#CosasQuePasanEnLaGuardia #135. Nueve y media de la noche. Guardia de sábado. La meten por la entrada de ambulancias entre los tres. El de seguridad los deja pasar como si nada –alude a la gravedad del cuadro– y los guía hacia mi persona. Vienen uno a cada lado (+)
(-) y el otro, el distinto, atrás.
–Mi madre está muy mal, doctora. Tiene que ayudarla –pronuncia el de la derecha con tono paquete omitiendo el “buenas noches”.
(+)
(-)
Tiene cuello corto y ancho y hombros haciendo juego; parece jugador de rugby, aunque la edad –cincuenta y pico– y la panza incipiente que le tironea los botones de la camisa a rayas celeste y blanca, conspiran contra mi hipótesis.
(+)
(-)
El de la izquierda es igual. Y cuando digo igual, me refiero a calcado. Luce hasta el mismo remolino en el pelo todavía morocho tupido. En lo único que difiere es en el tono –apenas más oscuro– de las rayas de la camisa también tironeada por unas milanesas de más.
(+)
(-)
El de atrás, alto, de cachetes chupados y dedos largos huesudos, con apenas algo de pelo también morocho –jaspeado el de él– a los lados y una pelada reluciente, incurvado hacia adelante y apenas a la derecha, formándole un alero a la señora bajita rubiona de (+)
(-) de raíces blancas algo abandonadas, no parece haber practicado mucho deporte en su vida.
Los tres portan el mismo tapabocas azul marino de una tela símil neoprene, aunque más gruesa, con una válvula negra a cada lado que tal vez les permita desparramar las gotas (+)
(-) de cualquier estornudo que se les escape.
Me concentro en la mujer. Tiene los ojos cerrados, decorados por un dejo de sombra mezcla de marrón y dorada y algo de rímel apenas corrido hacia abajo y afuera. Parece dormida y hasta soñando algo lindo. Luce un tapabocas con un (+)
(-) colibrí y una flor roja en forma de trompeta que parece tener debajo un barbijo N95 (los potentes contra covid y tuberculosis que usamos los médicos para atender desde que inició la pandemia) y un quirúrgico –de los de tres capas, celeste– que (+)
(-) asoma bajo los ángulos de los otros dos. Su cuerpo –remeda a una versión liliputiense de la osamenta desvalida del hijo de atrás– reposa por las axilas sobre las manos con dedos de salchichón de los gemelos de camisas a rayas en tonos de azul.
(+)
(-)
Les pregunto qué pasó: no se despierta. Tenían que cenar, llegaron y la puerta estaba sin llave, cosa rara para la señora, viuda y bastante asustadiza. Al entrar no había ni un dejo de aroma al puchero con el que la madre había prometido recibirlos como todos los sábados. (-)
(-) Las verduras reposaban, sin pelar, sobre la tabla de madera y ni había señales de la carne, menos que menos de la olla que no humeaba en la hornalla como siempre que llegaban. Se dirigieron entonces al living y ahí estaba, recostada en el sillón de un cuerpo de pana bordó,(+)
(-) algo chorreada hacia un costado, con la ropa de reunirse puesta –camisita blanca con puntilla en las solapas, pantalón pinzado gris topo y cinturón de gamuza negro con punta en plata, regalo del nieto mayor que se fue a estudiar afuera–, con los barbijos en su lugar y (+)
(-) bañada en ese perfume frutal que adoptó hace unos meses y que ninguno se animó a remarcarle el dejo de rancio y barato y que por qué no vuelve al importado que le regalara su difunto marido casi dos años atrás, y que todavía está por la mitad. La camisa lucía una mancha (+)
(-) entre amarillenta y anaranjada y el pantalón otras dos –el color de esas resultaba difícil de precisar por lo oscuro del fondo, aunque probablemente fueran más de lo mismo–, otra cuestión también extraña en su madre, siempre impoluta. (+)
(-) Intentaron removerlas mientras esperaban a la ambulancia, pero les resultó imposible. Esta última nunca llegó, así que la cargaron en el auto de uno de los de rayas y la trajeron ellos mismos.
Abro las fosas nasales detrás de mis dos barbijos y la máscara y recién ahí (+)
(-) siento apenas una ráfaga de ese aroma a una mezcla que bien podría contener mango y durazno sumados a algo rasposo, intenso y hasta dañino al final. Las cierro de nuevo.
(+)
(-)
La cuestión es que la saludaron suave, pero nada. Temieron, por un momento, lo peor, aunque, con los sacudones, reaccionó.
–Pero se vuelve a dormir –finaliza el hijo semi rugbier del inicio.
(+)
(-)
Miro alrededor. Las camillas del pasillo están colmadas por un diabético descompensado, un hipertenso al que le estamos bajando la presión que trajo por las nubes, una chica con una mordedura infectada –creo que del gato del novio nuevo– que no mejoró con (+)
(-) antibióticos por boca y se los estamos metiendo por vena, un adolescente pasado de drogas varias –predominantemente cocaína– que cayó a la tarde y todavía sigue con los brazos agarrotados y el cuello en una posición bastante extraña, (+)
(-) una mujer de apenas cincuenta con el electro conectado y la cardióloga con los ojos rebosantes de preocupación mientras analiza la tira de papel verde cuadriculado –con su respectiva serie de montañas y valles en negro– que va saliendo, un señor de (+)
(-) ochenta y largos con la nariz y el labio abierto que mi compañera rubia que parece una Barbie acaba de empezar a suturar y un epiléptico conocido que viene tomando alcohol –vino de cartón o alcohol etílico, lo más seguro– desde la tarde y que terminó convulsivando (+)
(-) y con un tremendo golpe en la frente y el pómulo derecho, aunque, por suerte, no requiere sutura.
Apilo a los tres primeros en una camilla, corro al de los brazos agarrotados junto al señor de la sutura y les aseguro a todos que es temporario. Recibo una serie de protestas(+
(-)a las que hago caso omiso y paso un algodón con alcohol –apenas percibo el olor, sigo con las fosas nasales cerradas por el perfume de la señora del puchero no resuelto y, más aún, por el vaho a orina vieja y caca nueva que espolvorean los pantalones del epiléptico conocido– +
(-) sobre la camilla que acabo de liberar. Sale con restos rojos y amarronados. Evito pensar en la gente que estuvo sentada encima de eso.
Les indico a los hijos casi rugbiers y al que forma el alero que ubiquen ahí a la señora. Y la cargan con cierto recelo.
(+)
(-) –¿No hay una habitación? –pregunta el de la izquierda.
Casi le revoleo los ojos como suele hacerme el orientador, pero me contengo y simplemente le informo que no, que no hay ni un consultorio con una camilla libre, mientras sostengo la cabeza medio oblicua que tiende a (+)
(-) caerse hacia mi hombro derecho ya demasiado contracturado. Una gota de transpiración se desliza por debajo de la remera que me separa del ambo blanco y del camisolín hemorrepelente que me puse para hacer pasar a un hombre con un hisopado negativo al primer día de síntomas,(+)
(-) que agregó tos y fiebre y siguió yendo a trabajar hasta que hoy se decidió a venir solo por insistencia de sus compañeros. Me olvido de su existencia y vuelvo a la mujer de las raíces algo abandonadas al igual que su puchero que duerme sobre la camilla recién limpia. (+)
(-) Me muero de ganas de que me cocine uno.
Arranco por un “hola”. La llamo por su nombre primero y después por el apodo de dos sílabas que comparte con una tía segunda mía. Nada. La sacudo. Levanta apenas un milímetro los párpados y los vuelve a bajar. (+)
(-) Le retuerzo mis nudillos enguantados sobre la camisa de puntilla a la altura del esternón y manotea en un intento de sacarme.
–Asta –balbucea.
Asumo que es un “basta”.
(+)
(-)
Repito el gesto. No consigo más que un “no”. Le pongo el saturómetro, el termómetro y le tomo la presión. Da todo bien. Mis hombros se aflojan un poco. Le escucho los pulmones, el corazón y le toco la panza; nada raro. Le miro las pupilas: las tiene apenas tirando a chicas,(+
(-) aunque reaccionan perfecto a la luz. Ella trata de cerrar los párpados cuando se las ilumino. Apoyo mis dedos índices y medios estirados sobre sus manos y le indico que los apriete. No me hace caso y hasta larga una especie de ronquido.
(+)
(-)
–Es bastante sana –me interrumpe el hijo que hasta hace un rato le hizo de alero.
Asegura que no es hipertensa ni diabética y que no fuma ni toma alcohol. Tampoco toma pastillas para dormir ni ninguna otra, o casi. Va más para el lado del a homeopatía, aclara. (+)
(-) Está operada del útero –se lo sacaron por miomas– y del apéndice. Vesícula cree que tiene y que le ataca muy cada tanto.
Le hago un hemogluco (un test de azúcar en sangre a través de una gotita que sale de un pinchazo del dedo); da normal. Le pido a los enfermeros que le (+)
(-) saquen un laboratorio y le coloquen un suero y me apuro a tomografía. Mis suecos de goma rechinan por el camino y me recuerdan que me olvidé de ponerme las botas descartables.
Llego. Hay una pareja traída de un choque esperando para entrar (+)
(-) y un técnico nuevo –petiso como la señora, flaquito y con cara de nene asustado– que me implora que le dé veinte minutos. Le contesto que sí y le sugiero que respire –hondo de ser posible– mientras le prometo –más a mí que a él– que ya va a mejorar la noche. (+)
(-) Le dejo sobre la mesada de la consola el chocolate que me regaló la madre de un chico que vi con un ataque de pánico y vuelvo con mi paciente. Sigue con los párpados cerrados y la cara llena de paz.
Agarro una ampolla de Flumazenil (una droga que usamos para despertar a (+)
(-) los que se toman pastillas para dormir). Miro al techo, respiro hondo, cuento hasta cinco y se la paso. La señora me regala un ronquido.
Llamo a los camilleros. No atiende nadie. Consigo una silla de ruedas y convenzo a los hijos para que me (+)
(-) ayuden a depositarla en el asiento rajado –aunque no del todo roto– mientas fabrico un apoya pies con una tira de venda. A la mujer la pasan cual muñeca y ni se inmuta. Voy con los dos de rayas y el hermano alero se queda cuidando la camilla que el de la presión alta intentó+
(-) recuperar apenas sentamos a la señora. El traqueteo de una de las ruedas de adelante señala nuestro camino.
Llegamos al tomógrafo cinco minutos antes de lo pautado. Un camillero con el pelo platinado está sacando a la mujer de la pareja (+)
(-) que iba en moto –por suerte parece que con casco– y me regala un pulgar en alto seguida de un “Ya la ayudo, doc”. Desaparecen y el técnico me suplica que lo espere unos minutos. El chocolate reposa sobre la mesada.
(+)
(-)
La tomografía da totalmente normal. El camillero platinado aparece en el tomógrafo cuando estamos sacando a la señora, se hace cargo y la lleva volando –con un traqueteo intenso que demanda una reparación urgente– de vuelta a su camilla. Tardo tres minutos en (+)
(-) convencer al hombre de la hipertensión, amotinado donde antes reposaban los zapatos negros de cuero algo raído de la señora, que le deje la camilla otro rato más. Finalmente se aleja con un “si quiere torrar, ¿porqué no se va a su casa?”. (+)
(-) La chica de la mordedura le ruge que ella también está cansada, pero no se queja. Me dan ganas de abrazarla.
El camillero la acuesta y la mujer balbucea un intento de “gracias” con la R que se le patina. El hijo que sigue encorvado hacia adelante y a la derecha (+)
(-) le acaricia las raíces abandonadas. Les estoy pidiendo a él y a los hermanos que por favor se quede uno solo cuando una mujer morocha con el pelo atado en una colita, uñas comidas, ambo verde de sanatorio privado y no más de cuarenta y cinco años se baja su tapabocas (+)
(-) azul marino de neoprene con válvulas negras hasta permitir que asome una nariz ganchuda, se acerca a la cabeza de la mujer del puchero fallido, le baja el tapabocas, los barbijos y le huele el aliento mientras la cachetea.
(+)
(-)
–¿Otra vez, mamá? A mí no me engañás ni aunque te bañes en este perfume inmundo –le escupe en un tono bastante menos paquete que el de los hermanos.
–Asta –gruñe la paciente y ronca.
Ahí la hija la agarra por los hombros y la sacude.
(+)
(-)
–¿No te parece que estás grande para estos trotes, mamá? Dale, despertate que nos vamos –sigue.
–Pará, loca. ¿Qué te pasa? –el hermano alero le agarra la mano izquierda.
La mujer sigue sacudiendo a la madre con la derecha.
(+)
(-)
–Cortala, che, ¿no ves que está mal? Hasta le hicieron una tomografía… –se mete el rugbier de las rayas más oscuras.
–¿Tomografía para qué? ¿Para verle las neuronas bailando mamadas? –se ríe ella.
(+)
(-)
–¿Eh? –el hermano de recién propulsa la cabeza hacia adelante todo lo que le permite su cuello de toro y junta las cejas al medio.
Ella mira el suero –no tiene nada escrito– y abre la chapita para que pase a chorro mientras gira hacia mí.
(+)
(-)
–Soy enfermera –me tranquiliza señalando el líquido transparente–. Y mi mamá está borracha, doctora. Re-borracha –le corre nuevamente el tapabocas, los barbijos y me hace señas para que huela como si no estuviéramos en pandemia.
A la madre la sacude otra vez y le exige que(+)
(-) largue el aire.
–¿Pero qué decís…? –salta el gemelo de camisa con rayas más claras.
–Si mamá no toma… –completa la frase el hombre alero.
–Contate otro… –se ríe la hermana y vuelve hacia mí–. Mamá toma desde hace meses, solo que lo esconde bien.
(+)
(-)
Miro a la mujer. Ronca cada vez más fuerte. Me siento una tarada. Me pregunto por un segundo si no tendré que hisoparme por no haberle olido el alcohol; recuerdo su hedor a mango y durazno asesinos, mis dos barbijos encimados –con algo de moco debajo–, la (+)
(-) máscara que me contractura todo el cuello y espanto la idea.
Les pido a los hijos que me ayuden a ponerla de costado; no quiero que vuelva a vomitar –ya estoy segura de que ese es el origen de las manchas entre amarillentas y naranjas– y que se le (+)
(-) meta el vómito hasta los pulmones. Mientras, le pregunto a la hija por otros antecedentes. Resulta que sí es hipertensa –el alto discute que ya no, que la presión se le normalizó con las pastillas y que ya ni las necesita–, tiene colesterol alto y toma una aspirinet@ por (+)
(-) día.
Los hijos la giran sin mucho esfuerzo y le indico al enfermero un combo revive muertos del que solemos usar en los borrachos de siempre que traen de las plazas de alrededor o en adolescentes pasados de mambo. Resulta raro ver el líquido amarillo (+)
(-) llegando a las venas de la mujer del puchero fallido cinturón de gamuza con punta de plata.
Busco su laboratorio: totalmente normal. Se lo dejo a la hija enfermera y le pido a los hijos restantes que esperen afuera; “son demasiados”, aclaro. Se van gruñendo que su madre (+)
(-) no es ninguna borracha y que tiene que haber otra explicación.
El hombre de la presión alta ladra que quiere volver a su camilla. Le ofrezco ubicarse a los pies de la señora del puchero fallido que ahora duerme con las rodillas algo encogidas hacia el pecho.
(+)
(-)
Refunfuña con que la mande a roncar a su cama y se queda donde está.
Vuelvo a la lista. El hombre que probablemente anduvo desparramando covid por su trabajo está tachado. Me saco el camisolín que ya me olvidé que traía puesto, los guantes, la máscara, (+)
(-) las antiparras, el barbijo quirúrgico y la cofia –todo alcohol de por medio–, me lavo las manos y enfilo hacia la entrada de ambulancias. Salgo, me bajo el N95 y meto aire hondo. Cuento hasta cinco y llevo la cabeza primero hacia un hombro y luego hacia el otro. (+)
(-) Me muero de ganas de prenderme un pucho.

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