#CosasQuePasanEnLaGuardia #128. Sábado con gusto a lunes. Once de la mañana. Me arrastro por el pasillo de los consultorios que huele a lavandina poco diluida. Estoy desde ayer que cubrí una suplencia porque faltaron tres –una con COVID y las otras dos (+)
(-) que durmieron con ella– y mis pies me recriminan –pesan, laten, se contraen de las puntadas y se expanden y desparraman adentro de los suecos de goma violeta que ya les resultan demasiado incómodos– que tengo que aprender a decir que no. Pienso en los (+)
(-) refuerzos que nos prometieron el año pasado y que todavía estamos esperando. Se me agarrotan el cuello, los hombros, la espalda y hasta el traste y me siento más idiota aún.
El jefe se me acerca y pregunta cuánto más vamos a tener a una ambulancia (+)
(-) esperando. Lo miro y respiro hondo mientras cuento hasta cinco para no largarle que cuando él se ocupe de que las cosas funcionen mejor porque no hay dónde meter a nadie. Ya vi más de treinta pacientes, interné por lo menos a un cuarto, recibí quejas de cinco y (+)
(-) encima me ando escapando del hijo de una señora mayor que demanda que la conectemos a un respirador cuando no hay ni uno libre y, si lo hubiera, tampoco sería para ella porque tiene noventa y dos años y cáncer de piel con metástasis hasta en el ojo. Los consultorios (+)
(-) están atestados: covid con covid, negativo con negativo y hasta sospecha con sospecha –por orden suya y porque otra no queda, camas no hay– y en breve nos va a querer matar la familia de uno de los casos sospechosos que dio negativo –vino por dolor de garganta, (+)
(-) pérdida del gusto y del olfato, sumados a diarrea y vómitos que lo deshidrataron lo suficiente como requerir suero– y que está en el consultorio con otro que sí resultó positivo pese a tener menos síntomas que él (lo ingresamos para hacerle una tomografía (+)
(-) por un dolor de cabeza que no mejoraba con analgésicos, pensamos que tal vez era un ACV, pero la tomografía de cerebro vino limpia, el pulmón –que mi compañero le agregó de paso–, bastante sucio y el hisopado dio Covid).
(+)
(-)
Respiro una vez más mientras el jefe me mira con la nariz afuera del barbijo. Se lo quiero subir hasta la frente, pero me contengo. Le explico que no hay lugar, que los consultorios están explotados, que todas las bocas de oxígeno están ocupadas encima y (+)
(-) que el paciente que traen lo requiere, que altas para dar no tenemos todavía, por lo que no creo que se vaya a hacer espacio pronto.
Chasquea la boca y pregunta cómo no le avisé esto antes. Aprieto las muelas y las manos hasta clavarme las uñas para no (+)
(-) escupirle en un grito que ya dos compañeras y hasta la emergentóloga suplente se lo vienen diciendo desde que tomamos la guardia. Sacude la cabeza y se aleja mientras de afuera parece que van a tumbar la puerta de uno de los consultorios.
(+)
(-)
–Se vienen las hordas –grita una voz de hombre añoso desde adentro de uno cuya puerta se abre cada dos por tres.
Su grito se ve sucedido por una tos áspera, en salvas, tos que le sale de lo más profundo de su pecho. Me acerco a intentar cerrar y (+)
(-) el de la camilla de enfrente se persigna tres veces por encima de su máscara de oxígeno mientras larga un “que Dios nos salve” y se tapa, máscara incluida, hasta arriba de los pocos pelos que le quedan en la cabeza, para toser más fuerte que su compañero y levantar (+)
(-) la sábana durante dicho acto. El olor a humanidad desprovista de ducha me empuja hacia atrás.
Agarro el picaporte con las manos enguantadas, cierro la puerta y sigo tirando de él con fuerza, a ver si esta vez logro que la barrera (+)
(-) contra tanto desparrame del bicho se mantenga al menos por un rato. Suelto despacio. En realidad, solo aflojo los dedos. El picaporte no retrocede. Ahí sí, los saco, del meñique al pulgar que se va último con el índice. Miro. Parece que va aguantar.
(+)
(-)
Me doy vuelta hacia la mujer con fiebre por la que una oncóloga llamó al jefe hace un buen rato ya –los de afuera parece que se cansaron de golpear–, avanzo dos pasos hacia ella y escucho nuevamente las toses demasiado nítidas que aseguran que la puerta se (+)
(-) volvió a abrir. Le hago que espere a la mujer –levanto la mano enguantada y la dejo extendida, perpendicular al piso, adelante de mi tórax hiperinflado que no larga el aire para no gritar–, vuelvo y la cierro de un portazo que estoy segura de que se escuchó hasta (+)
(-) la entrada. Le doy tres segundos y me ocupo de la mujer que no me queda otra que ubicar en el pasillo sobre media camilla que acaba de abandonar uno con una trombosis en la pierna que se fue a su casa –vive enfrente– bajo la promesa de que va a volver cada doce (+)
(-) horas a que le apliquen la heparina.
Me pongo lo que me falta del EPP* –botas, cofia y máscara, ya no salgo del estar médico sin los dos barbijos, las antiparras y el camisolín–, me cambio los guantes y arranco a interrogar a la de onco. Tiene cuarenta (+)
(-) recién cumplidos y un cáncer de mama que ya acarrea hace dos. Su mamá se murió joven de eso mismo y espera no seguir sus pasos. Va por el tercer ciclo de quimio de esta ronda, pero debería ir por el quinto si no fuera por este caos.
(+)
(-)
*EPP es el equipo de protección personal para Covid-19: un barbijo N95, otro quirúrgico encima, un camisolín hemorrepelente –grueso, que no permite el paso de fluidos–, doble par de guantes, cofia, botas, antiparras y máscara.
(+)
(-)
Procedo a interrogarla: está con fiebre desde ayer sin ningún otro síntoma. Le escribió a la oncóloga porque en la fila de la UFU le tosían muy encima y ella llamó al jefe que la hizo buscar y traer al pasillo donde le prometió que ponto la íbamos a atender. Eso de pronto (+)
(-) fue hace más de una hora y recién se hace lugar en esta media camilla junto a mi compañera suplente que sutura un corte feo en la mano porque los de tráumato están operando.
Le sugiero a mi paciente que no mire y me contesta que ya no se impresiona tan fácil.
(+)
(-)
–Más miedo me dan los consultorios con sus toses –agrega.
Se me fruncen los músculos de los hombros y el cuello mientras subo y bajo la cabeza despacio.
La reviso como puedo, ahí sentada. Está todo bien salvo por la fiebre para la que (+)
(-) le doy un paracetamol. Le explico que le voy a hacer un laboratorio, un análisis de orina y una placa y que, salvo que encuentre una causa clara para su temperatura –una infección urinaria con suerte–, la voy a tener que hisopar. Ahora la que sube y baja la cabeza a (+)
(-) escasa velocidad, es ella.
Hago las órdenes para el laboratorio, le doy un frasco de suero cortado para que junte orina, me descambio y me alejo a ver si se liberó alguna camilla en la que recibir al paciente de la ambulancia. Nada.
(+)
(-)
Busco a la emergentóloga y a los clínicos por si están por mover a alguien. En el shock-room se murió un paciente con Covid, pero falta que se lleven el cuerpo y limpiar. Me pregunto si no habrá familia para despedirlo y casi que espero que no porque tampoco (+)
(-) podrían entrar ahí; está lleno de este bicho de porquería.
Aprovecho mientras tanto para ir al estar y devorar las sobras de milanesa napolitana de ayer que me traje; es temprano, pero no sé si después tendré un rato libre. Voy por el segundo bocado (+)
(-) cuando el orientador me informa que hay una mujer desmayada en la sala de espera. Trago, hago fondo blanco con lo que me queda de coca, meto la milanesa remanente en la heladera, me pongo N95, barbijo quirúrgico y antiparras y lo sigo mientras me voy (+)
(-) calzando el resto del EPP por el camino.
La mujer está tirada en el piso con los brazos abiertos como si la hubieran crucificado. Tendrá unos treinta y lleva el pelo teñido una mitad de rojo y la otra, de verde. Sus zapatillas son de (+)
(-) colores distintos también –una blanca con cordones naranjas y la otra negra con los suyos fucsias–, aunque del mismo modelo. Las medias siguen el juego y son de diferente par. Tiene las uñas de la mano derecha en una escala cromática del rosa bebé al fucsia y las de (+)
(-) la izquierda en la gama del azul. La gente la mira y no sé si es por el presunto desmayo o por lo extraña.
Un hombre de sesenta y cortos se queja de que hace tres horas que espera; vino por presión alta desde hace más de un mes –tampoco tan alta– y el orientador ya le (+)
(-) explicó que eso no es para la guardia sino para consultorios, pero se niega a irse. Le ladro que la guardia está colapsada y que acá solo se va a agarrar algo peor y se va refunfuñando.
En cuanto a la mujer partida al medio, el orientador me informa que (+)
(-) fue a la UFU por vómitos convencida de que tenía Covid y queriendo hisoparse, que de ahí la despacharon para la guardia –todo eso en la última hora– y que en ningún momento le pareció haberla visto tan mal como para que se desmaye.
(+)
(-)
Me enfundo en lo que me falta del EPP –las botas, el segundo par de guantes y la máscara– y me acerco. Huele a una mezcla de perfume de vainilla en exceso con falta de jabón y ducha que me hace cerrar urgente las fosas nasales. Una mujer mayor –que me (+)
(-) pregunto si tendrá anosmia (pérdida del olfato)– la abanica con una revista de chismes.
Apenas le sacudo el hombro y le pregunto qué le sucede, la paciente pasa de la crucifixión a retorcerse hacia un lado y hacia el otro mientras grita que le duele, sin (+)
(-) especificar qué. Le pido que se siente un segundo así me explica y ahí insiste con que la hisope porque está segura de que tiene el coronavirus ese y que la va a matar. Dice todo esto último demasiado fuerte y la gente de alrededor –incluida la de la revista-abanico– da (+)
(-) un paso atrás y me apremia para que la saque de ahí.
–Se la lleva o llamo a la televisión –amenaza una mujer y nos filma con el celular.
El orientador intercepta a un camillero que vuelve enseguida con una silla de ruedas, sin camisolín y mascando chicle. (+)
(-) Le sugiero que se vista por las dudas y larga un “¿por esto?” cargado de una mezcla de superación y hartazgo.
Sube a la paciente de las zapatillas dispares a la silla de ruedas y avanza hacia los consultorios en los que todavía no hay lugar. (+)
(-) El único espacio libre es en la media camilla junto a la mujer del cáncer de mama y prefiero evitarlo. En la de al lado mi compañera suplente le está dando las indicaciones pertinentes a otra con algo urinario que comparte la camilla con un hombre que recibe (+)
(-) antibióticos por vena por una infección bastante fea en el brazo tras un tatuaje de una iguana enrojecida.
Le pido al camillero que espere e interrogo en la silla de ruedas a la mujer de las mitades desiguales. Viene por vómitos desde hace dos días y dolor de panza (+)
(-) hace unos cuántos más. Otros síntomas de covid, no tiene. Consigo tres barbijos quirúrgicos y le entrego uno a la paciente oncológica, otro al del tatuaje infectado y el último a la mujer miti y miti mientras mi compañera le da el alta a la de lo urinario. Siento entonces (+)
(-) a la de las mitades con olor a vainilla podrida en el hueco recién liberado y les murmuro un “perdón” a sus vecinos por el aroma. El hombre larga un “mierda” prolongando la R, se aprieta aún más el barbijo sobre la nariz y gira hasta darle la espalda. La mujer oncológica (+)
(-) apenas levanta los hombros y sigue con el frasco de suero lleno de orina en la mano.
Sigo con el interrogatorio de la mujer de las mitades: vomita todo lo que come y, sobre diez puntos, dice que la panza le duele once. Se aprieta en la línea media justo abajo (+)
(-) del esternón e insiste con un “¿no ve que necesito un hisopado?”. Le explico que no, al menos no por ahora, que parece un cuadro abdominal, una gastritis, el páncreas o la vesícula quizás, que primero me deje revisarla y pedirle unos análisis y ahí vemos. Ella (+)
(-) se corre el barbijo, se chupa un mechón de pelo rojo y gruñe que estoy perdiendo el tiempo. Ni le respondo y sigo interrogándola: toma unos cuantos psicofármacos que refiere que le mandaron para sus “crisis de ansiedad”. Fuera de eso, niega otros antecedentes.
(+)
(-)
El médico de la ambulancia se acerca y pregunta si no se hizo lugar todavía, que en cualquier momento se va a quedar sin oxígeno. Se me frunce todo y lo mando a hablar con el jefe.
Vuelvo a mi paciente y le pido al hombre del brazo que se levante un segundo así (+)
(-) la reviso acostada. Él ladra que tiene suero. Le cierro la chapita, lo descuelgo, se lo entrego y le digo que se pare tranquilo, que al suero no le va a pasar nada. Lo hace protestando que después le limpie su lugar.
La mujer miti y miti se acuesta y le palpo el abdomen. (+)
(-) Le duele a la altura del estómago, aunque no parece tener nada perforado ni ningún otro cuadro grave. La siento de nuevo y, por las dudas, le escucho la espalda: los pulmones parecen limpios. También le golpeo a la altura de los riñones y se queja de nuevo porque (+)
(-) quiere que la hisope.
Le pido un análisis de sangre, otro de orina y le indico medicación endovenosa para que deje de vomitar y un protector de los de la gastritis. El hombre de al lado se niega a volver a su lugar si no le paso alcohol primero. Pulverizo la (+)
(-) camilla con el rociador de uno de los enfermeros y se queja por lo mojada.
–Apenas húmeda –lo corrijo–. Ya se evapora.
Le agarro el suero y se lo cuelgo en el gancho del que lo saqué. Dejo la chapita cerrada y le indico –mientras me descambio– que le pida a algún (+)
(-) enfermero que se la abra cuando se decida a subirse. La mujer miti y miti se chupa de nuevo un mechón de pelo rojo y la reto que se acomode el barbijo.
La emergentóloga avanza vestida de astronauta –con mi compañera suplente y el camillero– junto (+)
(-) a una camilla en la que no para de toser y hacer respiraciones rápidas, ruidosas y superficiales un hombre del consultorio dos internado desde ayer a la tarde en una camilla con oxígeno y con la saturación bastante paupérrima. El hisopado llegó hace un rato, positivo.
(+)
(-)
Llamo a los de limpieza y les aclaro que vengan con EPP. Agarro uno para mí y me lo coloco mientras avanzo hacia la entrada de ambulancias. Salgo y le pregunto al médico que espera si su paciente ya es positivo (en ese consultorio quedan dos positivos (+)
(-) más aguardando cama, ellos también con un cuadro respiratorio poco agraciado). Hace que sí enérgicamente con la cabeza y le indico que lo vaya entrando.
Para cuando llega con el hombre de unos cincuenta en la camilla con la cabecera (+)
(-) levantada y con el tubo de oxígeno entre las piernas, el de limpieza acaba de salir y pide que esperemos quince minutos a que se seque un poco por el olor a lavandina.
Le damos cinco durante los que mi colega me relata que el paciente viene haciendo (+)
(-) fiebre hace una semana pese a estar tomando Paracetamol demasiado seguido, que llamó a la prepaga donde le informaron que están colapsados y que, si no tenía una gran dificultad respiratoria, no podían mandarle una ambulancia, que el hombre reconoció que (+)
(-) él no estaba tan, tan mal, que respirar podía, así que le indicaron que siguiera en su casa con el Paracetamol. Ahí la que llamó fue su mujer, pero al SAME. Ella también está con COVID, aunque bien. Llamó y dijo que su marido se estaba ahogando.
(+)
(-)
La ambulancia llegó tan rápido que no tenían ni un bolso armado. El médico lo revisó y no, no era para intubar, pero sí para traerlo. La mujer le preparó una muda, el cargador del celular y una botellita de agua en una mochila y lo despidió con un “vas a (+)
(-) volver pronto” que espera que se cumpla.
Me lo cuenta como sin fiebre, al menos hace una hora y algo cuando se la tomó, y con una oxigenación de la sangre al límite. Lo entramos y se pasa de camilla con apenas ayuda del choffer de la ambulancia que enseguida se (+)
(-) lleva la de ellos. El médico me conecta la máscara al pico de oxígeno y lo sigue.
Arranco a interrogar al paciente mientras le pongo el saturómetro y el termómetro. El de enfrente protesta que él estaba antes para el oxígeno y el del costado le escupe un (+)
(-) “antes vas a estar para el cajón si sos así de hijo e’ puta”. Yo vuelvo a mi paciente.
El hombre asegura que no se siente tan mal, que se agitaba al ir a la cocina, así que su mujer pasó a llevarle la comida a la cama, pero que, al baño –más cerca– sí que (+)
(-) llega. Que tos no tiene tanta tampoco, aunque a veces larga algún moco verde, pero que pensó que era por los puchos que se prendía de pibe –uno atrás otro, aunque solo hasta los veintiuno– porque hace unos años ya le agarró así y tomó “Moxilina” y se le cortó, (+)
(-) así que ahora la viene tomando; “de la plus”, explica, pero como no se le va llamó a la obra social. Ahí le hicieron entender que el virus este da todas esas cosas –la falta de un poco de aire, la tos, el moco, el cansancio, porque muy cansado está, y también la diarrea (+)
(-) que tantas veces lo hace ir a ese baño al que por suerte todavía llega caminando– y que tenía que esperar a que pasara, que otros estaban peor y que la ambulancia era para ellos, que no había que exagerar. Pero su mujer se preocupa –siempre, que si estornuda, si se le (+)
(-) encarna una uña porque su madre es diabética y él puede haberlo heredado, que si come poco, mucho y hasta si deja el brócoli que odia, pero que, según ella, tan bueno es para la salud– y ella llamó, así que él se disculpa en serio por robarle el lugar a otro que lo necesite(+
(-)más, es que con ella no puede. Larga todo esto de forma entrecortada y yo le regalo una mano en alto seguida de un pedido de que no hable tanto así se agita menos. Él hace que sí con la cabeza y me aclara –antes de que llegue a preguntarle– que no tiene ninguna enfermedad.
(+)
(-)
–Mejor –le sonrío desde atrás de mis dos barbijos y espero que pueda leerlo en mis ojos.
Paso a revisarlo. Satura noventa y uno con el oxígeno a tope, está taquicárdico y respira bastante rápido; tiemblo más que la puerta que casi tumbaron hace poco. Le apoyo (+)
(-) el estetoscopio en la espalda bajo una camisa clarita con líneas azules dobles formando cuadros: me llegan crujidos finos, soplidos como de una tuba e incluso rugidos. El termómetro –olvidado en su axila– marca treinta y ocho y medio. No tengo muchas dudas (+)
(-) de que tiene una neumonía bilateral (de los dos pulmones).
Me pongo a explicarle que su esposa hizo bien en llamar, que se va a tener que quedar internado, que le vamos a hacer un laboratorio, una placa y, si fuera necesario, una tomografía y a él se le escurren (+)
(-) un par de lágrimas que se seca de inmediato.
–¿Pero esto no me va a llevar, no? –pregunta moqueando y tose–. Tan viejo no soy y escuché que le pega peor a los jovatos.
–Vamos a hacer todo lo posible para que te recuperes pronto y vuelvas con tu mujer –le prometo.
(+)
(-)
No hablo de que vengo viendo a muchos jóvenes hechos pomada, solo lo tranquilizo mientras ruego para adentro para que salga entero.
Voy para la puerta, me descambio junto al tacho de bolsa roja y hago las órdenes de laboratorio, suero y corticoide. (+)
(-) Para cuando termino de escribir me duelen hasta los dedos. Me saco las antiparras que ya tengo incorporadas, les tiro alcohol y vuelvo con mi milanesa. En el estar la suplente, salida hace no tanto de la facultad, llora porque se le murió por primera vez un paciente. (+)
(-) Quiero abrazarla, pero no se puede. Le ofrezco milanesa, coca y le palmeo la espalda.
El laboratorio de la mujer oncológica sale bastante bien. La orina y la placa dan normales. Estoy por contárselo cuando la del olor a vainilla putrefacta y el pelo bicolor (+)
(-) se pone a gritar que le duele demasiado. Está ovillada sobre la camilla y el del brazo apenas se apoya contra la punta.
Llamo a los de cirugía. El residente de primero ni la revisa y le pide una tomografía para la que pretende que tome contraste que la mujer (+)
(-) le asegura que va a vomitar. Le trae el primer vaso. Ella toma el contraste de a poco, con miedo parece, mientras el chico la mira. Va por la mitad cuando lanza todo sobre las botas descartables que cubren los pies del pibe.
(+)
(-)
–Es así con todo –lloriquea la mujer sin disculparse.
Él se aleja sin demasiada sorpresa en los ojos, se saca las botas y se limpia las salpicaduras del ambo con una gasa y agua oxigenada como si fueran de sangre.
(+)
(-)
La tomografía sale al final sin contraste. Aparece una cosa rara y gigante en el estómago que también, como una bola que lo ocupa y que se va para el intestino, así que la suben a quirófano.
Yo vuelvo con la mujer del cáncer de mama, pero esta vez me frenan (+)
(-) los golpes bestiales en la puerta que da a la sala de espera. Son repetidos, secos, parecen salidos de las manos de uno de los monstruos de los de los cuentos que tanto le gustan a mi ahijado. La madre me prohibió leérselos porque grita a la noche del susto y a él (+)
(-) le prometí retomarlos cuando me llegue a la pera. Viene creciendo rápido y la madre me quiere matar.
La madera de la puerta vibra, tiembla. El orientador viene con que hay otro tirado y yo resoplo mientras termino de ponerme el EPP. Salgo, (+)
(-) esta vez con él, con el camillero y el de seguridad que se queda atrás. El “tirado” es un borracho conocido que ronca como si estuviera en su cama –casi que lo envidio–. Se pilló encima, vomitó y creo que también se defecó. (+)
(-) Golpearon más que nada porque “no se puede estar del olor”.
Lo entramos. Paso al hombre del tatuaje infectado junto a la oncológica y acostamos al borracho en la camilla de al lado mientras le encargo un “combo revive (+)
(-) muertos” a la enfermera.
–No nos puede hacer esto –protesta el del tatuaje mientras otra vez se ajusta la chapa de la nariz.
Me disculpo con él y con la mujer oncológica que repite el gesto de los hombros apenas en alto.
(+)
(-)
–¿Usted no piensa decir nada? –le ladra ahora el del tatuaje a su compañera de camilla.
–Gracias que nos atienden –lo ubica ella.
–Al lado de toda la mierda…
–¿Cómo mierda? Es una persona…
–Hablo de la baranda –le aclara él.
–¿De qué?
(+)
(-)
–Del olor, señora. De este y de la de antes.
–No sé de qué olor me habla –contesta la mujer con los hombros para arriba por tercera vez.
Ahí el hombre del tatuaje la mira con las cejas acercándose al nacimiento del pelo y con los ojos demasiado abiertos. Cierra la chapita,(+)
(-) descuelga el suero y se va a la otra punta del pasillo desde donde putea.
–¿Desde cuándo no tenés olfato? –le pregunto a la mujer.
–Recién me doy cuenta –contesta ella con su eterno gesto de los hombros.
(+)
(-)
Le explico que voy a tener que hisoparla, que esto sí que puede ser Covid, pero que por suerte la placa le dio bien. Ella llora y se ríe a la vez mientras larga que al final no se la va a llevar el cáncer. Le acaricio la espalda –EPP incluido– y prometo, creo que por (+)
(-) décima vez en lo que va del día, que vamos a hacer todo lo posible para que esté bien.
Al paciente que llegó en la ambulancia le vienen el laboratorio y la placa –me había olvidado de pedírsela y se la hicieron hace poco– espantosos. Intento derivarlo por la obra (+)
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(-) sanatorio que le toca. Le recuerdo que la ambulancia era del SAME –el SAME no lleva a nadie a su obra social– y lo dejo protestando mientras le busca cama.
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(-) en las manos y me saco un segundo los barbijos. Respiro hondo –inclinada hacia adelante– el aire húmedo que me llena la nariz. Huelo horrible, pero ya ni me importa. Siento a mis pulmones llenarse mientras se me escurren un par de lágrimas. Necesito mi (+)
(-) cama. Las seco rápido y aprieto los ojos. Sé que si arranco no voy a poder parar y todavía queda un largo trecho de guardia.
Cerati se larga a cantar y ni eso me arranca una sonrisa. Miro el número en la pantalla del teléfono; es el R1 del cirugía. Atiendo.
(+)
(-)
–Eran pelos –me larga entre carcajadas.
–¿Eh? –no sé de qué me habla.
–Lo de la mujer de los colores. ¡Era una bola de sus pelos! –aclara y me corta que lo llaman.
Yo respiro hondo una vez más, me acomodo los barbijos y las antiparras y vuelvo para (+)
(-) adentro mientras me pregunto si la bola de pelos sería roja, verde o tan bicolor como ella. Me muero de ganas de prenderme un pucho.

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