Y él me sonrió.
Sin necesidad de palabras, un abrazo, ya nos veremos.
Abandonamos el cementerio.
Mirando a ese horizonte que no sabes cuando termina, pero termina.
Me fui pensando en ella y en su lección.
Era una voz distinta.
No llamaba un padre o una madre.
Llamaba ella.
Protagonista de una vida guionizada por una realidad injusta.
Dos años de travesía, de fármaco a cirugía, para llegar hasta ese teléfono donde lejos, al otro lado, estaba yo.
- Hola.
- ¿Tú quién eres?
- Tu médico, el nuevo.
- Creía que ibas a sonar más mayor.
Su médico responsable se iba de vacaciones en agosto. Estaba informada del cambio.
Sabíamos que para escribir finales el destino no entiende de veranos.
Así que ahí estaba yo, el sustituto.
Quieto, en silencio y pequeño.
Y con nada que decir.
La ruta la hizo ella, que sabía más que yo de lo que era de verdad importante.
Y concertamos una visita.
- Mañana nos vemos - dije.
- Eso espero - contestó.
En su terreno y en su trono.
Sentada en el centro del salón con una gafas nasales sobre sus labios.
- Perdona que no me levante, pero es que me canso.
Asentí mientras era consciente de ser analizado.
Me quedé quieto.
Buscas soluciones.
Ella tenía las gafas nasales unidas a un tubo de plástico que cruzaba la casa hasta llegar a su habitación.
Para llegar a sus pulmones el oxígeno viajaba varios metros.
Inspiración.
Espiración.
- Ahora que tienes cara me será más fácil decirte lo que pienso - me dijo.
Ajustamos las medicinas y salimos de casa.
Ella se despidió encendiendo la televisión.
Un par de llamadas, quizá quería saber si nos acordábamos de los últimos cambios.
Echaba de menos a sus amigas y la psicóloga del grupo habló con ella en casa.
No mucho que contar.
Todo por hablar.
Vacío.
- No me busques ahí que solo están mis ganas - escuché.
Seguimos el cable con el oxígeno, para no pedernos, y entramos en su cuarto.
Estaba en la cama.
Pálida.
Junto a ella un chaval la enseñaba fotos en el móvil.
Su hermano bajó la cabeza un poco.
Pelo corto, camiseta demasiado grande, bermudas y #Zapatillas rotas.
- Me voy - dijo él.
Las visitas con periodicidad semanal permiten ver distinto lo que parece que no cambia. Lo mismo que nos pasa con un amigo que no ves desde hace tiempo, o con tus hijos. Cambiar es amigo del tiempo e inexorable como un reloj.
La exploramos y repasamos la medicación.
En un momento dado de la conversación se detuvo.
Comenzó a hacer planes.
La hoja de ruta.
Habló.
- No puedo morir en casa - dijo.
Nosotros sabíamos que no iba a ser posible.
Pero no lo habíamos verbalizado.
Ella era la única responsable de su tratamiento y su madre nos había indicado que no podía hacerse cargo.
Entendíamos aquello.
Tenía un significado ineludible.
No hacía falta traducir lo que implicaba llamar a una ambulancia.
Lo primero por justicia para ella, lo segundo para no correr un riesgo.
Debíamos hacer equilibrio en la incertidumbre.
Para que pudiera moverse sin depender de ese cordón umbilical transparente que le anclaba a su casa.
La dejé junto a una hucha con forma de cerdo.
Aire para el aire.
Salió de la cama.
La mochila le permitió abandonar su casa y dar un paseo en silla de ruedas por el barrio.
- La gente se sorprende porque todavía estoy aquí, es cojonudo.
Tenía un gesto de dolor que trataba de disimular.
Apenas hablaba y sonreía con los labios muy apretados.
El rostro afilado.
Apenas comía.
Su hermano apareció cuando estaba escuchando su pecho, que sonaba a esponja húmeda, y se quedó allí prestándole su mano.
Decidimos cambiar la medicación.
Ella me observó.
- Hoy me miras distinto.
Después de tres semanas y varias horas de conversación teníamos confianza para hacer bromas.
- Como comprenderás no me muero por volverte a ver - me dijo.
Me había costado dormir.
Marqué el número de su móvil y no contestó.
Después usé el de su casa y su madre sonó al otro lado.
- No está aquí - se detuvo un instante-. No sé dónde está.
Ella había salido a comprar el pan.
Actos de rutina cuando queda poco para que ésta salte por los aires.
Al regresar la casa vacía.
Ni ella ni su hijo la esperaban.
Le daba seis horas de oxígeno.
- Es como si la hubieran tirado, son sus ahorros, todo lo que tiene.
Su hijo no cogía el teléfono.
Apagado y fuera de cobertura.
Nadie al otro lado del buzón de voz.
- Ya está en casa - dijo la madre -. Están los dos bien.
Si estaban bien quizá era mejor no decir nada, hacer como si no hubiera pasado.
Era su vida, tanto en las presencias como en las ausencias.
- Nos hemos ido de excursión.
Sonreímos.
Quería dejar claro que había pasado.
- ¿Dónde?
- Al centro comercial.
Parecía muy pequeña, sudorosa, sin duda el viaje la había agotado.
Le costaba respirar.
Para evitar verme influido por el efecto del paseo matutino le propuse regresar por la tarde dado que estaba de guardia.
- Descansa, luego nos vemos.
Despacio, muy despacio, como un charco que se evapora, ella iba lentamente dejándose llevar.
Estaba más dormida.
Le costaba mirarme a los ojos.
Había llegado el momento.
Hablé despacio, por temor a que no me entendiera y por temor a no ser capaz de decirlo todo.
Sonrió.
Lloró.
Probablemente es la pregunta más compleja a la que uno se pueda enfrentar como médico. En realidad, es la pregunta más compleja a la que te puedes enfrentar seas lo que seas.
Y siempre es justa.
- ¿Tú qué crees? - le dije.
Y ella me observó tranquila y dulce. Haciendo que se arrugaran los extremos de sus ojos. Dueña de una sabiduría infinita.
Asintió.
No dijo más.
Con un gesto de su dedo índice nos indicó que podíamos empezar.
Nosotros, tras dejarla en la habitación, hicimos visitas diarias.
Siempre estaba acompañada.
Cada vez más dormida.
Rodeada constantemente de amigos y familia.
Nos lo comunicó él por teléfono usando el móvil de su hermana. Se lo había pedido ella, para que nos diéramos un susto al ver su nombre por última vez en la pantalla.
Sin dolor.
Se cumplieron sus deseos para ese momento.
Dejó una lista, una hoja de ruta, para que nadie cometiera ningún error.
Allí su madre nos dio un abrazo mientras su hermano, más tímido, parecía querer rodearse de los amigos.
Un escudo ante los malos recuerdos en forma de médico.
Se había puesto camisa.
Y entonces vimos sus #Zapatillas.
Nuevas.
Recién compradas.
A estrenar.
- ¿Del centro comercial? - pregunté.
Sin necesidad de palabras, nos dimos un abrazo.
Abandonamos el cementerio.
Mirando a ese horizonte que no sabes cuando termina.
Pero termina.
Me fui pensando en ella.
En su lección.
También está #PapelDoblado y #ElRelojDePedro.
Os dejo el acceso a ellos en los siguientes tuits.
Gracias por la paciencia.