#CosasQuePasanPorSerMédica #32. PRE-COVID. Mi teléfono expulsa un sonido a batería, a risas no demasiado ruidosas y a algo que se asemeja un gemido seguido por ese “Hay recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar…” que tanto cantamos (+)
(-) balanceándonos hacia un costado y hacia el otro –abrazadas en ronda o en hilera– con mis amigas, allá por quinto año. Intenta robarme de esa siesta post guardia en la que me zambullí hace no sé bien cuánto, aunque se siente como media hora o menos.
Abro un tercio (+)
(-) de un ojo. Entra luz, sol, e igualmente mi cerebro se pregunta si estoy en la guardia. El párpado del otro lado se frunce, no piensa levantarse. Giro la cabeza apenas hacia el techo en un movimiento lento, suave, con los músculos todavía en ese intento de relajación que (+)
(-) no alcanzaron del todo. Hago caso omiso a Fito Páez y paneo alrededor con el ojo despierto: persiana a medio levantar y el día espectacular que se cuela por debajo, el velador que sigue sin encantarme, la silla repleta de ropa para doblar y guardar, el cajón de las (+)
(-) bombachas de la cómoda todavía abierto –me olvidé de cerrarlo cuando salí de la ducha–, el ambo blanco de ayer colgado en una percha –lo puse a lavar apenas llegué y, cuando me desperté para almorzar una pera y una manzana, lo colgué estirado con tal de no plancharlo– y la(+)
(-) manta de hilo azul que me regaló una amiga por haber atendido a su abuela en el domicilio –se agarró tremenda neumonía y la terminé internando– cubriéndome los pies; definitivamente estoy en casa.
(+)
(-)
El teléfono insiste con ese ringtone que puse para identificar rápido –algo que no estaría sucediendo– las llamadas de mi grupo de amigas del colegio y aquellas que se sumaron posteriormente, traídas por alguna de ellas. Mis neuronas se sacuden, titilan y –todavía (+)
(-) demasiado dormidas– fijan los ojos sobre la pantalla. Es una de las chicas a la que no veo hace más de medio año. Siempre me llama para salir los sábados –siempre es desde que su hija pasó la adolescencia y el marido empezó a trabajar los fines de semana de noche– y, (+)
(-) cuando le digo que estoy de guardia, contesta sorprendida “Ah, ¿trabajás los fines de semana?” –hace mil años que hago esa guardia y lo sabe–, después me da un sermón de que tengo que priorizar tener una vida, que no todo es el trabajo y que así me voy a arrugar y se (+)
(-) despide con muchos besos y deseos de que pronto tenga un sábado libre. La última vez que la vi fue por el cumpleaños del nene más grande de otra del grupo, un domingo a la tarde en el que yo seguro tenía cara de dormida. Me preguntó si me sentía bien y le mentí que (+)
(-) bárbaro cuando en realidad solo quería volver a mi cama. Me trajo una birra, brindamos por los viejos tiempos y se evaporó.
Ignoro la llamada y me levanto al baño. Hago dos litros de pis bastante oscuro y el teléfono sigue torturándome a lo lejos. (+)
(-) Me limpio, tiro la cadena, me lavo las manos y, para cuando vuelvo a la habitación, volvió a arrancar. Pienso que tal vez le pasó algo y atiendo. Del otro lado, su voz aguda y demasiado alegre me remarca la mala decisión que tomé.
(+)
(-)
Necesita que nos veamos hoy, dice que es urgente. Tiene algo importante para contarme y no va a aceptar un no por respuesta. Le imploro que me dé un rato y quedamos en juntarnos en una hora y media en un bar que tiene mesas en la vereda. Hace más de veinte años íbamos de (+)
(-) noche a bailar y emborracharnos; resulta que ahora también sirve meriendas. Son las cuatro de la tarde.
Intento dormir un rato más; anoche la guardia estuvo terrible y no pegué un ojo. Doy vueltas en la cama para un lado y para el otro unas cinco veces y (+)
(-) al final le adelanto la juntada.
Llego a la hora y ella ya está ahí, sentada, succionando un jugo de naranja exprimido a través de un sorbete zigzagueante. Lo deja, se para y me saluda luciendo unos dientes extremadamente blancos. Su alisado impecable me recuerda (+)
(-) que hace dos meses que vengo queriendo ir a la peluquería.
Beso, abrazo demasiado apretado para mi gusto y nos sentamos. Huele al mismo perfume caro –demasiado dulzón en lo que a mí respecta– que usaba a los veinte. Le indico que me cuente y (+)
(-) me pasa la carta para que primero me pida algo. Elijo un tostado, una porción de chocotorta y un café negro. Me quedo con las ganas de unos panes de queso solo para no comer tanto delante de ella y comerme el sermón del fitness.
Llamo al mozo y le recito mi orden. (+)
(-) Ella agrega una porción de tostadas con queso untable dietético y le aclara al hombre que es todo para el critter que llevo adentro. Le regalo a ella un dedo medio erguido y una sonrisa que no es tal mientras el hombre retira la carta y se aleja con ojos cansados.
(+)
(-)
Me mantiene en suspenso hasta que llega el pedido. Mientras, me alecciona sobre que tengo que cambiar de vida, que los años pasan y que a nadie le va importar cuánto trabajé, que a los tipos no les gustan las minas con todo caído y que por qué no me anoto con ella al (+)
(-) gimnasio, que va tres veces por semana y le hace recontra bien. Le miento que lo voy a pensar y justo aparece el mozo.
Me zambullo en el tostado y ahí sí que arranca. Habla de que se mira en el espejo y no le gusta lo que ve, que las tetas –en realidad dice “lolis”– le (+)
(-) quedaron por el piso desde la lactancia de su hija –fue la primera de nosotras en embarazarse y hoy, la nena ya va a la facultad–, que la panza no le preocupa, porque trabaja en eso, pero las “lolis”, sí, que siente que el marido no se las agarra como antes, que le parece (+)
(-) que le dan medio asco y que seguro que es por lo pasas de uva, que su hija se las succionó y la piel le quedó ahí floja, chorreando con poco y nada dentro. Le miro el escote –tiene bastante más gomas que yo– y se da cuenta.
–Lo que ves es puro push-up, gorda. Me tocás y (+)
(-) soy de goma –aclara.
Termina de pronunciar esa frase y se acerca una chica vendiendo pañuelitos de papel. Nos larga que no tiene un mango, que no roba ni pide, solo vende y que por favor la ayudemos. Le indico que me dé uno y mi amiga, otro. Se aleja arrastrando (+)
(-) los pies de zapatillas rosas ennegrecidas y me siento una egoísta. La llamo para que vuelva y le compro dos más.
–¿No querés la porción de torta? –le ofrece mi amiga.
La irradio con los ojos bien grandes y las cejas en alto y quisiera poder expulsar rayos rojos por (+)
(-) ahí como aquel personaje de las historietas que leía uno de mis primos.
–Gracias, así está bien –contesta la chica.
Mi amiga insiste, pero la piba se va para otra mesa a intentar vender algo más mientras ella se mata de risa y enseguida retoma el monólogo (+)
(-) sobre sus “lolis” caídas que resulta que se quiere operar.
–Estoy decidida –sostiene–. No quiero nada enorme, algo normal, como yo antes, digamos.
Bajo la cabeza hacia mi pecho –que para ella no es normal– la subo y le doy otro mordisco al tostado.
(+)
(-)
–Normal para mí, digo –aclara, probablemente tras haber notado como se me torció la cara–. Quiero mi normalidad de nuevo, no sé si me entendés.
Le digo que sí –solo porque estoy segura de que no va a haber otra respuesta válida– y hasta la felicito por su decisión. (+)
(-) Ella se levanta y me abraza apretado otra vez. Yo dejo los brazos a los costados mientras su perfume de los veinte me envuelve también.
Vuelve a su asiento y pasa a lo que, según ella, me compete: que qué prótesis le recomiendo, qué técnica, (+)
(-) que mi opinión como médica es muy importante para ella. Pregunta si forma de gota o redondas, perfil alto o bajo y de qué volumen como si yo, por el solo hecho de ser médica, tuviera que saber de cirugía plástica. Sigue con las incisiones –entradas, les dice–, que si por (+)
(-) la areola, pero que tiene miedo de quedar “insensible”, que para ella el juego previo incluye sí o sí la “chupadita” ahí y que no quiere perderse eso, que le dijeron que por abajo también se pueden meter –ahí yo me imagino a un ginecólogo metiéndole las prótesis a (+)
(-) través de la vagina– pero que necesita saber qué pienso.
Estoy a punto de contestarle que todo esto lo tiene que hablar con el cirujano plástico cuando un hombre que está pidiendo plata en la mesa de al lado –para comprar un remedio que no (+)
(-) escuché cuál es– se larga a llorar con que está desesperado y que por favor lo ayuden porque si no se va a morir. Mi amiga, que acaba de cerrar el pico, me mira con la trompa hacia adelante, con la nariz contraída y las manos con las palmas hacia arriba y al (+)
(-) frente –atrás mío– que me impulsan hacia el hombre. Otra vez quisiera tener la vista de los rayos asesinos.
Para cuanto lo llamo, los de al lado acaban de darle al tipo –de unos cuarenta y tantos– unos cuantos billetes de diez –no sé si por bondad o si para sacárselo de (+)
(-) encima porque les agarró una servilleta con la que se sonó los mocos y la volvió a apoyar en la mesa–. Le pido que se acerque y me cuente, a ver si puedo darle una mano. Digo eso nomás, no hablo de que soy médica, no sé bien por qué, (+)
(-) tal vez por miedo a que me consulte por cada patología que acontece en su familia.
Él viene a paso lento y con un rengueo que resulta poco natural. Luce una bermuda verde musgo ligeramente deshilachada, una remera negra –en letras blancas exhibe el nombre de una banda (+)
(-) de rock– cuyas mangas cortadas al ras permiten que el escaso viento le acaricie los tatuajes de los brazos –uno de un ancla con flores enroscadas y otro del Diego besando la copa– y unas zapatillas blancas con colchón de aire bastante estrambóticas. Cada tanto se toca (+)
(-) la nariz, mete aire con ruido rasposo y sigue con el rengueo. Huele a una mezcla de cigarrillo con cannabis y se ve que nota mi movimiento olfatorio, porque enseguida aclara que es medicinal.
(+)
(-)
–Es que me duele mucho. Y si no me medican me voy a morir –arranca y se inclina hacia un costado apoyando su mano derecha en el muslo del mismo lado.
–Tengo una “coagulosis” –retoma y se señala la pierna derecha con la que venía rengueado.
(+)
(-)
Mi amiga abre la boca formando una “O” y sus dientes brillan ante el relato espantoso que recién arranca. Yo ladeo la cabeza y la muevo apenas para arriba y para abajo, lento, invitándolo a explayarse.
(+)
(-)
–Es un coágulo en una pierna que se me puede ir al pulmón y rematarme –explica él–. Y yo no me quiero morir.
Ahora la que sacude la cabeza para arriba y para abajo es mi amiga y enseguida revuelve la cartera en busca de plata. Le levanto apenas la mano, (+)
(-) con un intento de disimulo que se ve que no me sale muy bien porque el hombre lo capta enseguida, se toca rápido la nariz y reanuda el discurso:
–Así que necesito dos remedios. Para no morirme son, por eso pido, de corazón y a voluntad.
(+)
(-)
Mi amiga retoma la búsqueda pese a que mi mano intenta frenarla de nuevo.
–¿Y qué remedios son? –le pregunto a él–. ¿Tenés la receta? Por ahí podemos ir con vos a la farmacia a comprarlos –estiro las comisuras.
(+)
(-)
–Sabe que me la olvidé –se golpea el muslo con la palma derecha–, pero son Z3 y Z4, unos re caros que traen de afuera.
–Ah –prolongo la A y retomo el vaivén ascendente y descendente de la cabeza.
(+)
(-)
–Por eso, les pido de corazón si me ayudan, con cincuenta, cien o lo que puedan, Diosito se los va a pagar seguro.
Mi amiga ahí sí que saca la billetera y esta vez le pongo la mano arriba para que no la abra.
(+)
(-)
–Es tu día de suerte –le contesto al hombre–. Yo Z3 y Z4 no creo que pueda conseguirte porque la verdad es que nunca escuché que existan, pero lo que sí te ofrezco es hacerte ver tu “coagulosis” en la guardia.
(+)
(-)
Ahí se me queda mirando. Se toca la nariz e inhala con el ruido de antes multiplicado por diez, mientras una gota de transpiración le baja por la frente.
(+)
(-)
–Tendrían que internarte, hacerte estudios y darte la heparina inyectable, que se lo que se usa para las trombosis, aunque tenés la pierna bastante flaquita y para mí que ya no hay más coágulo y ni la vas a necesitar –sigo.
(+)
(-)
–Tuviste suerte, ella es médica y una re buena –se mete mi amiga, que no entiende nada de lo que está pasando, levantando las “lolis” con el orgullo que le infla el pecho.
Ahí el hombre me mira, sonríe con dientes amarillentos y la paleta izquierda partida, inclina la (+)
(-) cabeza hacia la izquierda y, todavía sonriente se lleva el índice a la boca y larga un “shhh”.
Yo me quedo mirándolo, ahora con los ojos bien abiertos y las comisuras de la boca retraídas, mientras espero que se vaya.
(+)
(-)
–¿Por lo menos me convidan un poco de la torta? –mira a mi amiga y baja la cabeza.
–Llevátela entera, le hacés un favor –contesta ella mientras y larga una carcajada.
El tipo la manotea antes de que pueda quejarme, le da un mordisco, sonríe con los dientes (+)
(-) con restos de chocolate y se aleja repitiendo el gesto de silencio y agregándole un guiño.

–¿Qué me perdí? –pregunta mi amiga.
–Era un chanta, no tenía nada –le ladro.
–¿Vos decís? –insiste.
(+)
(-)
–La “coagulosis” no existe, trombosis, que es lo del coágulo que dijo, no tenía ni en pedo y esos remedios se los inventó.
–Qué vivo de merda –exclama ella–. Pero bueno, ya se fue y podemos volver a mis lolis –aplaude.
(+)
(-)
–Yo de eso no sé casi nada, solo que te las pongas atrás del músculo para que los controles del cáncer de mama sean más fáciles –le contesto todavía con la voz medio gruñona.
(+)
(-)
–No llames a la yeta –hace cuernitos con ambas manos y los sacude para atrás y para adelante en un intento de vaivén.
–No, a la yeta no. Llamo a la chocotorta. Me debés una.

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