Solo para que conste en el acta, esto que estoy por contar todavía tiene su original en un pedazo de papel madera adentro de una caja, adentro de una habitación sin usar en la casa de mi papá.
La historia no tiene nombre porque no lo necesita y, cada vez que la conté en voz alta me referí a ella como “El incidente de Winnie The Pooh”, así que, por conveniencia lingüística y falta de imaginación para nombrarla de otra forma, vamos a llamarla así.
Era diciembre, había terminado el secundario, pero no mi etapa como fumador, así que seguía animando fiestas. Era diciembre y tenía los ojos pintados con delineador y el pelo a lo Robert Smith. Era el hijo de Bob Patiño y un mapache.
Hacía el calor de diciembre y me llamaron del salón porque había salido un evento en el que tenía que bailar brasilero, cantar “onda-onda” y vestirme de Winnie the Pooh. Llegué al salón y pregunté si era joda.
La dueña o la encargada o alguien unos escalones más arriba, me dijo que no, que me tocaba a mí y que no me preocupase, que me iban a pagar cinco pesos más por disfrazarme. Dije que no.
Dije que no con conocimiento de causa. El disfraz de Winnie the Pooh tenía fallas de fabricación o de presupuesto. Siempre me incliné por la 2da opción: al oso le faltaba una oreja y un pie, por lo que, en primer lugar, iba a dar la impresión de haberme matado a piñas con Tigger.
En segundo lugar, los nenes iban a ver las Nike rotas y con la suela desprendida de antes de haberme disfrazado. No hay nada peor que contar mal una historia. No hay nada peor que romper la ilusión de un nene. Pregunté de nuevo si podía declinar.
Digo, afuera hacían fácil 40 grados. Adentro de Winnie Pooh, unos diez grados más. Me rehusaba a visitar Santiago del Estero sin moverme de Guernica, pero me dijeron que no había derecho a réplica, que cinco pesos eran cinco pesos y que era eso o quedarme sin trabajo.
Decidí que me quedaría sin trabajo, pero con $5 más en el bolsillo. Un paquete de cigarrillos costaba $3,75, así que puse la mejor cara que pude y me metí de lleno en personaje. Bailé como bailaría un oso de peluche gigante en un galpón ruso, pero con el clima de Guantánamo.
Bailé y bailé. Agarré a los nenes de las manos e hicimos rondas y un trencito y las otras cosas que deben hacer los osos en cumpleaños. Cuando terminó mi turno, me liberé de la cabeza de Winnie y fui a la entrada para decirle a la entrada que me borrara de los registros.
Les dije que no me volviesen a llamar y me pagaran por la tortura. Salí del salón y todavía había madres e hijos y tías y abuelas en la puerta. No hubo persona que no se me quedara mirando. Incluso cuando caminé las 20 cuadras hasta mi casa, las miradas no cesaron.
Cuando llegué a mi casa, tenía el delineador corrido como si hubiese llorado por horas. Líneas eternas desde los párpados hasta la pera. El pelo era una cosa pastosa, enmarañada, transpirada y llena de químicos. Me miré en el espejo y me prendí un cigarrillo.
Me acuerdo que le sonreí al espejo y me prometí que jamás volvería a romperle el corazón o la ilusión a nadie, o al menos a un chico. El tiempo me hizo romper la promesa y entender que romper corazones e ilusiones era parte del juego, me gustase o no.
Pero mi determinación había sido firme. No iba a contar ese tipo de historias. Mis historias tenían que ser, por lo menos veraces y cambié lo que escribía por algo más cotidiano, más empático, más terrenal.
Siempre escribí sobre personas que empezaban mal y terminaban peor, pero había un algo más en las palabras. Los textos eran parecidos a la realidad y esa realidad necesitaba ser mostrada.
Pero me fui. Me fui siendo un mejor tipo. un peor Winnie The pooh, pero un mejor tipo que hoy sabe bailar Axé Bahía.
FIN.
Como siempre, gracias por leer este #MartesDeHistorias, por tomarse el tiempo de pasar a comentar, de contarme su historia y de compartir para que esto llegue a más y más personas y yo pueda seguir escribiendo.
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"Ma, ¿te acordás de la almohadilla eléctrica?"
El auditorio estaba explotado. Había gente sentada en los apoyabrazos de los asientos de otras personas. Gente amontonada en los escalones. Nadie sabía quién era el de al lado.
Lo único que teníamos en común era que todos mirábamos en la misma dirección. Habíamos ido por lo mismo, por un comentario en el diario que decía que había quienes se desmayaban durante la lectura. Y uno va, uno va esperando no ser el desmayado.
Creo que así funciona la vergüenza, pero vamos igual. Siempre puede que uno se lleve una sorpresa.
Por lo general no voy a esos eventos.
Me crucé con esta carta que escribió una nena de ocho años en un vuelo de Quantas y pidió que se la den al piloto (al lado va traducida).
Cuando la leí, y por fuera de la humorada, me quedé pensando en algo de lo que hablo siempre.
Casi religiosamente hablo del propósito de las marcas y cómo ese "norte" es lo más importante para la compañía, ya que de ahí se desprende todo lo que dicen y hacen.
También hablo de la cantidad de veces que las compañías pierden ese norte.
Bueno, en esta carta vemos cómo, incluso cuando nos olvidamos de ese núcleo, nuestros consumidores nos lo van a recordar. De ahí la importancia de ser humanos como marcas y escuchar al otro. Extendamos eso a social media, cartas, blogs, teléfonos y atención al cliente.
Yo no sé cuánto saben de medicina, pero hoy les voy a contar del mejor diagnóstico médico jamás dado.
Mi viejo es de los tipos que van al médico cuando sienten que están en las últimas, pero bueno, a fuerza de convencimiento, logramos que se haga un chequeo.
Un chequeo en realidad siempre son muchos chequeos. Que análisis de esto, de los otro. Que resonancia magnética, que próstata, que sangre de acá y electrocardiogramas.
No sé si les pasa, pero para una persona que no quiere ir al médico, lo peor que le puede pasar es ver a muchos.
El proceso tarda algunas semanas y bueno, le salen cosas bien, cosas mal. Las malas siempre relacionadas con el sobrepeso, triglicéridos y colesterol. La parte que viene sucede porque mi viejo no sabe todo eso y está esperando el resultado y el diagnóstico. El próximo paso.
Hoy la vamos de escritura, pero, como diría #TedMosby, “sirve también para la vida”.
“Menos es más”. ¿La escucharon? Yo sí, y hasta la milité por mucho tiempo, sobre todo porque tiene que ver con el estilo de escritura que vengo forjando hace casi diez años.
Pero (siempre hay un pero), hay mitos que tenemos que derribar y este posteo se trata de eso, de eso y de pensar de forma visual al momento de tipear, escribir a mano, de cualquier proceso creativo.
"MENOS no siempre es mejor que MÁS".
Bien, prestemos atención a las dos frases que siguen. Ambas dicen EXACTAMENTE lo mismo:
1. Las personas no siempre tienen el reconocimiento que merecen.
2. Juan hizo lo mismo que Roberto. Pero lo hizo subido a dos zancos caminando para atrás.
Hoy por toda la movida de #PeakyBlinders grabando en Manchester, estuve subiendo fotos, pero a pesar del glamour, les quiero contar una historia sobre la otra cara la ciudad. Una nefasta. #AbroHilo
“Está todo mal con los trolos”. Eso dijo. Pero esperá. No te levantes de la silla enojado todavía. Esperá, necesito aclarar. “We aren’t OK with those fucking queers”. Eso dijo, pero no creo en las traducciones literales.
Tal vez fueron los ojos, había una chispa, un odio, un algo que me llevó a traducirlo así y contarlo hoy por este medio.
Está todo mal con los trolos. En Manchester está todo mal con los trolos. No podía quedarme con ese statement. Una opinión, una muestra de bronca.