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La Condesa de Chinchón, paludismo y Gin & Tonic

Había una vez un profesor de medicina en una prestigiosa universidad que cambió su distinguido puesto para estar a cargo del jardín botánico. Sucedió en el siglo XVIII en Uppsala, Suecia y él, Carl, no era un Carlos cualquiera.
Él fue uno de los más grandes científicos de la historia; quien inició el proceso para crear una nomenclatura científica para clasificar a todos los organismos del planeta. Por ejemplo, cómo se diferencia una vaca de un caballo, o de una cebra o de un burro?
Muy fácil. Se observan y se distinguen claramente sus diferencias anatómicas. La pregunta difícil es: ¿Cuáles son las diferencias desde el punto de vista científico? Siguiendo un patrón que distinga especies, género, familia, etc. tanto externa como internamente.
No es tan sencillo como parece. Y eso fue lo que hizo Carlos. Durante un viaje en Lapland en el norte de Suecia, Carlos vio un hueso en el piso. Intuyó que si tuviera un a sistema de clasificación, hubiera podido identificar la especie del hueso. Y lo hizo.
Después continuó con minerales, plantas y otros organismos. Miles de ellos. Desde algas hasta árboles. Desde la mosca de la fruta Drosophila melanogaster hasta ungulados y Homo sapiens. Las minuciosas observaciones de Carlos inauguraron la nomenclatura científica.
Carlos era Carolus Linnaeus (1707-1778), el famoso zoólogo y botanista sueco. Los nombres científicos existen gracias al genio de Carlos. Se le considera el “Padre de la Taxonomía”.
Linnaeus viajó extensivamente y descubrió numerosas especies desconocidas para la ciencia. Escribió y publicó mucho sobre numerosas especies.
En 1742, Carlos designó a un árbol de Sudamérica Cinchona pubescens, comúnmente conocido como Chinchona, en honor a la mujer Española Condesa de Chinchón.
La Condesa de Chinchón, Francisca Enríquez de Rivera, fue la segunda esposa de Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, Conde de Chinchón. Fue escogido por el Rey Felipe IV para ser el Virrey de Perú. La pareja vivió en Perú de 1629 a 1639.
Doña Francisca era muy piadosa y amable con la servidumbre y, muy especialmente, con una criada que era casi una niña. En 1630 la condesa enfermó de paludismo. Como la mayoría de las enfermedades infecciosas en esa época, el paludismo era incurable.
La pequeña indígena decidió administrarle los “polvos mágicos” cuyo secreto su pueblo guardaba celosamente. Sorprendida in fraganti, la niña fue apresada por tratar de envenenar a la virreina. Estaba a punto de recibir su castigo cuando la Condesa salió en su defensa.
Agradecido por salvar a su hija, el padre de la criada compartió con la Condesa la fuente de los “polvos mágicos”, la corteza del árbol quina quina. LA Condesa de Chinchón fue la primera europea en beneficiarse de las propiedades curativas de la quina.
La noticia se difundió en Europa y el médico de los Virreyes llevó la corteza a España. De ahí unos jesuitas la llevaron a Roma, desde donde se difundió con los nombres de “Corteza Jesuita”, “Polvos de la Condesa”, “Corteza del Cardenal” y “Chinchona”, por la Condesa de Chinchón.
Desconocían que la corteza contenía quinina, así como otros alcaloides anti-maláricos. Fue uno de los grandes descubrimientos médicos del siglo XVII. El tratamiento del paludismo con quinina marcó el primer uso de una substancia química para curar una enfermedad infecciosa.
¿Cómo lo sabían los indígenas? Cuenta la leyenda que un indígena con fiebre alta se perdió en la jungla. Al tener mucha sed, bebió agua estancada de una posa y le supo muy agria. Se dio cuenta que el agua estaba contaminada por árboles quinaquina.
Quinaquina era el nombre que originalmente nombraban a la Chinchona. Sorprendentemente su fiebre cedió. Él relató su descubrimiento accidental con otros indígenas y el uso de los extractos del árbol se utilizaron para abatir fiebres.
Los extractos del árbol se usaron con éxito en Europa en el siglo XVII, pero el nombre de “Corteza Jesuita” no fue bien recibido en la Inglaterra protestante. Aun cuando el Rey Carlos II de Inglaterra fue tratado de su “fiebre” en 1679, su médico Talbor lo mantuvo en secreto.
Los europeos se mantuvieron ocupados en los siglos XVIII y XIX explorando y colonizando América, África y Asia. Los colonizadores blancos adquirieron muchas enfermedades infecciosas locales y el paludismo (o Malaria, del latín aire malo) no fue una excepción.
La enfermedad es causada por parásitos del género Plasmodium. Existen varias especies de Plasmodium que infectan humanos como P. vivax, P. malariae y el más mortal P. falciparum que es prevalente en África (más de 600 mil muertes anuales).
Los parásitos penetran y se reproducen en los glóbulos rojos. En un ciclo sincronizado la nueva generación de parásitos rompen y emergen del cada glóbulo rojo. En la sangre buscan más glóbulos rojos que infectar.
Con tantos millones y millones de parásitos en la sangre, el sistema inmune no se da a vasto. Obviamente la fiebre causada es alta y sucede cada 3 o 4 días, cada vez que los parásitos emergen en sincronía de los glóbulos rojos.
A pesar de que los extractos del árbol quinaquina o Chinchona son efectivos contra el paludismo, su sabor es muy agrio. Antes de 1820, la corteza era desecada, pulverizada y mezclada en líquido antes de ingerirla.
En 1820 Pierre Joseph Pelletier and Joseph Caventou purificaron la quinina de la corteza y la llamaron “quinina”. La quinina reemplazó al polvo de la corteza para tratar el paludismo.
Además de la quinina, los otros alcaloides presentes en la corteza de la quinaquina o Chinchona incluyen la quinidina, cinconina y cinchonidina. Todos tienen efectividad anti-palúdica.
La fama del maravilloso árbol se extendió en la década de los 20s del siglo XIX cuando unos oficiales del ejército británico en India, antes de tomar la quinina para protegerse del paludismo, la mezclaron con azúcar y agua. Crearon el primer agua Tónica.
La demanda por quinina era enorme. Hacia 1850, la compañía East India gastaba £100,000 anuales en la corteza, pero era insuficiente para mantener la demanda de quinina entre colonizadores británicos. La respuesta: cultivar la Chinchona en las colonias.
La iniciativa atrajo a muchos inversionistas y especuladores, quienes viajaron a Sudamérica en busca de semillas de Chinchona. Muchos fracasaron, como el inglés Richard Spruce que plantó en Ceilán cultivos con semillas provenientes de Ecuador.
Los árboles en Ceilán produjeron muy poca quinina. Los holandeses tuvieron más suerte con las semillas exportadas del inglés Charles Ledger, explorador en el Perú, después de que el gobierno británico le dijo que no tenía interés en sus semillas.
Los árboles crecidos con las semillas de Ledger produjeron 8 veces más quinina, proporcionándole a Holanda un pseudo-monopolio en el mercado. Los extractos de los árboles dieron la pauta para llevar a cabo uno de los primeros estudios clínicos controlados.
La eficacia de sulfatos de los 4 alcaloides de la Chinchona se estudiaron en 3600 pacientes entre 1866 y 1868. Usando el criterio de valoración (primary endpoint) “cese de paroxismos febriles” la eficacia de los 4 alcaloides fue similar con tasas de curación >98%.
Mientras que el agua tónica menguaba el sabor agrio, otro soldado británico tuvo una nueva idea. Mezcló el agua tónica con ginebra. Ahora el tratamiento resultó más sabroso. Con la mezcla el original GIN & TONIC nació.
Obviamente, la nueva mezcla se popularizó y se convirtió en la bebida arquetípica del Imperio Británico. Todo gracias a la corteza del árbol sudamericano, al indígena que descubrió sus propiedades anti-febriles, a los Condes Chinchón, y a los soldados británicos.
Hoy, un dibujo del árbol quinaquina está plasmado en la bandera de Perú. Y sí, Carolus Linnaeus nombró incorrectamente “Cinchona” en lugar de “Chinchona” al árbol quinaquina, probablemente por los jesuitas que en latín o italiano lo pronunciaban “quincona”.
Para terminar, Alexander Von Humboldt no dijo sobre el Perú: “Un mendigo sentado en un banco de oro”. Fue el científico italiano Antonio Raimondi y no es cierto.
“…tantas aves y animales, árboles y peces tan diferentes e ignotos”. Pedro Cieza de León. La Crónica Del Perú (1553).
Fin del hilo

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