No se pierdan esta perla los amantes de Bolívar, su confesión del 21 de enero de 1830, reportada a las autoridades británicas por el conde Charles de Bresson (diplomático confidencial del rey de Francia, 1er secretario de la embajada de Londres, enviado a Colombia por Versailles
para proponer un plan de monarquía en las Américas): «Si Europa —le dijo Bolívar— me hubiese ayudado y no fuera por mis primeros compromisos de liberalismo, habría establecido en todos los países gobiernos que SO MÁSCARA REPUBLICANA se hubieran acercado al poder Real». Con el
Viejo Mundo, Bolívar hablaba la lengua franca de sus verdaderas intenciones, con el Nuevo, en cambio, la lengua ditirámbica de sus proclamas populistas, la rancia prosa jacobina, ya en desuso en plena restauración napoleónica. Tal era la hipócrita esencia de su funesto plan
«independentista», un proyecto pseudo-republicano para esconder uno monárquico, uno pseudo-antiimperialista para tapar uno imperialista. Su doble rasero era magnánimo. Lo que le había sorteado el destino a Hispanoamérica era nada menos que un genocida serial, un empalador de
civilizaciones blandiendo la bandera de los Derechos del Hombre de 1789. He ahí las bases de nuestra reciente historia bi-secular, los delirios de grandeza de un bárbaro armado de un refrito ideológico de la guillotina francesa. Su obra fue dejarnos, 200 años más tarde (tras una
euforia caudillista infinita y una tiranía gomecista inevitable), una población descabezada, sin memoria, antihispánica, indigenista y negro-legendaria; tan ahogada en la ficción bolivarista,
que su culto la convierte en la ideal, necesaria heredera narcisista para ese oscuro negocio que la política venezolana llama «Patria».
X. P.
X. P.
