Papá no llora, aunque lo vi llorar varias veces. Papá no llora y a mí no me gusta el fútbol, aunque haya jugado varias veces. Así funcionó siempre la dinámica entre nosotros y, por razones de fuerza mayor, así deben funcionar por el resto de nuestros días.
Hay cosas que son y tienen que ser así. Un vecino borracho, de cuando todavía vivía en el barrio, decía que si a mí no me gustaba el fútbol estaba bien porque de esa forma el universo se mantenía en equilibrio.
Decía lo mismo de su adicción a la botella y de los lagrimales secos de papá. Como uno ya sabe, a veces el universo patea el tablero y hace que todo se vaya a la mierda, así que a veces lloramos. O jugamos al fútbol. O empinamos el codo.
Mi viejo nunca dijo cosas como “los hombres no lloran”, o “dejá de llorar”. Otros tipos más excéntricos que él escribieron sobre esto y sí, Robert Smith nos mintió, pero ya voy a llegar a eso. Papá simplemente interpretaba.
Un macho a la antigua, pero un macho tácito, de esos que no necesitan decir ni “macho”, ni “trolo” porque no tienen que demostrar ni juzgar nada de nadie. Una vez se le escapó un “maricón” y a todos se nos cayeron los monóculos, pero después estuvo toda la tarde pidiendo perdón.
Así es papá, un macho tácito: mano pesada, voz de cantante de tango, bigotes de nicotina, panza enorme y dura por sobre el elástico del short deportivo. El estereotipo del que no tiene que llorar. Siempre fuimos dos polos opuestos.
Él siempre “de deporte”, yo siempre perfumado y con el jopo peinado. Los dos fumábamos y creo que ese fue el medio, el punto común, lo que nos siempre nos unió e hizo que tuviéramos conversaciones. Cuando pasó lo que pasó, los dos teníamos los puchos en la boca.
No esperen nada extraordinario, hablo de una epifanía chiquita, pero que me hizo entender muchas cosas más.
Yo viajaba todos los fines de semana a zona sur para ver a papá y a mamá y a mi hermana.
Si el tiempo ayudaba, me pegaba una escapada a lo de mi primo para cambiar un poco el tema de conversación. Ya saben cómo funciona, uno va a ver su familia una vez por semana y siempre termina retomando la conversación que dejó la última vez.
El punto es conectar y ese fin de semana tenía todo más o menos planeado: llevaba una botella de vino en la mochila, dos paquetes de Parliament, un libro y un mapa de acción en la cabeza.
Digamos que iba a llegar a eso de la una y a las tres o cuatro de la tarde iba a jugar La Selección. Si mal no recuerdo era una semifinal, así que papá decía que era importante. De ahí el vino. De ahí los puchos. Celebrar, pasara lo que pasara.
El libro era mi carta de salida por si el partido se volvía demasiado lento o demasiado rápido. Uno siempre puede leer. Llevaba la camiseta de Argentina abajo del buzo porque calculaba que eso pondría contento a papá.
La pasión se lleva adentro, pero si no se externaliza pierde foco. Esto no lo digo yo, sino que lo leí en un libro de psicología y decidí que era verdad. Papá se iba a poner la casaca de River, ya lo sabía, así que bueno, al menos íbamos a estar los dos “de deporte”.
Papá me fue a buscar a la estación con la camioneta y lo encontré fumando en el banquito de la plaza de en frente. Me prendí un cigarrillo y, si bien él iba por la mitad, lo alcancé con pitadas profundas para que pudiéramos terminar al mismo tiempo e irnos a casa.
Llegamos y la mesa estaba puesta. Papá dijo que íbamos a comer más tarde así terminábamos cuando empezara el partido. Hicimos unos mates para pasar el rato y me contó del fixture, de quiénes iba a jugar, hizo algunos chistes de fútbol que no entendí y tiró las frases de siempre.
Años después yo usaría esas frases cuando hablase de fútbol con otros para no quedar como un idiota. “Dos cabezazos en el área son gol”.
“La columna vertebral de un equipo de futbol es el dos, el cinco y el nueve”. “A la selesión le falta un cinco como Redondo”. “¡Selección, hijo de puta, SELECCIÓN!”, le decía, y papá pegaba una carcajada.
Cuando agotó el tema fútbol, pasó al tema trabajo. “Yo no entiendo cómo hacen ustede’ con la computadora y los botoncitos y ¡pum! Tienen un sueldo”. Al día de hoy, papá no sabe de qué trabajo ni qué hago. Sabe que escribo y creo que eso es lo que importa.
Pero en ese momento le intenté explicar que Social Media esto y que las redes aquello y cuánto ganaba un influencer. Terminamos a las puteadas, pero no podíamos dejar de hablar. Me dijo de prender la tele porque estaba por empezar el partido.
Le respondí que todavía faltaba una hora y me dijo que quería escuchar lo que decían los periodistas. Para papá los periodistas deportivos son todos unos hijos de puta, pero hay que escucharlos igual. Hay cosas que son y tienen que ser así.
Prendió la tele y yo preparé los platos y el vino. Comimos escuchando a la gente de TyC. Papá puteaba cada tanto y se quejaba de las estadísticas. “El fútbol es así, no hay dos partidos iguales.
¡Déjense de hinchar las pelotas con cuántos gole’ va a meter la selesión y esperen al partido, viejo!”. Yo tenía el libro arriba de la mesa. La inmortalidad, de Milan Kundera.
No estaba particularmente aburrido, pero el libro en la mesa es como vivir en pareja en un departamento sabiendo que siempre podés volver a tu casa. Son los preservativos en el cajón de la mesa de luz. Los pantalones cómodos y manchados de lavandina para andar de entre casa.
Siempre se puede volver a los libros y olvidarte de lo demás. Como hoy, en ese momento sabía que tenía que escribir, pero sobre qué hacer con el resto de mi vida, nunca tuve idea, así que cada tanto me deprimo.
Ese día estaba cercano a la depresión, justo en la puerta, casi depresión, pero no todavía. Andaba con esa nube oscura sobre la cabeza que me hacía preguntar qué iba a ser de mí.
Hoy le digo “falta de motivación”, pero no hay un término concreto que describa lo que sentía y siento.
Cuando empezó el partido, papá se sentó en la silla plegable y puso la copa de vino en el suelo. Me dijo que el vino estaba bueno y que le pasara la soda.
Ponerle soda al Rutini debería ser un crimen, pero hay cosas que son y tienen que ser así. Papá era así. Papá no llora y a mí no me gusta el fútbol.
Durante el partido mentí algunos insultos y dije que Di María era un pelotudo. Alabé a Mascherano y acordamos que Messi no era igual con la selesión que con el Barcelona. ¿Pero qué se yo después de todo?
Estaba conspirando contra el universo haciendo algo que yo no estaba destinado a hacer. Gol de la selesión. Más partido. Empate. Más partido. Gol de la selesión en el minuto 93. Pitido final. Lo miré a papá con una sonrisa.
Quise decir “ganamo’ viejo”, pero no llegué a decir “viejo”. Papá estaba llorando. Papá le estaba jugando un fulbito al universo. ¿Por qué será que hacemos lo que no debemos hacer? Y digo, eran lágrimas de verdad. No era emoción nada más, había algo más profundo.
Me quedé mirándolo y me olvidé del libro. Me olvidé de Kundera. Me olvidé que tenía que volver a tomar el Roca y que los auriculares funcionaban de un solo lado. Solo podía pensar en cómo Robert Smith me había mentido.
En ese momento entendí que lo que le pasaba venía más allá de las palabras, incluso más atrás de donde se forman las palabras. En ese momento tuve un solo pensamiento: “quiero sentir eso que siente papá”. Me lo dije mentalmente. Me lo repetí y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Nos abrazamos. Habíamos pasado a la final y estábamos llorando, mirando fútbol y empinando el codo. El universo estaba en desequilibrio absoluto, pero hay cosas que son y tienen que ser así.
FIN.
Gracias por estar del otro lado en este #MartesDeHistorias comentando y dando RT! Es más, les agradezco el doble porque ahora, si además me leen en #medium, la plataforma me paga ;) así que todo es felicidad por bancar lo que amo hacer.
Se los dejo acá: urieldesimoni.medium.com/cosas-que-son-…
Y estoy muy contento porque esta vez no maté a nadie en una historia!
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Solo para que conste en el acta, esto que estoy por contar todavía tiene su original en un pedazo de papel madera adentro de una caja, adentro de una habitación sin usar en la casa de mi papá.
La historia no tiene nombre porque no lo necesita y, cada vez que la conté en voz alta me referí a ella como “El incidente de Winnie The Pooh”, así que, por conveniencia lingüística y falta de imaginación para nombrarla de otra forma, vamos a llamarla así.
Era diciembre, había terminado el secundario, pero no mi etapa como fumador, así que seguía animando fiestas. Era diciembre y tenía los ojos pintados con delineador y el pelo a lo Robert Smith. Era el hijo de Bob Patiño y un mapache.
"Ma, ¿te acordás de la almohadilla eléctrica?"
El auditorio estaba explotado. Había gente sentada en los apoyabrazos de los asientos de otras personas. Gente amontonada en los escalones. Nadie sabía quién era el de al lado.
Lo único que teníamos en común era que todos mirábamos en la misma dirección. Habíamos ido por lo mismo, por un comentario en el diario que decía que había quienes se desmayaban durante la lectura. Y uno va, uno va esperando no ser el desmayado.
Creo que así funciona la vergüenza, pero vamos igual. Siempre puede que uno se lleve una sorpresa.
Por lo general no voy a esos eventos.
Me crucé con esta carta que escribió una nena de ocho años en un vuelo de Quantas y pidió que se la den al piloto (al lado va traducida).
Cuando la leí, y por fuera de la humorada, me quedé pensando en algo de lo que hablo siempre.
Casi religiosamente hablo del propósito de las marcas y cómo ese "norte" es lo más importante para la compañía, ya que de ahí se desprende todo lo que dicen y hacen.
También hablo de la cantidad de veces que las compañías pierden ese norte.
Bueno, en esta carta vemos cómo, incluso cuando nos olvidamos de ese núcleo, nuestros consumidores nos lo van a recordar. De ahí la importancia de ser humanos como marcas y escuchar al otro. Extendamos eso a social media, cartas, blogs, teléfonos y atención al cliente.
Yo no sé cuánto saben de medicina, pero hoy les voy a contar del mejor diagnóstico médico jamás dado.
Mi viejo es de los tipos que van al médico cuando sienten que están en las últimas, pero bueno, a fuerza de convencimiento, logramos que se haga un chequeo.
Un chequeo en realidad siempre son muchos chequeos. Que análisis de esto, de los otro. Que resonancia magnética, que próstata, que sangre de acá y electrocardiogramas.
No sé si les pasa, pero para una persona que no quiere ir al médico, lo peor que le puede pasar es ver a muchos.
El proceso tarda algunas semanas y bueno, le salen cosas bien, cosas mal. Las malas siempre relacionadas con el sobrepeso, triglicéridos y colesterol. La parte que viene sucede porque mi viejo no sabe todo eso y está esperando el resultado y el diagnóstico. El próximo paso.
Hoy la vamos de escritura, pero, como diría #TedMosby, “sirve también para la vida”.
“Menos es más”. ¿La escucharon? Yo sí, y hasta la milité por mucho tiempo, sobre todo porque tiene que ver con el estilo de escritura que vengo forjando hace casi diez años.
Pero (siempre hay un pero), hay mitos que tenemos que derribar y este posteo se trata de eso, de eso y de pensar de forma visual al momento de tipear, escribir a mano, de cualquier proceso creativo.
"MENOS no siempre es mejor que MÁS".
Bien, prestemos atención a las dos frases que siguen. Ambas dicen EXACTAMENTE lo mismo:
1. Las personas no siempre tienen el reconocimiento que merecen.
2. Juan hizo lo mismo que Roberto. Pero lo hizo subido a dos zancos caminando para atrás.
Hoy por toda la movida de #PeakyBlinders grabando en Manchester, estuve subiendo fotos, pero a pesar del glamour, les quiero contar una historia sobre la otra cara la ciudad. Una nefasta. #AbroHilo
“Está todo mal con los trolos”. Eso dijo. Pero esperá. No te levantes de la silla enojado todavía. Esperá, necesito aclarar. “We aren’t OK with those fucking queers”. Eso dijo, pero no creo en las traducciones literales.
Tal vez fueron los ojos, había una chispa, un odio, un algo que me llevó a traducirlo así y contarlo hoy por este medio.
Está todo mal con los trolos. En Manchester está todo mal con los trolos. No podía quedarme con ese statement. Una opinión, una muestra de bronca.