Primero quiero pedirte perdón, perdón por contarte todo esto, pero creo que tenés que saber. Si la televisión no existiese, no estaría contando esta historia. Estaría contando otra, seguramente más feliz.
No es que no fuese feliz, el problema es que lo era demasiado.
Demasiado feliz. A ver, digamos que era lo que podemos llamar rutinariamente-feliz. Rutinariamente-feliz. Sí, suena a algo que hoy diría. Quedémonos con ese nombre. Digamos que para hacerle honor al nombre, íbamos todos los años a la playa.
Familia completa, varios autos, un trailer enganchado al Renault 12 y porta equipajes. Todos los años, segunda quincena de enero, Santa Teresita. Era genial. Digamos que para ser rutinariamente-feliz, comíamos los lunes milanesas de pollo,
los martes milanesas de carne y los miércoles milanesas de soja. Jueves, ravioles de ricota o de verdura. Los viernes eran viernes de pizza y los sábados y domingos teníamos un pase libre que solo valía para los sábados, pero los sábados se comía empanadas.
Los domingos, asado. Viernes a la tarde, sábados y domingos, la famila completa. Rutinariamente-felices. Claro, sin las sombrillas ni la crema para el sol, ni el tejo. Pero juntos. Y era genial.
Ser rutinariamente-feliz no está mal, no estaba mal. Digo, los viernes comía pizza y nada puede estar mal si se come pizza los viernes. Al día de hoy los viernes son Viernes de Pizza. Lo digo con minúscula, pero si lo escribo lo hago con mayúsculas.
Sí, sí, también había otras ventajas: mis primos, mis primas. Era perfecto. Yo era el segundo más grande. Mi abuela estaba orgullosa. Lo decía siempre. “Mi primer nieto varón”. Eso valía algo para ella y en ese momento, si para ella valía algo, para mí valía mucho más.
Con los primos se jugaba a lo que fuese, desde bien chicos hasta bien grandes. Con los primos se hablaba de lo que fuese. Y era genial. Dependiendo del clima hacíamos pociones para matar ratas o jugábamos a los guardavidas en la pileta del fondo de la casa de la tía Lili.
Aclaro con esto que jamás matamos ni una rata ni nos ahogamos en la pelopincho. Los juegos están en la mente, la diversión calculo que también, pero hoy no estoy tan seguro. Pero no quiero dejar a nadie afuera.
Creo que necesito presentarte a toda la familia para que entiendas mejor. Al menos a una gran parte de la familia.
Algo de lo rutinariamente-feliz de la vida es el micro-cambio que no afecta la felicidad-rutinaria.
Si existiese un estudio de posgrado con ese nombre, probablemente me recibiría con honores. Un micro-cambio que no afecta la felicidad-rutinaria es una modificación en la ecuación que no desencadena una serie de situaciones que rompen con lo que, como familia,
establecimos como lo que debía ser. Si te suena complicado, dejame contarte que esos mínimos cambios eran por ejemplo que, si todo salía bien, los viernes podía quedarme a dormir en la casa de mis abuelos. Nada gigante ni metafísico.
Nada de quebrar grandes rutinas, nada de romper el espacio-tiempo: al otro día comeríamos empanadas en familia y el círculo se cerraría una vez más. Y era genial.
Esos viernes, si tenía suerte, mi primo Rama se quedaba también y salíamos de expedición al terreno baldío de la esquina. Y el terreno de la esquina era genial por la escasez-suficiente.
Una escasez-suficiente es un conjunto de elementos que se destacan por su mínima cantidad y su altísima calidad. Si te suena complicado, dejame contarte que el baldío de la esquina estaba cercado por un alambrado, de esos a los que se le levantan los extremos.
Lo de arriba hacia abajo. Lo de abajo hacia arriba. El baldío de la esquina también tenía dos árboles separados: uno para trepar y otro para hacer tiro al blanco. Es gracioso, al día de hoy, cuando vuelvo al pueblo y paso por el baldío que sigue baldío,
todavía puedo ver la huella de los pies arruinando el pasto frente al árbol del tiro al blanco. Ah, pero lo mejor era el árbol de trepar. El árbol de trepar siempre escondía una sorpresa y las sorpresas se vuelven grandes sorpresas cuando uno tiene con quien sorprenderse.
Rama y yo. Yo y Rama. Una vez encontramos un ciempiés con sesenta pies. Otra, un corazón dibujado con un cuchillo sobre el tronco con los nombres “Ramón” y “Rodolfo” dentro. Eso y una flecha atravesando el corazón de lado a lado. ¡Creo que nunca nos reímos tanto en la vida!
Pero si tengo que decir qué era lo mejor de lo mejor, diría que los pajaritos en el nido esperando a su mamá. No tenían ni una pluma en el cuerpo y solo movían el cogote arriba y abajo pidiendo comida. Era genial.
Era ver la vida en marcha, pero en un árbol de la esquina de casa que solo nosotros conocíamos.
Pero estaba en los micro-cambios que no afectan la felicidad-rutinaria de algunos viernes. Estaba en el baldío.
Cuando volvíamos del baldío, íbamos a la casa de los abuelos y lo mejor era ver la tele. Yo me quedaba más veces que Rama, pero la rutina era la misma, ya saben cómo funciona eso.
Mamá decía que el abuelo cobraba una jubilación así de grande, y hacía el gesto con los brazos extendidos, porque había trabajado en una fábrica y estuvo a punto de morir de un ataque al corazón.
Y como el abuelo cobraba una jubilación así de grande, el abuelo tenía una tele de 29 pulgadas y cable con más canales que los números que sabíamos contar. Así que, si volvías del baldío, lo mejor era la tele. Escasez-suficiente.
“Quichicientos canales”, decíamos con Rama, pero siempre elegíamos el mismo. Cartoon Network, donde pasaban a “los mechudos”, como mi abuela le decía a los personajes de Dragon Ball. Era genial.
El abuelo se sentaba con nosotros en el sillón grande, el que estaba enfrente de la tele. Si Rama se quedaba a dormir, el abuelo se sentaba en el medio y nosotros uno a cada lado y nos abrazaba con un brazo a cada uno. Era genial.
Nos reíamos de los mismos chistes y tomábamos Coca-Cola y comíamos pochoclos y chocolates y caramelos. Cuando Rama no se quedaba a dormir, el abuelo me sentaba sobre las rodillas y tarareaba la canción de Bonanza y yo hacía que andaba a caballo.
Después poníamos a los mechudos ¡y hasta el abuelo hacía el Kame Hame Ha! Cuando Dragon Ball terminaba, el abuelo cambiaba los canales hasta llegar a los de películas en blanco y negro: películas de vaqueros y a veces Bonanza.
Entonces me volvía a subir a las rodillas cada vez que aparecía un caballo. Trararán, tararán, tararán tan tan taaaaaan Tarareábamos juntos. Era genial.
Cuando uno de los vaqueros se caía del caballo o le disparaban, el abuelo agitaba las piernas con fuerza y yo me caía hacia atrás. Él me sostenía para que no me golpease. Siempre igual. Cosa de rutina.
Agitaba las piernas, yo volaba y él me sostenía de los hombros y abría las piernas. Entonces, “pam!”, yo caía de culo sobre el sillón en el espacio que quedaba abierto entre los muslos. Nos moríamos de risa. Era genial. Eran las cosas pequeñas. Escasez-suficiente.
El abuelo después me decía que era hora de comer y mi abuela me esperaba en la cocina con la pizza del mediodía recalentada. Si no era para ir al baño, la abuela vivía en la cocina o en el patio de atrás. Siempre me gustó más la pizza de la noche que la del mediodía.
Sí, era la misma, pero sabía mejor. Deben ser los micro-cambios que no afectan la felicidad-rutinaria. Escasez-suficiente. Después de comer, la abuela me mandaba a dormir y se iba a mirar tele con el abuelo.
Si Rama se quedaba, dormíamos juntos en la que había sido la habitación de mi mamá y mi tía, la mamá de Rama. Si Rama no se quedaba a dormir, también dormía ahí, pero la habitacíon parecía más grande, más oscura y más aburrida.
No es que no fuese feliz, el problema es que lo era demasiado. Rutinariamente-feliz. Siempre igual excepto por los micro-cambios que no afectan la felicidad-rutinaria. Siempre igual y era genial.
Con el tiempo descubrí que cada cierta cantidad de meses, los pichones del árbol de trepar del baldío de la esquina de la casa de mis abuelo, se renovaban. Nunca eran los mismos pichones y yo no era el mismo chico.
Yo iba cambiando, pero los pájaros cambian más rápido que las personas. Un día no tienen plumas y brillan de rosados. Al otro, dejan de ser ruidosos y salen volando para tener sus propios pichones. Es genial. Era genial.
Los humanos tardamos mucho más y necesitamos de hábitos para volvernos rutinariamente-felices: primero esto, después esto, más tarde esto. Repetir. Los pichones son mejor que las personas.
Los pájaros eran mi excusa para empezar a quedarme más viernes en la casa de los abuelos. Siempre igual. Escasez-suficiente, y era genial. El tiempo no corría, caminaba. Los pájaros son más rápidos que los humanos y tienen la ventaja de volar.
A veces me arrepiento de no haber aprendido a volar. Sobre todo ese viernes que no supe volar, pero todavía no sabía que debía saber volar. Te deseo poder volar, sobre todo cuando es necesario. No te preocupes, la vida te va a decir cuándo necesites alas.
Era la época en la que me había crecido un pelo blanco, largo en el medio de la espalda. Mamá se reía y yo me negaba a que me lo quitasen. Parecía los cordones de esos juguetes que hablan. Algunos humanos no necesitan la cuerda. Escasez-suficiente.
Ese pelo significaba algo, pero todavía no lo sabía. A ver, digamos que lo sospechaba. Uno siempre sospecha que algo va a pasar. Es un poco la condición humana, necesitamos que pasen cosas. Hoy ese pelo significa mucho más que en ese momento.
Uno carga de sentido cosas sin sentido. Y como era viernes, un día cualquiera era un día con sentido. Escasez-suficiente. Día de micro-cambios que no afectan la felicidad-rutinaria.
En la casa de la abuela pregunté por Rama y la abuela me dijo que Rama no se iba a quedar a dormir por un tiempo por el coso del brazo. La abuela no le decía yeso, le decía el coso del brazo. Rama se había roto el brazo en dos partes trepando nuestro árbol de trepar.
Siempre voy a odiar a Rama por eso. Al principio lo odié porque caerse del árbol de trepar y romperse el brazo en dos quería decir que alguien más había descubierto nuestro secreto y los pichones corrían peligro.
Yo sabía que los pichones nuevos iban a reemplazar a los pichones viejos, pero lo que peligraba era el corazón con los nombres de hombres enamorados y la flecha tallada. Peligraba el nido. Peligraban las expediciones. Peligraba todo.
Si alguien se enteraba no íbamos a poder volver al baldío. Pero resulta que Rama nunca dijo nada de los árboles del baldío. Rama se levantó del piso con el brazo apuntando a una dirección que los brazos no deberían apuntar y caminó y pasó por debajo de donde el alambrado
se curvaba hacia arriba. Se arrastró y se llenó los huesos y las astillas de los huesos con tierra y barro y lágrimas. Se levantó y cruzó la calle. Cruzó la calle y se desmayó en la puerta de la casa de Doña Norma.
Rama había protegido los pájaros y el corazón y los nombres a costa de su propio brazo. Era genial. Y amé a Rama por eso.
Al otro día, cuando nos sentamos a la mesa y le firmamos el yeso, mi tía contó que, cuando Rama se desmayó, el cuerpo le aterrizó sobre el brazo roto y la cabeza le rebotó sobre el suelo de grava y tuvieron que darle diez puntos.
La tía dijo que además los pedacitos de hueso del brazo se le habían incrustado en uno de los costados del cuerpo cuando cayó y tuvieron que cortarlo para sacárselos de la carne. No habría Rama ni aventuras por un tiempo, pero era viernes,
así que faltaba un día para que lo supiera. Faltaba que pase mucho más para que llegara el sábado. Esperé que la abuela se pusiese a cocinar o a hornear o a limpiar, ya saben cómo son las abuelas, y salí corriendo a tener una expedición honorífica al baldío, un tributo.
“Por Rama”, dije y empecé a trepar. Pasé los corazones, las ramas como manos de viejas y llegué a los pichones. Eran cuatro. Me acuerdo de los ruidos. De los cuerpos rosados y las primeras plumas asomando como pelusas.
Me acuerdo de los penachitos sobre las cabezas y los picos abiertos esperando comida. Con el índice les toqué las cabezas. Una, después otra, después otra, después otra y la otra. Sé que no sintieron mi piel sobre la suya, pero los toqué y pensé en lo frágiles que eran.
Micro-cambios. Pensé qué se sentiría tenerlos sobre una mano, en cómo podría cerrar esa mano en un puño e ir rompiendo cada uno de los huesitos, destrozando cada una de las plumas recién nacidas. La vida a los gritos. La vida en un puño.
Dejé a los pichones ahí y les dije “gracias”. No sé por qué dije “gracias”, pero lo dije y bajé del árbol. Escasez-suficiente.
Todavía no sabía las reglas del tiempo por fuera de un día, de una noche, de las pizzas y empanadas y asados. Lunes, martes, miércoles, y así. Volví corriendo después de un rato, justo en el límite del día y la noche, cuando el cielo se ponía anaranjado y rosado y violeta.
El cielo es cielo y nada más. De alguna forma es lo que todos aspiramos. Escasez-suficiente. Suficiente, pero no era feliz. Algo se había roto. Y volví de los abuelos. Ella en la cocina. Él, en el sillón y en la tele y en Bonanza.
Cuando entré por la puerta de atrás, abracé a la abuela y me llevé una tostada que esperaba sola, medio quemada y dura en un plato de plástico. Me la llevé directo a la boca y la mordí. No me pregunten por qué,
pero el ruido de los dientes contra el pan tostado me hizo acordar a los pichones. Así deberían sonar los huesos en un puño. Micro-cambios. La abuela me dijo que tuviese cuidado con los bordes. Sabía a qué se refería.
Las abuelas y las comidas siempre vienen acompañadas de alguna historia. Hace años entendí que la abuela hacía el repulgue de las empanadas más lento cuando yo andaba cerca porque tenía algo que contarme. No era la primera vez que decía lo de la tostada.
Era común en la familia repetir en alguna reunión la historia de la tostada. Le había pasado a mi tío Esteban cuando tenía la edad que yo tenía o un poco menos. La abuela todavía no era abuela, pero ya hacía tostadas y una de las tostadas era ESA tostada.
Quemada sobre los bordes, dura como los huesos de Rama saliéndosele del brazo. En ese momento mi abuela no contaba historias sobre tostadas así que mi tío Esteban mordió sin pensar. No se preocupen, no solo pasa con tostadas, también pasa con las pizzas de mamá.
Mi tío Esteban mordió la tostada y los bordes quemados se volvieron filosos adentro de la boca. Mi tío Esteban volvió a morder y una de las navajas de pan tostado se le incrustó en el paladar blando. Eso y sangre. Sangre y hospital. Hospital y puntos de sutura. Micro-cambios.
Cualquiera diría que somos propensos a los accidentes, pero de nuevo, solo queremos ser y nada más. Mi tío Esteban mostraba el tajo de adentro de la boca cada vez que podía.
En Año Nuevo era casi una obligación mirarle adentro de la boca, pasando entre el ajo, los pedazos de carne entre los dientes y el olor a alcohol. “Es una herida de guerra”, decía. Para mí las guerras siempre fueron otra cosa.
Siempre me venía a la cabeza el tío Esteban con una ametralladora disparando contra guarniciones de pan de campo y un general hecho de ravioles de ricota. Las abuelas y las comidas. Las abuelas y las comidas y las historias. Por suerte, yo no era como mi tío Esteban.
Papá siempre dijo que yo vine al mundo a tratar de prevenir daños. Felicidad-rutinaria. Siempre lo mismo, pero era genial.
Tostada en la boca y con el sonido de huesos rotos en los oídos fui al living y me sumé al abuelo. Tenía los huesos de pájaro en las orejas, las plumas en los ojos y la vida en el espacio entre los huevos y el culo. Todo era pájaros.
Pero el abuelo no era parte de los Micro-cambios. El abuelo era felicidad-rutinaria y era exactamente lo que necesitaba. Ningún nene debería cargar con la muerte, ni siquiera en la cabeza, ni siquiera la muerte de un pájaro. Es desear la muerte para dejar de morir.
Pero era un momento. No lo sabía, pero lo sabía. Las cosas siempre habían sido iguales y no había razón para que cambiasen. No en ese momento. No por los pájaros. No porque Rama no se quedase a dormir en la casa de los abuelos por un tiempo.
El abuelo había empezado sin mí. En la tele estaban “los mechudos”. Estaban dando el mismo capítulo que habían dado el día anterior, pero no importaba. Escasez-suficiente. Era genial. Me senté no en mi lugar, sino en el de Rama porque necesitaba un micro-cambio.
El abuelo hizo lo que hacen los abuelos: me rodeó con el brazo y me palmeó el hombro. Me preguntó cómo estaba y le dije que bien. No dije nada de los pájaros ni lo molesto que estaba con Rama. “Por Rama”, me dije a mí mismo. No sé por qué a veces hablo conmigo mismo.
Todavía me pasa, hasta tengo una voz distinta cuando lo hago. Le pregunté al abuelo si podíamos mirar “los vaqueros” y me dijo que sí. Agarró el control remoto y empezó a cambiar los canales uno por uno.
Los dibujitos siempre están en los primeros canales y las películas en blanco y negro casi al final. Un canal, otro. Noticias, deportes, cosas que no entendía. Películas en inglés u otro idioma. Cine arte. Documentales.
A veces cambiar los canales de a uno es un camino larguísimo para ver un a par de tipos dispararse mientras andan a caballo.
El abuelo podría haber usado los números, pero decía que la paciencia era algo que había que ejercitar y que las cosas se ponen mejores si uno sabe esperar. Hoy no estoy tan de acuerdo y creo que lo mejor hubiese sido que me crecieran alas mientras pasábamos los canales.
Los pichones. Los huesos. Las plumas. A veces es mejor no esperar porque cuando uno espera deja de ser y piensa.
Cuando llegamos al canal en blanco y negro fue automático. Fue lo de siempre. El abuelo me sentó sobre las rodillas y tarareó la canción de Bonanza. De repente estaba andando a caballo y ya no tenía pájaros en la cabeza.
En la tele pasaba lo de siempre, los salvajes perseguían al héroe y le tiraban flechas. El héroe las esquivaba sin mirar y disparaba por sobre el hombro hacia atrás. La primera vez que vi La Guerra de las Galaxias me acordé de las películas de vaqueros.
A los héroes nunca les disparaban de lleno, como si no tiraran a matar. Y el cowboy giraba sobre sí mismo mientras el caballo corría y los salvajes caían uno y después otro y después otro. Y yo era el héroe.
El abuelo siempre tarareaba la misma parte de la canción de Bonanza, incluso cuando en la tele hubiese otra cosa. Y entonces el cowboy saltó. El abuelo agitó las piernas con fuerza y me caí hacia atrás. Él me sostenía para que no me golpease. Siempre igual. Cosa de rutina.
Agitó las piernas, yo volé y él abríó las piernas. Entonces, “¡pam!”, caí de culo sobre el sillón en el espacio que quedaba abierto entre los muslos. Nos morimos de risa. Era genial. Era la Escasez-suficiente. Pero había algo diferente.
Sí, había algo diferente en mí, eso ya lo saben. No me refiero a eso. Había algo diferente en el abuelo. Calculé que eran los pájaros, pero él no sabía de los pájaros.
Estaba sentado entre las piernas del abuelo y ahí estaba lo diferente. Papá hubiese dicho que el viejo tenía la carnicería abierta y Rama, a cuánto vendía el chorizo, aunque ni él ni yo sabíamos qué significaba. El cierre del pantalón del abuelo.
Por más que quiera no voy a olvidarme jamás: los pantalones marrones sin planchar, el cierre dorado hasta abajo y los calzoncillos “de viejo”, demasiado grandes, demasiado parecidos a las sábanas de la abuela. El abuelo se acomodó en el asiento y volvió a tararear Bonanza.
Trararán, tararán, tararán tan tan taaaaaan. Me agarró de las axilas y me hizo girar hasta quedar frente a él. Se recostó y se llevó la mano a la entrepierna, se bajó el calzoncillo y me mostró el pito.
Me acuerdo que me quedé mirando porque era algo nuevo, algo que no había pasado antes. Me gustaría poder hablar de escasez-suficiente, pero el cuerpo no me deja. Era demasiado grande, estaba demasiado vivo.
Pensé en los pájaros y en cómo eso que el abuelo había guardado tanto tiempo entre las piernas se parecía a los pichones. Huesos rotos y plumas aplastadas sobre el puño. Todo en mi cabeza. Las imágenes del nido a toda velocidad en el cerebro.
El abuelo con una mano en el pito y la otra en el control remoto. Subió el volumen para que no se escuche otra cosa que la tele y me dijo al oído, “agarralo”. Miré el pito y los ojos del abuelo de forma alternada. Primero los ojos. El pito. Los ojos.
Los ojos hacían que todo lo demás funcionase y el pito me llamaba la atención como me llamaban la atención los pichones. Yo sabía que había algo que no estaba bien, pero no entendía por qué. Creo que el cuerpo ya viene preparado para detectar lo que no va.
El problema es que el cuerpo detecta y nada más. Y el cuerpo no hace crecer las alas. Y el abuelo me agarró la mano con la suya, con la que antes había subido el volumen de la tele. La mano de cambiar los canales. La mano de guiar otras manos.
Me agarró la mano y me hizo agarrarle el pito. Estaba caliente, caliente como cuando uno se echa el aliento las manos en invierno. Estaba caliente y blando y lleno de venas. De alguna forma tenía sentido, las manos del abuelo eran más o menos lo mismo.
Entonces la mano del abuelo presionó mi mano y mi mano le presionó el pito. Me gusta la gente que cuando saluda te aprieta la mano con fuerza y sin dudas, se me disparó en la cabeza. Todo pasaba por la tele. Todo era por la tele.
Si la televisión no existiese, no estaría contándote esto. Estaría contando otra cosa, seguramente más feliz. Macro-cambios.
Manos. El abuelo me dijo que tenía que presionar con fuerza, pero no demasiada. Me dijo que moviera la mano hacía arriba y hacia abajo. Pensé en los pichones. Pensé en qué se sentiría tenerlos sobre una mano,
en cómo podría cerrar esa mano en un puño e ir rompiendo cada uno de los huesitos, destrozando cada una de las plumas recién nacidas. La vida a los gritos. La vida en un puño. Y el abuelo me soltó la mano y me dijo que siguiera.
Yo sabía que algo estaba mal, pero no podía entender qué. Yo tenía pito y el abuelo tenía pito y nunca nos juntábamos a tocarnos los pitos. La familia tenía ritos y este no era uno de ellos. Esto no era parte de la felicidad rutinaria.
El abuelo me miraba a mí y después hacia atrás, hacia la puerta de la cocina. Se recostaba sobre el sillón y se doblaba sobre sí mismo. Hacia arriba y hacia abajo y el pito ya no era blando, era una piedra. Era una piedra que hervía y se hinchaba como si fuese a explotar.
Me imaginé que dolía, pero el abuelo no parecía molesto. Si el abuelo hubiese tenido un pájaro entre las piernas, la cabeza le estaría a punto de reventar, de salir volando. Pero no era un pájaro, era distinto, era nuevo.
Estaba morado por la presión y la fricción de la piel contra la piel, de mi mano sobre ese pedazo de carne que se hacía cada vez más grande.
Entonces el abuelo se inclinó hacia adelante como si se fuese a caer de trompa al piso, el pito se le contrajo y en un segundo se volvió a relajar. Un suspiro. Un grito ahogado y mi mano húmeda y caliente y pegajosa. El abuelo me sacó la remera y me limpió la mano.
Él se guardó el pito en el calzoncillo y el calzoncillo en el pantalón. Mi remera era un asco. Era todo eso que le había salido de adentro a mi abuelo. Era eso y el olor a quemado y a puerto y a playa. No tuve tiempo de pensar.
Mi abuelo agarró el vaso de Coca-Cola de la mesa ratona y me lo vació encima. Yo tenía la boca abierta, pero estaba mudo.
El abuelo se me acercó al oído y me dijo que todo eso iba a ser nuestro secreto y que si hablaba la próxima vez me lo iba a poner en la boca para que no pudiese hablar más. Le creí, claro que le creí. Entonces el abuelo gritó.
“¡Pero la reputísima madre que me parió! ¿No podés sostener un vaso sin hacer un enchastre?”. Lo dijo alto, lo dijo bien alto para que se escuchara por sobre el volumen de la tele y pasase la puerta de la cocina.
Yo seguía sin poder decir una palabra, pero tenía la boca cerrada por si el abuelo decidía cambiar los planes y acelerar el proceso. El abuelo terminó de gritar y entró la abuela. Cuando me vio me mandó a bañar.
Me dijo que pusiera la remera directo en el lavarropas que ella la iba a lavar a la mañana. Me dijo que había una muda de ropa de Rama en la habitación. Todavía no podía articular palabras. Digo, tenía mucho, muchísimo para decir, pero no podía decirlo. Ni siquiera tenía alas.
Pensé en los pájaros y me fui del living. Antes de salir me di la vuelta y miré hacia el sillón. El abuelo me miraba el pelo largo y blanco que me salía de la espalda como una cuerda. Me miraba el pelo y el rostro con una sonrisa mientras tarareaba Bonanza.
Trararán, tararán, tararán tan tan taaaaaan. Y ya no era genial. Algo había cambiado. Algo se había roto.
Al otro día me levanté temprano y miré a la abuela hacer el menjunje para las empanadas. La miré hacer los repulgues. Le pedí que me enseñase a hacerlo yo mismo y cuando agarré una de las empanadas y la vi sobre la mano, la solté.
La empanada era el abuelo con la diferencia de la temperatura. La abuela me dijo que no me preocupase, que ella iba a limpiar todo y me dijo que fuera a jugar al patio, que en un ratito llegarían todos.
No volví a ver al abuelo hasta que nos sentamos todos a la mesa a comer.
Me acuerdo que dije que no tenía hambre y me dediqué a firmar el yeso de Rama que ya estaba lleno de dibujos y nombres. La mamá de Rama nos contó lo del brazo roto y el golpe en la cabeza y la operación. Mi tío Esteban hizo un chiste.
Rama no podía mover la mano y en ese momento lo odié, lo odié porque yo sí podía moverla. Podía moverla hacia arriba y hacia abajo y presionar con fuerza, pero no con demasiada fuerza.
Ese sábado de empanadas Rama fue el protagonista y cuando terminamos de comer no salimos de la casa. Ese sábado no hubo lugar para que yo contase la historia de mi mano porque había un brazo roto que ocupaba toda la habitación.
Y pasaron los días. Pasaron meses sin que yo pudiese ver una empanada. Pasaron meses sin que visitara el árbol del tiro al blanco y el árbol de trepar y el corazón con los nombres de hombres enamorados tallado.
Pasaron meses hasta que volví al baldío y vi que los pichones viejos ahora eran pichones nuevos. Cuando miré los pájaros pensé en el abuelo y pensé en qué se sentiría tener a un pichón en la mano. Agarré a uno de los pájaros y cerré la mano. Sentí cómo se le rompían los huesos.
La vida en un puño. La vida a los gritos. Micro-cambios. Sentí cómo la vida se iba en ese puño en un espasmo y cómo ese espasmo era igual al abuelo descargando toda la furia de su pito. Dejé el pájaro muerto en el nido y volví a la casa de los abuelos.
Cuando entré, mi abuela lloraba con el teléfono en la mano y dos médicos subían al abuelo a una camilla. El abuelo estaba muerto. El abuelo estaba muerto y yo no había dicho nada. El abuelo estaba muerto y yo no lo había matado.
El abuelo estaba muerto, el pichón estaba muerto y yo todavía no tenía alas.
Y el tiempo corrió y el tiempo siguió corriendo. Ya no había abuelo ni baldío, ni expediciones. El tiempo siguió corriendo y las palabras y las memorias se fueron haciendo borrosas.
El tiempo siguió corriendo y yo ya vivía solo, alejado de mis padres y de mis primos y del lugar donde había crecido.
Y dije “perdón”. La cerveza ya estaba caliente y los nachos gomosos debajo del queso chedar.
Ella no había tocado ni uno y me miraba sin pestañear y con la boca entreabierta. No nos conocíamos, era la primera vez que nos veíamos porque, según una aplicación, vivíamos cerca y los dos habíamos deslizado hacia la derecha. Y le dije que me perdonara.
Le dije, “perdón por contarte todo esto, pero creo que tenés que saber por si llegamos a tener una segunda cita. Y si no, te deseo poder volar, sobre todo cuando es necesario.
No te preocupes, la vida te va a decir cuándo necesites alas”.
Y nunca más la vi. Calculo que tengo que dejar de contar esa historia en las primeras citas.

FIN.
Si llegaron hasta acá, perdón y gracias. Gracias por leerme, comentar y sobre todo por compartir.
También pueden leer Alas, esta historia, en #Medium: link.medium.com/XbOoq9r4pdb
Les cuento, ya que estoy, que antes de este cuento, hubo un libro del cual les dejo el chivo: amzn.to/37fSLgb

GRACIAS A TODOS.

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21 Oct 20
Hoy quiero hablar de branding. Por la naturaleza de mi trabajo construyendo marcas a partir de la comunicación, hay cosas que me fueron llamando la antención de UK y hoy quiero hablar de una, del cambio de la narrative emocional y como eso impacta en las marcas.
En primer lugar no podía entender cómo las marcas no construían una identidad y se dedicaban 100% a la publicidad paga, al posteo promocionado, a la violencia competitiva de los bids de Google Search.
Antes de que salten los fundamentalistas de todo, no tengo nada en contra de la publicidad ni las métricas. Solo creo que están incompletas si no hay un factor humano y una vision detrás. A ver, jamás recibí tanta basura por Instagram como cuando vine a UK.
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