Días de trámite de una Ley de Eutanasia. Hoy, que es el día de Nuestra Señora de Lourdes, os quiero contar algo que tiene que ver con los enfermos, y con que probablemente haya permanecido en la fe.
Cuando tenía 17 años, mi familia pasaba por una situación difícil. Tras 2 años de desgaste, se rompía sin remedio la convivencia familiar. Años de esperanzas, de oración, de dolor. Como no, de recriminaciones, de culpabilidades... todo lo que conlleva una separación.
Estaba una noche en la playa, en Javea. Mi padre me había sacado de Madrid unos días de casa, para airearnos. Estabamos pasando unos días en la casa estival de su hermana y habíamos salido a cenar. Tras la cena, paseo por la playa.
Y allí, sentados, oyendo las olas, mi padre preguntó esas cosas que se preguntan con intuición, y de ahí salió en la conversación que estaba cansado. Que tanto rezar, tanto pedir, tanta convicción de lo que es recto, es justo... y solo silencio. Que todo en la familia iba a peor.
Dije, textualmente, que se me cansaba la fe. Estaba sometida a desgaste.
Mi padre tomó la determinación de volver a Madrid al día siguiente, y aprovechar esos días de descanso en otra cosa. Nos iríamos a Lourdes y a Santiago.
Mi padre tomó la determinación de volver a Madrid al día siguiente, y aprovechar esos días de descanso en otra cosa. Nos iríamos a Lourdes y a Santiago.
Y así lo hicimos. Y en Lourdes ocurrió algo maravilloso. Me encontré con la esperanza de los enfermos.
Era mi primera vez en Lourdes. Y en la gran liturgia ciclica del Santuario hay un momento de procesión eucarística. El sacerdote, llevando la custodia en procesión, va bendiciendo a los enfermos y asistentes.
Estaba cerca de la gruta, y a mi lado había varios enfermos. Unos en camillas, otros en silla de ruedas. Pasó el sacerdote con el Santísimo, nos bendijo. Mi recuerdo se hace vago, no soy capaz de focalizar rostros, pero mi memoria guarda vivo el recuerdo de lo que transmitían.
Había esperanza, aceptación, paz. Y a su lado gente que les daba toda clase de cuidados, y compartiendo la misma fe, y recibiendo la misma bendición.
Y caí en la cuenta de mi desgaste en la fe. Y de mi jugueteo con la idea de aparcarla por dolorosa e inútil, por no haber respondido a mis expectativas inmediatas. Yo quería la aceptación radiante de esperanza de esos enfermos. Esa era la forma de vivir la fe.
Puedo decir que muy probablemente permanecí en la fe por el misterio de la inmensidad de la dignidad de la vida humana que se puso de manifiesto delante de mis ojos. Unos enfermos crónicos y terminales me dieron una lección de fe, de vida y de esperanza.
Ahí no había muerte. Había vida, y se repartió a raudales. Estaba claro que de esos enfermos era ya el Reino de los Cielos.
Todo debería empujar en nuestra sociedad a la esperanza, y que hasta el último aliento todos estemos íntimamente entrelazados, como una gran familia. Todo debería sostener.
Pero nuestra sociedad apuesta por dejar atrás al moribundo para que no detenga nuestro avance. Eso sí, con una pistola con una bala en la recamara como signo de gran humanidad.
