ahora vuelvo y golpea el coso contra el piso con furia.
Llevamos a la mujer. El emergentólogo –enfundado en camisolín, guantes, barbijos y una máscara que parece intergaláctica– me señala una camilla(+
(-) en el pasillo.
–Es sospecha –remarco.
–Si la meto adentro y solo era su EPOC, la mataste –contesta haciendo alusión a que en el shock-room hay puro paciente con Covid.
–No me parece que sea su EPOC, no tiene casi ruidos… –insisto.
(+)
(-)
Él ya está con el estetoscopio apoyado sobre la espalda de la señora y me hace señas para que me calle. Termina y me pregunta por el electro.
–No tengo para hacerle en la UFU –le aclaro.
–¿Y no te parece importante hacerle uno? –me chicanea.
(+)
(-)
En mis neuronas se prenden fuegos artificiales y la que antes me susurró grita el diagnóstico que olfateaba en el trasfondo sin llegar a volverse plenamente consciente. Sí, el electro y la tomografía son muy importantes.
Me apuro a buscar el aparato mientras él mete (+)
(-) a la paciente al shock-room, la enchufa al monitor –ya satura bastante menos– y le pide un laboratorio y vía urgente.
Entro, hago el bendito electro y se lo entrego. Lo mira en silencio con una velocidad que envidio más que su almuerzo y baja la cabeza.
(+)
(-)
–Bien, me la quedo –me larga y se va a mostrárselo al cardiólogo.
Él también hace que sí.

Vuelvo a la UFU. No veo al hombre de la panadería. Hisopo a unos cuantos que fueron al velatorio de Maradona, otros de una fiesta clandestina y a una mujer que no sale salvo (+)
(-) para ir al chino de la vuelta, todos con síntomas. Un hombre se queja porque no lo hacemos pasar y pretende hisoparse para viajar a Europa. Dice que vino ayer y no lo atendieron y que, si no tiene el resultado a tiempo por nuestra culpa, nos va a demandar. (+)
(-) La administrativa le está explicando que somos pocos y hacemos lo que podemos.
–Bastante poco pueden –le retruca él.
Aprieto las muelas, los puños –no me clavo las uñas en las palmas solo porque tengo dos pares de guantes– y se me ponen duros los músculos de los hombros, (+)
(-) el cuello y hasta el traste, sé que van a terminar agarrotados. Quiero gritarle que no tiene idea de todo lo que pudimos hasta ahora y que no fue gracias a gente como él, pero me lo trago. En lugar de eso le contesto que los enfermos son prioridad y vuelve a la fila (+)
(-)rumiando que no puede ser, que vino a las siete de la mañana y todavía no lo hicimos pasar y otras tantas pavadas más.
Sigo en lo mío, con muchos más pacientes que en las últimas semanas y el hombre del lunar-cuerno –que estaría para derivarse a hotel porque la placa dio (+)
(-) bien– aparece –con su tapabocas de independiente con la nariz afuera y el barbijo quirúrgico que le dimos envolviéndole el cuello– preguntando por su mujer. Le explico que no puede salir del lugar donde quedó aislado, que pone en riesgo al resto de la gente, (+)
(-) y le pido que se acomode el barbijo.
–Necesito saber… –insiste.
Le prometo ir a averiguar, pero que por favor vuelva a donde lo ubicaron.
–Yo quiero verla, es mi mujer –me larga.
–Entiendo, el problema es que usted por tener sospecha de Covid no puede estar (+)
(-) deambulando por el Hospital, por eso le digo que le averiguo.
–Pero yo ya le dije que somos negativos, ustedes no entienden –sigue
–Es que un hisopado negativo no descarta del todo, menos si fue hecho antes de que tuviera síntomas…
(+)
(-)
–Pero a nosotros nos llamaron y nos dijeron que no teníamos el virus –la voz le sale algo más aguda y entrecortada. Está bastante rojo.
Lo guío hacia el cuartito donde lo dejaron en aislamiento a la espera del taxi que lo lleve al hotel al que ya dijo que no piensa (+)
(-) irse –lo entiendo– y le prometo por enésima vez averiguarle cómo está su esposa. Entra, me mira y, apenas cierro la puerta, la vuelve a abrir unos centímetros. Siento sus ojos en la espalda mientras me alejo.
(+)
(-)
Avanzo al shock-room y confirmo lo que temía: la mujer hizo un coágulo en algunas de las arterias del pulmón –un Tromboembolismo Pulmonar, algo que el coronavirus da algunas veces–, y está bastante fea, intubada.
Camino hacia donde está el marido pensando en cómo (+)
(-)
transmitirle esto, y, sobre todo, en cómo explicarle que no puede pasar a verla cuando me cruzo con el alto: sigue lleno adentro.
Llego a lo del hombre del lunar-cuerno. Tamborileo los dedos sobre el marco de la puerta del lado de afuera –veloces y casi enredados– unos (+)
(-) segundos antes de arrancar. Apenas percibo el crich de los guantes contra la pintura descascarada. Respiro hondo y cuento hasta cinco. Ni contar hasta cincuenta alcanzaría. Le explico que su mujer hizo unos coágulos en el pulmón, que por cómo dieron el laboratorio (+)
(-) y la tomografía probablemente sí sea por Covid, que ya se empezó el tratamiento correspondiente –anticoagulantes y rezar, pienso – pero que hubo que intubarla y que ahora toca esperar.
–Necesito ir a verla, doctora –me frena.
(+)
(-)
Aprieto los párpados un segundo y los abro enseguida en un intento de mostrarme firme. Me encantaría llevarlo, pero es imposible. Le explico que no lo van a dejar entrar a donde está ella, que es una terapia intensiva llena de pacientes con Covid.
(+)
(-)
–¿Pero no era que yo tenía el virus? ¿Cómo no puedo entrar? –pregunta con la voz en alza y la cara ya tirando al color de la mancha de la cara de su mujer.
–El tema es que no sabemos si usted lo tiene realmente o no, el hisopado no está todavía.
(+)
(-)
Pienso en que igual si lo tuviera no va a poder ir deambulando por los pasillos para verla, y, si no, tampoco podría entrar a esa área en las que las visitas están prohibidas y se me anuda el pecho. Lo aprieto sutilmente con el talón de la mano derecha enguantada y (+)
(-) decido no tirarle esa bomba, al menos no por el momento. Se me ocurre una idea y la mastico, no sé si es lo mejor, pero es lo que me gustaría que hicieran conmigo. Le ofrezco hacer una videollamada con mi celular –envuelto en una bolsa de guías de suero– para (+)
(-) que pueda ver a su mujer y mandarle buena onda.
–Está bien, sí, hágame el favor… –se le caen un par de lágrimas.
Yo respiro hondo para no largarme a llorar también y anoto su número. Él mantiene la puerta entreabierta y otra vez me ve alejarme.
(+)
(-)
–Doctora –me frena–. ¿Cómo puede ser? Nosotros éramos negativos…
Aprieto los ojos y las muelas antes de girar hacia él.
–Eso ya está. Ahora lo que importa es hacer todo lo posible para que estén bien –le largo y me suena a frase trillada que ni sé si me gustaría recibir.(+
(-)
No se me ocurre otra.
Voy al shock-room. El emergentólogo y el cardiólogo no están. Una enfermera tira un pañal sucio y va hacia la puerta donde se descambia y sale. Miro alrededor: son todos pacientes intubados, pálidos, desnudos, tapados hasta las axilas –con suerte– con+
(-) sábanas blancas salpicadas por pervin0x y sangre. Recorro los trazos de los de los monitores, las líneas de colores que marcan para dónde va la vida. Recuerdo a mi abuelo, no tan grande, conectado a sensores y bombas. Tras una semana de siesta se lo llevó un trazo plano (+)
(-)con el que cada tanto sueño. Suena una alarma: se acabó un suero. La pauso un segundo y me acerco a la mujer de la mancha color vino que ahora noto que se asemeja a Sudamérica. Tiene media teta al aire. Le subo la sábana y le acomodo un poco el pelo mientras le explico –como(+
(-) si me entendiera– que voy a llamar a su esposo que la quiere ver. Agarro el teléfono. No logro desbloquearlo entre el plástico y tanto guante. Me saco un par. Al tercer intento, va. De nuevo la alarma. Miro el monitor: todo estable. La callo otra vez y me apuro a marcar. (+)
(-) Enfoco mi cara primero. Le explico, ahora al marido, que va a ver un tubo adentro de la boca de su mujer, que es para ayudarla a respirar y que no se asuste. Hace que sí apenas con la cara.
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(-) Habla con voz dulce de que no pasa nada, que ya se va a poner bien pronto. Mis ojos pasean por el monitor que no pinta el mismo panorama y enseguida se refugian en las juntas de los azulejos: las siguen como cuando era chica y con mis primas hacíamos dibujos en el aire. (+)
(-)
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(-) agradece. Cuelgo. Respiro hondo y cuento hasta quince. Me descambio, salgo y les aviso de la alarma a los enfermeros.
Vuelvo a la UFU. No almorcé, pero ni tengo hambre. Necesito un café y un alfajor rico. O mejor una ducha larga con el agua pelando arañándome la espalda (+)
(-) y mil horas en mi cama. Estoy a punto de ir a comprar cuando me avisan que hay un paciente que se está poniendo denso.
–¿El del andador?
–Ese tiró bomba de humo cuando vio que de verdad se tenía que quedar. La otra joyita –se ríe la enfermera.
(+)
(-)
Me asomo y veo al de la panadería con su silla de ruedas.
–Doctora –prolonga la segunda O–. ¿Ahora sí me va a hisopar? Le dije que no me iba a ir a ningún lado.
El del viaje a Europa –que resulta que tiene el plan más alto de una prepaga top– me saluda desde atrás. (+)
(-)
Vuelvo adentro, me voy a un rincón, respiro hondo, apoyada contra una pared que hace un año no existía. Muevo apenas mi mano en un intento de caricia. Termino, abro los ojos y le pego fuerte con el lado del meñique de mi mano ahora hecha puño. Me muero de (+)
(-) ganas de prenderme un pucho.

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