#CosasQuePasanEnLaGuardia #124. Sábado. Once y algo de la mañana. Estoy despachando a una mujer con una infección urinaria cuando el altoparlante pide Shock-room preparado. La mujer sale como si esas palabras no significaran nada y a mí se me retuerce todo, (+)
(-) más aún porque el tomógrafo está roto desde que entramos y todavía no lo arreglaron.
Voy volando para el Shock-room. El emergentólogo y los enfermeros esperan enfundados en camisolines, barbijos, máscaras y demás como con cada paciente que les llega. Yo me (+)
(-) cambio como ellos mientras el primero no para de protestar.
–Le dije que bloquee todo hasta que lo arreglen –lleva el índice y el tercer dedo de la mano derecha extendidos hacia el hombro contralateral y le da dos golpes secos con la yema de esos dedos, (+)
(-) flexionando de forma reiterada la muñeca–, que no nos traiga un problema a todos… ¿Y qué me respondió? Que iba a hacer lo posible. LO PO-SI-BLE. Lo posible, o sea, nada. Lo posible un carajo… –eleva el tono–. ¿De qué me disfrazo ahora si cae uno todo roto? –la remata.
(+)
(-)
–La última vez que se rompió pasó algo parecido y se armó un tole-tole… –acota un enfermero alto morocho que solía lucir un bigote a lo Francella en Brigada Cola.
Me pregunto si lo seguirá teniendo oculto por el barbijo.
(+)
(-)
–¿Y el día del lío con la luz? Ahí también –se suma una enfermera petisa que trabaja espectacular.
El traqueteo de la camilla calla toda protesta y hace que se me contraigan los músculos de los hombros, espalda y glúteos. Lo entran casi volando. Está atado sobre una tabla y(+
(-) tiene un collar de los que se usan para que no mueva el cuello. Él, de unos cuarenta como mucho, no parece estar por mover nada: llega inconsciente, con una máscara de oxígeno con reservorio y sangre por todos lados sobre la que parece ser ropa de pintor.
(+)
(-)
–¿Se los dije o no se los dije? –putea el emergentólogo. Habla hacia nosotros y al aire a la vez.
La médica que lo trae nos cuenta que se tiró de una obra en construcción. Dice que los compañeros confirmaron que saltó, que la mujer ya está avisada y en camino y que el (+)
(-) capataz y algunos de los colegas del hombre venían detrás de la ambulancia para más información. Agrega que el piso del que cayó era algo alto, aunque no la terraza –quinto, tal vez cuarto– y que lo salvaron los andamios y unos árboles.
(+)
(-)
Yo me acerco mientras el emergentólogo le ilumina las pupilas de tamaño desigual (algo que habla de un problema importante adentro de su cráneo, sea sangrado, lesión neurológica o estructuras que se movieron para donde uno no quisiera y comprimieron (+)
(-) un nervio que controla la pupila), constata que el hombre no responde cuando se le habla y su respuesta al dolor no es la que nos gustaría (no nos putea ni trata de agarrarnos la mano) y me pregunto si realmente lo salvaron.
–La reputa madre… –ruge el emergentólogo.
(+)
(-)
El hombre respira, sí, pero está roto por todos lados y tiene signos de que muy pronto va a dejar de poder hacerlo por su cuenta. Fuera de eso, necesita una tomografía YA y va a ser imposible.
Yo sacudo la cabeza; y me ocupo de llamar a los de cirugía, neuro y tráumato (+)
(-) para que vengan mientras él y los enfermeros lo pasan de camilla; en lo otro, mejor ni pensar.
Los enfermeros lo conectan a los distintos aparatos y le ponen dos vías para pasarle solución fisiológica a chorro, le sacan sangre y un estudiante de enfermería que mira todo (+)
(-) con ojos que casi no pestañean –carga jeringas cuando le piden, busca cosas a paso apurado y las entrega con el pecho para afuera– corre a hemoterapia para que averigüen su grupo y factor y traigan sangre para transfundirle.
El emergentólogo (+)
(-) está listo para intubarlo cuando yo pronuncio algo que viene repiqueteando entre mis neuronas.
–¿Estamos seguros de que saltó? ¿Habrá alguna nota? –se lo pregunto a la de la ambulancia y al aire a la vez.
Solo escupo una preocupación que no termino de formular, (+)
(-) aunque el emergentólogo la caza al vuelo.
–La puta madre… –mira al paciente unos segundos y respira hondo–. Es un pibe… –larga con los ojos ahora irradiando los míos a través de nuestras máscaras.
–Ya sé… Solo pregunto.
(+)
(-)
–Los compañeros aseguran que saltó –acota la de la ambulancia que no termina de irse. El magnetismo de la escena y las ganas de ayudar se lo hacen difícil.
–Andá YA y averiguame si se reanima o no –me pide él, finalmente, dando un cierre a lo que tanto me costaba (+)
(-) pronunciar.
Yo corro como el estudiante de enfermería, como cuando era R1 y mi superior lo ordenaba, como cuando me faltaba algún resultado para el pase o como cuando alguien gritaba que había un código –o sea un paro– en tal o cual habitación –sí, tristemente la (+)
(-) corrida era similar–, corro hacia la sala de espera donde dijeron que estaban los compañeros de trabajo del paciente y ruego porque haya llegado la mujer. Choco con el residente de tráumato que aparece con una tranquilidad que nunca logré tener, me (+)
(-) disculpo y sigo. El R1 de cirugía aparece solito –con el barbijo cubriéndole la pera y largando un bostezo–, pregunta dónde está el paciente –como si un politrauma de esa índole pudiera estar en algún otro lugar– y avanza, ante mi respuesta, arrastrando los pies (+)
(-) algo más rápido.
Le grito que se acomode el barbijo y ni veo si lo hace. Sigo mi marcha, con los suecos de goma que rechinan –el sonido ni me hace caer en que, cuando me puse el equipo de protección personal, me olvidé de las botas–, con las muelas apretadas (+)
(-) y el cuero cabelludo que riega esos pelos a los que tanta falta les hace un lindo corte y un retoque de la iluminación.
Llego. Lo hago con la lengua afuera, taquicárdica, con el ambo pegado al cuerpo de la transpiración –por suerte el camisolín tapa las aureolas–, con el (+)
(-) cerebro alborotado y con las palabras amontonadas en una lengua que no puede pronunciarlas del calambre. Freno. Inclino el torso apenas hacia adelante, respiro un par de veces y pongo en fila mis ideas. Miro. Veo tres hombres –dos vestidos como él y un tercero (+)
(-) algo más prolijo– y dos mujeres –morochas, no muy altas y de pelo negro trenzado hacia el costado– que me miran con las cejas juntas.
–¿Cómo está mi marido? – pregunta la de la derecha, de párpados tensos, en alza, sin (+)
(-) dudar sobre si vengo o no por él.
Respiro contando hasta tres –no hay tiempo y no tiene que notarse– y empiezo con que la mano viene complicada dicho de manera lo menos fea posible. Hablo de lo neurológico: explico que probablemente, si sale, quede con grandes secuelas. (+)
(-) Sigo con que todavía no sabemos si tiene lesiones internas en abdomen o tórax y con que presenta múltiples fracturas que los traumatólogos están evaluando. Respiro una vez más –ahora sin contar–, contengo el aire unos segundos adentro, lo largo, y paso a nuestro elefante: (+)
(-) el salto. Pregunto si tiene alguna enfermedad, problemas graves o cuestiones por las que hubiera podido hacerlo; no sé bien cómo arrancar.
–Mi marido no saltó, doctora –me frena la mujer. Lo dice firme, sin que la voz le tiemble en lo más mínimo, (+)
(-) con los ojos abiertos del todo y sin rastros de agua.
Me pregunto si yo podría mantener tanto el temple de estar en su lugar, si necesitará el abrazo que ninguno de los de alrededor le está dando, si alguno será familia o no, si solo tiene a ese hombre (+)
(-) que yace en una camilla del Shock-room de la que es muy poco probable que salga. Trago saliva y paneo a los compañeros del marido que se quedan callados y miran hacia el piso.
–Perdone, entendí que lo habían visto hacerlo –sigo con los ojos posados en ellos.
(+)
(-)
Continúan apelando al mutismo, aunque uno sube y baja la cabeza de forma sutil.
–¿Entonces no hay ninguna nota ni nada? –insisto y me siento una mezcla de idiota con mal bicho.
¿Cómo se le pregunta a una mujer cuyo marido supuestamente acaba de tirarse de un (+)
(-) quinto piso, si el hombre expresó de alguna manera que no quería que lo reanimáramos?
–No saltó –repite mientras lleva la nariz aguileña hacia un lado y hacia el otro–. Tienen que salvarlo –murmura.
La otra mujer le acaricia la espalda y ella se corre unos (+)
(-) centímetros hacia el costado y algo adelante, alejándose del cariño que, pienso yo, la haría explotar en un llanto con el que no puede lidiar ahora.
No le prometo que sí. Tampoco le planteo que, probablemente, para él lo mejor sea que (+)
(-) no lo hagamos; no parece poder escucharlo. Apenas entrecierro los ojos, bajo un poco la cabeza y le digo que vamos a hacer todo lo que nos sea posible. Ella sigue con los párpados en alto, los ojos con ahora apenas un dejo de humedad, sin emitir sonido ni (+)
(-) realizar movimiento alguno.
Vuelvo. En el Shock-room no hay nadie. Solo queda el charco de sangre, el tacho desbordado y un par de guantes teñidos de rojo al costado del mismo. Salgo. El enfermero del misterio del bigote me informa que lo llevaron al tomógrafo.
(+)
(-)
–Hace una hora que funcaba, parece… –agrega con un chasquido.
Voy para ahí, otra vez con los suecos que expelen, no solo un chillido, sino también un dejo a goma desgastada. Ni llego. Los cruzo a la vuelta. Vienen en procesión. El camillero al frente, (+)
(-) el emergentólogo bolseándolo al lado (dándole aire con una bolsa que se aprieta que va conectada al tubo que ya tiene adentro de la tráquea), el residente de tráumato empujando de atrás y su superior y un par de cirugía detrás suyo.
–No quedó otra – el emergentólogo me (+)
(-) señala el tubo con la cabeza.
Entiendo que habla de que el paciente se deterioró aún más y tuvo que intubarlo.
–Bien. Al final parece que era reanimable –le cuento mientras abro una puerta que se interpone a nuestro retorno al Shock-room.
(+)
(-)
–Pongámosle que sí… –gruñe.
–¿Qué tal la tomo? –indago.
–Bastante desastrosa –escupe y me priva de los detalles.
El neurocirujano aparece en un camino inverso al nuestro y nos informa que va a ver la tomografía.
(+)
(-)
–Metele –le larga el cirujano de planta. (Asumo que porque, según el pronóstico neurológico, será si lo suben a quirófano o no).
Nosotros seguimos nuestra marcha.
Llegamos y a los pocos minutos de pasado de camilla y conectado de vuelta a todos los chirimbolos, (+)
(-) la alarma del monitor se cuela con su pitido –rítmico, insoportable– entre nuestras neuronas y nos hace a todos girar hacia ahí para ver unas ondas horribles que anuncian que el paciente entró en paro.
En nada arrancamos la reanimación guiada por el emergentólogo. (+)
(-) Las compresiones (del tórax, con el peso del cuerpo depositado sobre ambas manos entrelazadas una encima de la otra, transmitido a través de nuestros brazos extendidos) las arranca él también mientras indica las drogas a pasarle. Lo relevo yo –solo en la parte mecánica– y él+
(-) se ocupa del desfibrilador. Avisa que nos alejemos, le apoya las paletas, dispara y nada. Yo comprimo un poco más y en eso la línea del monitor se vuelve plana; pulso no tiene.
Seguimos con las compresiones. A mí me reemplaza el residente de cirugía –ya (+)
(-) enfundado en un EPP y bastante más despierto– y, múltiples compresiones y drogas después, el paciente no parece que fuera a salir. El neurocirujano llega, le mira las pupilas, le toca los ojos –las córneas– con el extremo de una gasa y nos hace dos redondeles con (+)
(-) los índices y pulgares mientras pronuncia un “dos de oro y corneano negativo, muchachos” (habla de que las pupilas están grandes, dilatadas, y que el paciente no tiene el reflejo de cerrar los párpados cuando se le toca la córnea, lo que conlleva a hablar de (+)
(-) un daño neurológico severísimo).
La reanimación termina a los catorce minutos y el emergentólogo revolea un “la puta madre”. Una bandeja metálica resuena contra el piso y me quedo mirándola sin poder moverme.
(+)
(-)
Los enfermeros le desconectan los aparatos, le sacan los electrodos de ese monitor que hace unos minutos dejó de mostrar actividad cardíaca, le extraen el tubo y lo tapan. Los cirujanos y traumatólogos se van en un sinfín de ruido a suelas de goma que se arrastran, (+)
(-) a botas de las descartables que lustran el piso, a resoplidos y a angustia apenas emitida en algún que otro chasquido. Yo sigo ahí, apoyada contra una pared, con los músculos agarrotados y los ojos aún clavados en la bandeja que nadie levantó.
(+)
(-)
–Vamos, vamos –me sacude el hombro el emergentólogo que hasta recién puteaba.
Sigue por la enfermera que está sentada en una silla con la cabeza para atrás.
–Vamos que no quiero que ninguno termine saltando como este… Arriba, che –agrega.
(+)
(-)
–¿Saltar? –el neurocirujano, que estaba saliendo, gira desde la puerta.
–Los compañeros dicen que se tiró –le contesto.
–A este flaco se le rompió un aneurisma –nos larga.
Se acerca al emergentólogo con la tomografía y le señala algo. (+)
(-) Yo no logro ni moverme para ir a ver. Esta vez no.
–No creo que haya saltado –concluye–. Después se hizo fruta, sí, pero después.
Cierro los ojos, respiro hondo y cuento hasta quince. Toca ir a hablar con la mujer y quiero estar. (+)
(-) Tenemos que decirle que sí, que está muerto, pero que ella tenía razón: su marido no saltó.

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