#CosasQuePasanEnLaGuardia #130. PRE-COVID. Sigue anotada. Ahí. Primera. Primera con su apellido complejo y digo complejo por no decir terrible. Quise que fuera mentira, un chiste de mal gusto del orientador o de algún compañero. Fui con una sonrisa a lo del primero. (+)
(-) “Buena jugada”, le tiré y hasta le palmeé el hombro. Pero no, no era broma, y ahí el que se rió fue él.
–Lo tenés que pronunciar seco. Seria. Como si fuera un Pérez –me dijo con los labios para adentro y los ojos que le brillaban.
–¿No la querés llamar vos? –imploré.
(+)
(-)
Adujo que esperaba un paquete, que encima tenía que anotar a los que llegaran –había dos en la fila–, que había mandado a tres a rayos y se los tenía que pasar al traumatólogo y yo qué sé qué más. Todo esto con las comisuras de la boca para arriba y los dientes demasiado (+)
(-) blancos –parece que se hizo flúor o algún tipo de limpieza– que me saludaban.
Así que volví, lento, con un dejo de esperanza de que alguien la hubiera hecho pasar, pero no, sigue ahí. Ahí junto al signo de exclamación que indica que urge, que la llamemos primero, (+)
(-) pronto, casi que ya mismo. Ahí con su apellido que no quiero tener que pronunciar –más que nada porque temo que se me escape una carcajada y ofenderla–, ahí con el nombre adyacente que resulta tan común como “María” –seguro que si salgo a la sala de espera y llamo a “María”(+
(-) van a venir por lo menos tres o cuatro, todas queriendo ser atendidas primero porque su dolor es urgente, su receta es urgente, su grano es urgente, porque están esperando hace mucho, porque hace calor, porque el de al lado huele feo o porque sus marido las están esperando(+)
(-) para que hagan la comida–, está ahí con esos síntomas –parece una reacción alérgica fea– que me apuran a llamarla pese a ese apellido que tan reticente me encuentro a pronunciar.
Abro la puerta y una mujer me reclama que le puse mal la fecha a las recetas que le hice ayer.(+)
(-) Le contesto que ayer no estuve de guardia y me ladra que no le mienta, que era yo con mi ambo blanco igualito al de hoy –blanco, chaqueta escote en V, el más común del mundo– y con el pelo así corto –hace una línea con el índice a la altura de mis hombros despoblados–, que(+)
(-) no me escape, que por mi culpa perdió tiempo yendo a la farmacia para nada, así que “es hora de que corrija mi error”. Pienso en la mujer del apellido tremendo que espera ya ni sé hace cuánto, en que solo hay una camilla libre y que si llega alguna ambulancia se va a (+)
(-) quedar sin lugar, y manoteo –decidida a concluir rápido el asunto– el papel doblado que sacude esta otra frente a mis ojos cual espada.
Lo abro. Los dobleces parecen añejos. La orden es de una médica, sí. Una médica cuyo apellido no es el mío. Una médica que no me suena y(+)
(-) eso que acá nos conocemos todos. Una médica que dudo que haya estado de guardia ayer o la hubiera visto en el pase. Me fijo en lo que le mandaron: son psicofármacos. Encima la orden tiene fecha de medio año atrás. Le informo que no puedo ayudarla, que, como le dije antes, (+)
(-) no fui yo quien la atendió y que, además, en la guardia general no se receta ese tipo de medicación. Me manda a lavarme las patas –“andá a lavarte las patas, pata sucia”, grita–, saca un cigarrillo y lo prende ahí mismo. El de seguridad le pide que lo apague y lo manda (+)
(-) a lavarse los huevos poco antes de desaparecer por la puerta.
La gente se queda mirándola y yo aprovecho el momento de distracción para llamar a la mujer del apellido terrible –aprieto enseguida las muelas para que la caracajada no se escurra–mientras (+)
(-) me pregunto cómo habrá sido su infancia, si la habrán patoteado, si habrá pensado en cambiárselo, si lo habrá intentado, si algún tipo habrá dejado de invitarla a salir con tal de no lidiar con las jodas de sus amigos y qué otras repercusiones puede haber tenido en su vida(+)
(-) tan horroroso apellido.
Apenas lo pronuncio, toda la distracción que causó la fumadora de los lavados de patas y huevos se evapora. La gente me mira, algunos con un signo de pregunta en la frente y otros con las caras sobrepobladas de risas. Me miran primero a mí, a la (+)
(-) que lo pronunció, después al que gritó “vamos” –un hombre de cincuenta y largos– y, por último, a ella, la chica que parece chorrearse bajo su abrazo. Las risas se evaporan –en su mayoría– apenas notan lo mal que se la ve. Respira rápido y está que se cae. Él casi que (+)
(-) la carga.
Entran y me olvido del tema apellido. El hombre, que se presenta como el padre, huele al mismo perfume que usaba mi ex que me dejó por una supuesta gran amiga. Aprieto las fosas nasales y espanto los recuerdos mientras el señor me cuenta que su hija (+)
(-) es asmática y que parece que algo le dio alergia. La chica –de veinticinco años, trigueña, con una nariz tan incisiva como su apellido– apenas habla. Respira rápido, muy, demasiado y tiene las manos y los pies tirando a bombuchas. Le pongo el saturómetro mientras le escucho(+
(-) el cuello: el aire pasa bien. Voy a la espalda. Los pulmones, en la parte de abajo, hacen ruido a mechón de pelo que se refriega: ruido a agua. Miro el saturómetro. Satura demasiado bien para estar respirando así. La cosa no me cierra. Le pongo el termómetro y le tomo la (+)
(-) presión mientras espero. Está alta, aunque no por las nubes. Fiebre no tiene, pero sí taquicardia.
Indago por otros síntomas. El padre dice que esto, que respiraba rápido y le dijo que se hiciera el inhalador, que ella se lo hizo, dos veces primero, otras dos y otras (+)
(-) dos más, pero nada, seguía así.
–¿Tuvo fiebre? –pregunto.
La chica de la nariz incisiva y el apellido complejo mueve lento la cabeza hacia ambos lados y murmura un “vómitos”. La palabra le sale lenta, como borracha y los párpados se le caen. Se (+)
(-) reclina contra la pared de atrás de la camilla y parece dormirse pese a lo rápido de su respiración.
–¿No va a darle un corticoide? –me increpa el padre.
Habla de que siempre le dan, que si no termina internada. Le explico que me parece que esto es otra cosa y le pregunto(+)
(-) a la hija si está orinando bien. Larga un “poco” que suena cada vez más gutural. Tiemblo.
Indago por otras enfermedades.
–Más que nada el asma y las alergias –responde el padre y me recita una lista que va desde la penicilina al polen pasando por los ácaros y el tomate.
(+)
(-)
Sigo con los remedios. Trae algunos en una bolsa. Inhaladores por dos –el de mantenimiento que usa mañana y noche y el de rescate que se dio bastante hoy–, antialérgicos solos, combinados con corticoides y hasta con pseudoefedrina (un fármaco al que le tengo mucho (+)
(-) respeto y que no debería usarse en exceso) que el padre explica que es el que más toma cuando anda con mucho moco y tiene que estudiar, antiácidos y laxantes porque es “seca de vientre” desde chica.
–Ahí faltan los de la columna –agrega el hombre.
(+)
(-)
–¿La columna? –lo invito a explayarse.
–La que sabe bien es mi mujer que para variar no contesta el teléfono. Creo que fue por la mochila pesada. Parecía que llevaba ladrillos al colegio. Eso o cuando se cayó de la bici.
–¿Y qué toma para la columna?
(+)
(-)
–Mi mujer es la que se los compra. Cuando me atienda le digo bien, solo sé que hay distintos, unos comunes y otros flex.
Cierro los ojos unos segundos y puteo para adentro mientras pienso que toma más remedios que mi abuela a la que no llamo hace rato. (+)
(-) Hago una nota mental para llamarla.
Preparo las órdenes de laboratorio y escribo “urgente” arriba mientras el padre insiste con los corticoides.
–Créame que no necesita eso. Esto no es una alergia –le aseguro.
(+)
(-)
–Yo conozco a mi hija y sé lo que tiene –insiste él.
Le pido que confíe en mí, pero ya no me escucha. Saca el teléfono, encuentra un número y se lo lleva a la oreja.
Escucho cómo llena de puteadas y reproches lo que parecería ser un contestador, (+)
(-) probablemente el de la mujer, mientras me alejo y busco al enfermero para que me haga rápido ese laboratorio y le ponga una vía intermitente (sin suero, solo el cañito para tener el acceso venoso y poder pasarle medicación) a la chica que cada vez me gusta menos cómo la vi.(+
(-)
–Estoy solo así que va a tener que esperar –me ladra él.
Está sentado, mirando el celular y ni levanta la vista durante su ladrido. El lugar donde se dejan las órdenes de laboratorio está repleto.
–Es importante –insisto–, no me gusta cómo está.
(+)
(-)
–Todo es importante acá. Todo es ya, ya, ya. Y yo soy uno. Uno solo. Con dos manos. Dos –ahora sí que me mira. Me mira con los ojos que parece que se le van a salir de las órbitas y me muestra sus manos que sí, son dos.
Le cae una gota de transpiración por la frente y (+)
(-) seguro que otras tantas por las axilas porque el olor espeso a hombre concentrado casi que me tumba. Aprieto las fosas nasales como con el perfume de mi ex.
–Esto de verdad es urgente –pronuncio, aunque sé que no tiene sentido.
–Sí, seguro, seguro –vuelve al teléfono.
(+)
(-)
Manoteo tubos, una jeringa, agujas, guantes y demás y salgo disparada mientras gruño un “seguro” rotundo. Voy al consultorio en el que la chica sigue bastante dormida y respirando rápido. El padre pelea por teléfono. Grita “egoísta” y “mala madre”. Habla de corrido y (+)
(-) termina con un “a ver si te dignás a contestar”. Ahí también me recuerda a mi ex –no podía entender que en la guardia no tuviera buena señal y se sacaba bastante– y pienso que probablemente me haya hecho un favor al dejarme por mi amiga que tan amiga no era claramente.
(+)
(-)
Aprieto las fosas nasales y preparo todo. Le explico a la chica lo que voy a hacer y sube y baja la cabeza de forma lenta y con movimientos cortos. Le busco alguna vena. Entre la hinchazón y que parece que igualmente nunca las tuvo lindas, no encuentro ninguna. Me resigno (+)
(-) a que no e voy a poder poner la vía y paso a la arteria. Le explico que va a doler más, pero que es importante hacerle un análisis de sangre pronto. El padre aparece y me reclama el corticoide.
–Cortala –murmura ella.
(+)
(-)
Yo le repito al hombre que no lo necesita y paso a pinchar a la hija en la muñeca sin esperar respuesta. Ella putea por el dolor –pese a que nunca encontré tan rápido una arteria– y me alegro porque reaccionó. Casi que parece más despierta.
Llevo la sangre yo misma. (+)
(-) Corro y pido que me la procesen urgente. En el laboratorio hay una señora macanuda de rulos electrificados y anteojos colorinches que me dice que ya mismo lo hace. La quiero abrazar.
Atiendo a dos pacientes antes de tener los resultados. Uno se tragó la tapita de atrás de (+)
(-) una lapicera y exige una tomografía. Le digo que no tiene sentido, que seguramente la va a defecar –la tapita era de las blancas, chiquita y de plástico y él no tiene ningún síntoma– y le pido una placa para dejarlo contento. Vuelve y está todo bien. Le mando dieta y (+)
(-) vaselina líquida, pero me dice que no piensa tomar eso porque es un asco y se va con una cara de disconforme que no me preocupa; solo quiero los resultados de la chica del apellido horroroso. La otra paciente viene por vómitos segura de que es una gastroenteritis. (+)
(-) Diarrea no tuvo y cuando le pregunto por su fecha de última menstruación se lleva las manos a la cabeza y abre grande la boca. Le inyecto algo para que deje de vomitar y la mando a obstetricia. Estoy segura de que sus vómitos tienen patas.
(+)
(-)
Finalmente consigo los resultados y confirmo mi sospecha: a la chica del apellido espantoso no le están funcionando casi los riñones. Llamo a nefrología. Atiende un médico que conozco y me pide que le mande el laboratorio por mensaje. Me devuelve una cara de zombie (+)
(-) horrorizado y dice que en cuanto termina con un paciente baja.
Voy a hablar con la chica y con el padre. En eso llega la madre, dice que se le había muerto el teléfono y fulmina al hombre con rayos rojos asesinos que le salen de los ojos. Él entorna los (+)
(-) suyos y junta las cejas al medio. Yo los dejo con eso y me acerco a la paciente. Le explico lo que está pasando, que sus riñones no están andando bien y que van a venir a verla los de nefro para ver si le hacen diálisis. Pregunta si duele y le aseguro que no, que, si (+)
(-) deciden hacérsela, le van a poner un catéter y eso es apenas una molestia.
–No pasa nada. Te lo hacen y te mejorás como con el corticoide –se mete el padre–. Un poco de pinchazos y ya estás en casa como nueva.
(+)
(-)
La madre revolea los ojos, resopla y gira hacia mí.
–¿Y esto de los riñones por qué es? –pregunta.
–Toma varios remedios que puede que tengan que ver, aunque todavía no sabemos mucho –contesto y apenas lo pronuncio me arrepiento, aunque ya es tarde.
(+)
(-)
Ella mete los labios para adentro y aprieta los ojos.
–Tenías que jugar al doctor con nuestra hija –le ladra el hombre.
–Basta –murmura la chica que ahora abre un poco más los ojos.
Le pido a los padres que salgan y los reto sobre que no es momento (+)
(-) para pelear, que lo de su hija es delicado y que no es justo para ella encima tener que escucharlos discutir. La mujer se larga a llorar y el hombre la abraza mientras sube y baja la cabeza. Abre la boca y se queda así unos segundos. Temo que me vaya a reclamar el (+)
(-) corticoide, pero en lugar de eso, larga un “gracias”. Le devuelvo un “de nada” y voy para la lista.
La que sigue está anotada como DA: dolor abdominal. Miro el apellido. Es italiano y no tiene nada de horrible ni de vergonzoso. Salgo a la sala de espera y la llamo. (+)
(-) Una voz masculina contesta “vamos” y un hombre de sesenta y cortos se acerca cargando a su hija que avanza pálida y empapada en transpiración. Una mujer desde el fondo pregunta qué pasó con la del apellido horroroso. Lo pronuncia sin reírse.
(+)
(-)
–Va a estar bien –le informo.
Va a estar bien, repito para adentro mío mientras respiro hondo y cuento hasta cinco. Me muero de ganas de prenderme un pucho.

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