, 11 tweets, 2 min read
Allá por 1993, cuando estaba en sexto grado, había un chico que nos gustaba a casi todas.
Vamos a llamarlo Federico.
Federico tenía el pelo ondulado y los dos dientes de arriba y adelante -las "paletas"- recubiertas con fundas plateadas.
Un galán.
A mí me encantaba Federico. Pero estaba resignada: no tenía ni chances con él.
Yo era la gorda nerd, con mis rulos indomables, mis pantalones con pitucones y mis buzos con volados.
Para esa época, estaba muy de moda hacer circular en una hoja un cuadro en el que estaban los nombres de todas las nenas del grado y diferentes atributos físicos: “cuerpo”, “ojos”, “pelo”, etc.
En este cuadro, cada varón del grado ponía un puntaje para esos atributos.
Lo mismo pasaba a la inversa: circulaba la hoja de varones y las nenas les poníamos puntaje, como la heteronormatividad manda.
En general, las hojas nunca se cruzaban. Pese a que todas sabíamos quiénes eran la “linda” y el “lindo” del grupo, no había evidencia directa para contrastar nuestro estatus general. Más allá del “levante” ocasional que teníamos (o no) en los bailes de séptimo, claro.
Pero un día, de casualidad, la hoja con los nombres de las chicas cayó en mis manos. Y vi los puntajes.
Los míos eran desastrosos EXCEPTO en una columna: “ojos”. Ahí los valores eran sobresalientes.
Federico, que me había visto con la hoja en la mano, se acercó. Me puse coloradísima. Él se dio cuenta pero se hizo el distraído.
Pensé que me la iba a sacar de las manos pero no. Me miró, miró la hoja, vio mi dedo apoyado en la columna “ojos” y me dijo:
“Si vos salieras a la calle tapada de acá para abajo (y puso una mano a la altura de su nariz) y de acá para arriba (y puso la otra mano a la altura de su frente), podrías tener al chico que quisieras”.
Posiblemente, Federico se olvidó de esta conversación apenas se dio media vuelta y se fue, dejándome con la hoja en la mano, los cachetes colorados y una sensación de angustia indescriptible en el pecho.
La angustia de que, en lugar de decirme “¡Para mí tenés unos ojos muy lindos!”, eligiera sugerirme que tendría que vivir tapando todo aquello que no era agradable a la vista según sus parámetros. Que esa era la manera de gustarle a los demás.
Federico se olvidó pero yo no.
26 años después me sigo acordando y, desde entonces, muchos días me pregunto si no debería salir a la calle así, tapada.
Hoy es uno de esos días y escribo esta historia mientras se me caen las lágrimas que, en ese momento, no dejé escapar.
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