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JUICIO RANIERE MAYO 29-30 (lo prometido es deuda): La última vez que Daniela Fernández se encontró físicamente con Raniere, por el año 2007, ella dormía en un sillón de su leonera, agotada de organizarle los discos y libros,
de llevar el mantenimiento cibernético del grupo y de hacerle los resúmenes de los libros que él estaba muy ocupado para leer enteros. Ella había dejado de ver al líder desde que inició a fines del 2006 un efímero romance con Ben Meyers, un estudiante del grupo;
cuando Keith se lo prohibió, ella le dijo que no, que quería seguir, que le gustaba lo que sentía cuando estaba con él, ante lo cual Raniere estalló, retirándole la palabra y la presencia, comenzando una campaña de hostigamiento contra ella y redoblando sus horas de trabajo.
Daniela dormitaba cuando Raniere entró al cuarto. Sin más, se bajo los pantalones y le puso los genitales en la cara. Ella fingió seguir dormida y, luego de un rato, él se fue. No se volvieron a encontrar hasta este pasado lunes, en la corte de Brooklyn.
Lo de Ben no pasó de un par de semanas de escarceos, pero ella había firmado su toque de degüello. Nadie, nunca, había rechazado así a Keith Raniere, el hombre más inteligente del mundo; el que no se mojaba bajo la lluvia; el que alteraba el clima;
desestabilizaba las computadoras y provocaba que las parejas sexuales que tragaban su semen vieran un destello de luz azul (por mi madre, bohemios): Daniela cometió el imperdonable pecado de concluir que Raniere era un hombre normal.
A sus muchas disidentes de rompe y rasga las había podido catalogar de locas, de enemigas, de malvadas, pero esa muchachita de apenas 20 años que, en prfecta calma, le dijo que contemplaba un futuro sin él, mandándolo lisa y llanamente a la friendzone, lo dejó helado.
“Elegiste amarlo a él cuando podrías haber elegido amarme a mí”, le diría después.
Poco a poco dejó de ser bienvenida en las casas de las compañeras y en los eventos comunitarios, sociales y no.
Para limpiar su “transgresión ética”, una que nunca se le explicó a ella o a la comunidad pero que no le impidió a Raniere catalogarla de soberbia, de floja, de deshonesta, de impura, de indulgente y de irrespetuosa, se le recetó una larga lista de requerimientos;
doblar su carga de trabajo, bajar de peso (de 70 kilos pasó, en 36 días, a 60; la “dieta” consistió en tomar, por 40 días, solamente agua con limón, polvo de chile y miel de maple. Los laxantes, al gusto. El peso señalado como ideal para ella era, con 1.70 de altura, de 55 kilos)
reportarse con cu coach cada 15 minutos para decirle lo que hacía en ese momento y restringir la música, las caminatas y el internet. Debía escribir largas cartas a Raniere, anexadas con una lista de sus defectos y debilidades, y de las reparaciones que debía hacer.
Pero nada era suficiente. Raniere la culpaba de que la comunidad la viera con lástima, diciéndole que si ella les dijera a todos que se encerraría hasta que resolviera sus transgresiones, en vez de aparecerse por todos lados, que quizá podría avanzar en su recuperación:
“debía dejar bien claro que yo quería los castigos para crecer; que había deshonrado mi relación con Raniere y que, cuando él había tratado de ayudarme, yo lo desdeñé”.
Cesaron todo contacto por un par de meses, pero como Daniela era indispensable en lo que hacía,
comenzaron a comunicarse por correo; en parte para darle instrucciones y en parte para interrogarla, incesantemente, sobre Ben. “Lo que sientes por él no es real, sólo te gusta la atención que te da”, le decía, preguntándole: “¿Te tocó entre las piernas?”, “¿Cómo?”,
“¿Tú respondiste?”, “Sigues sin darme detalles de cómo manipula tu vagina”, y otros comentarios igual de indispensables para su crecimiento personal.
Los castigos y limitaciones se hicieron cada vez más severos.
Le quitaron sus documentos; le limitaron la comida y el dinero; le vetaron la música y los libros y el acceso al teléfono y a la computadora debía ser estrictamente laboral, y le negaron tomar el examen que acredita la prepa abierta porque eso sería una “indulgencia”
que la distraería de su penitencia. Ella describía su vida como monacal. Raniere, Karen Unterreiter y Lauren Salzman la reprendían incesantemente, cargándola de calificativos insultantes y restregándole el gran daño que había causado no sólo a Keith sino a toda la organización;
sus transgresiones y defectos, reales o imaginarios, se convirtieron en el centro de su vida. Cuando ella les decía que sentía que le habían cortado las piernas, Keith le escribía, en correos electrónicos mostrados en la corte:
“Quizá necesitas que además te corten los brazos, para que sientas más dolor”, y “Es por tu orgullo enfermizo que tienes tantos problemas; arregla tu ruptura ética, pedazo de mierda”. Cuando ella le contestaba que por qué la trataba así, Raniere se disgustaba y le decía:
“¿Ves? Sólo debes contestarme que sí y nada más”. Raniere se aseguraba que el único camino para su salvación y, muy pronto, su única referencia y contacto con la realidad, fuera él: “Necesitas obsesionarte conmigo, es la única manera”.
Todo este tiempo, le seguía pidiendo fotos diarias de su entrepierna desnuda, reclamándole que no le enviara alguna donde salía su cara; cuando ella le decía que no quería poder ser identificada, él la castigaba por no ser lo suficientemente vulnerable con él.
En la primavera del 2009, desesperada y enferma, con la piel inflamada y el estómago hecho trizas, por instrucciones de Karen Unterreiter, acordó ir case Raniere a pedirle perdón. Cuando llegó y lo vio y se paralizó: no pudo pedir perdón si, ella sabía, no tenia culpa alguna.
Lo miró un rato, cerró la puerta y regresó a su casa.
Salzman fue quien sugirió un castigo más severo. Raniere entonces llamó a la madre de Daniela, quien le había pedido reducirle algunos rigores a su hija, y le dijo que no sólo no lo haría,
sino que ésta debía vivir en su cuarto, vaciado de todo menos de un colchón en el piso, con la ventana empapelada y sin contacto humano alguno fuera de las ocasionales visitas de Slazman, esparcidas de mes a mes;
ni siquiera podía ver o comunicarse con el resto de los de la casa, su propia familia, que poco objetaron al ser convertidos en los carceleros de su propia hija y hermana. La comida, casi toda cruda y a veces en mal estado, le sería llevada 3 veces al día y dejada en el piso,
frente a la puerta de su cuarto, y su único accesorio sería lápiz y papel para escribirle a Raniere, diario, una carta rogándole el perdón. Cuando la madre respingó, diciéndole que Dani estaba arrepentida y que no estaba segura si un confinamiento tan radical le serviría de algo,
Raniere le dijo: “Si Daniela retoma su vida pasada sin haber reparado su transgresión, quizá pague algo del gran daño que ha hecho, pero se va a convertir en un monstruo. Si regresa a México
(ella había expresado ese deseo un par de veces; regresar, volver a la escuela y llevar una vida simple) sin haber arreglado su gran ruptura ética, se va a convertir en un monstruo. Yo he tratado de ayudarla, pero estoy perdiendo la paciencia”.
Cuando supo lo que le esperaba se escapó, con unos cuantos centavos que tenía, para llamarle desde el teléfono público de una tiendita a Ben y pedirle que la llevara lejos, que la sacara por favor de allí. Éste nunca contestó el teléfono ni le regresó la llamada.
En sus primeros días de cautiverio, tomó por un momento una computadora de la casa y entró, clandestinamente, a Facebook. Miró los perfiles de sus compañeros de ahora, y luego los de sus amistades de la infancia y juventud, en México, y se dio cuenta de que,
luego de 7 años orbitando exclusivamente alrededor de Raniere y de NXVIM, dos de ellos haciendo “una vida monacal”, para el mundo exterior había dejado por completo de existir.
Se desplomó y, sin dinero ni papeles, sin escolaridad, con estatus de ilegal y sin lazos humanos dignos de tan nombre, regresó a la casa familiar como un becerro al matadero.
Stay tuned; continuará mañana.
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